Miguel recordaba siempre su infancia como un periodo feliz, como un paraíso a punto de esfumarse, a punto de diluirse en la bruma que envuelve la memoria.
Los episodios de aquel tiempo se presentaban en su mente como las escenas disgregadas de una vieja película, sin la continuidad con que se habían sucedido. Había algo en ellos que parecía irreal, como si el mero hecho de haber ocurrido los convirtiera en un producto de la imaginación. Él se veía por momentos en un antiguo corral, cercado de tapias de barro y de paredones grises de graneros y de pajares destartalados, con hierbas muy altas y arbustos silvestres que crecían en los bordes. Se veía allí con otros niños jugando al fútbol, con porterías que ellos mismos habían construido con palos y fardos de la aceituna.
Los partidos tenían lugar los sábados por la mañana, cuando no había colegio, y duraban más de lo establecido, pues se prolongaban mucho con las interrupciones y con las discusiones que a veces se entablaban por la resolución de alguna jugada. Miguel, como todos sus compañeros de juego, soñaba en aquel tiempo con ser futbolista: era su mayor ilusión, la de emular a las grandes figuras del balompié de los principales equipos. Tanto empeño tenía que dedicaba muchas horas a perfeccionar la técnica y a mejorar el dominio del balón, convencido de que cuanto más entrenase más cerca estaría de conseguirlo. Tendría nueve años, o quizá diez, cuando se dio cuenta de que había avanzado bastante y de que ya golpeaba la pelota con más fuerza y precisión que antes. Todo esfuerzo tenía su fruto y él se enorgullecía de comprobarlo en cada encuentro.
Gran parte de la infancia de Miguel había transcurrido, según recordaba, en corralizas empedradas, en cámaras oscuras y mugrientas en las que yacían aperos de labranza abandonados y baúles llenos de ropas ajadas, en graneros que él había visto en otro tiempo cubiertos de montañas de trigo, en pajares inundados por una luz rubia de verano, en cuadras donde todavía se conservaba el calor húmedo de las bestias que en ellas se habían alojado…Todo remitía a un pasado no muy lejano que a él le gustaba recrear a partir de las narraciones que de los mayores escuchaba.
Vivía Miguel en un pueblo de la vega, recostado sobre la falda de un cerro. La mayoría de las casas eran viejas, de fachadas de diferentes adornos y proporciones, con balcones de hierro forjado y puertas altas de gruesa madera, de las que colgaban llamadores de bronce. Algunas tenían galerías con techos sostenidos por gráciles arcadas. En todas ellas las habitaciones eran espaciosas, de paredes anchas, humedecidas por los años. Los muebles despedían al abrirse un olor rancio, como si dentro anidase el alma caducada del tiempo. Había crujías y corredores que conducían a cuartos que siempre permanecían cerrados, rincones donde se acumulaban trastos de otra época, objetos inservibles que encerraban algún tipo de misterio. Las habitaciones interiores daban a patios y jardines escuálidos, algunos rodeados de verjas de barrotes en forma de lanza, pintados de verde.
En la casa de los primos de Miguel, había un desván al final de un largo pasillo. En el desván, lleno de polvo y de telarañas, se amontonaban cómics y libros desencuadernados entre sillas desvencijadas y diversos utensilios domésticos que ya no se empleaban. Andrés, uno de los primos, y Ernesto, un amigo suyo, eran muy aficionados a la lectura; muchas veces se ponían a hojear aquellos cómics y a leer con gran atención los libros que encontraban tirados por el suelo. A su edad, Miguel no acababa de entender que pudiesen pasarse las horas leyendo en lugar de estar jugando o inventando travesuras, como hacían los demás niños cuando se encerraban en el desván. Se sorprendía de que la lectura les atrajese más, de que hubiesen hallado en ella un medio eficaz de entretenimiento.
Andrés era, a pesar de aquella gran afición, un buen futbolista; todos los juegos se le daban, en realidad, muy bien; con pasmosa facilidad se adaptaba fácilmente a ellos, con habilidades que parecían innatas en él. Era alto y espigado, con una mirada muy viva e inquieta.
Ernesto, por el contrario, carecía de cualidades para el deporte; era torpe y desacompasado de movimientos, muchas veces frío y poco decidido. Como más de una vez le confesó, después de que se hicieran amigos, despreciaba el fútbol: lo consideraba un juego brusco y violento, en el que siempre se imponía el equipo más fuerte, el que se hubiera mostrado más aguerrido para la disputa.
Ernesto era de complexión algo gruesa, quizá por su falta de ejercicio físico; tenía la cara redonda, la nariz chata, los ojos de un azul celeste. Por su miopía, llevaba unas gafas que le daban cierto aire de niño aventajado en los estudios. Su pelo era castaño, de un tono claro. Solía hablar con parsimonia, aunque lo hacía casi siempre con periodos muy largos que parecían estudiados, posiblemente a causa de sus muchas lecturas.
Por lo que fuese, Miguel congenió con él desde el principio y, aunque no compartían la mayoría de sus gustos, acabaron por entenderse bastante bien. Quizá Ernesto había encontrado al confidente perfecto, pues Miguel era de natural muy comprensivo.
La amistad que había nacido entre ellos los llevó a verse con frecuencia y a dar largos paseos por el pueblo. Había parajes por los que les gustaba discurrir especialmente, como las callejuelas estrechas que conducían a lo que había sido el corazón primitivo del pueblo, situado muy cerca de donde estaba ubicada la iglesia. En tales ocasione Ernesto le contaba a Miguel cosas de historia, pues su padre tenía una colección de libros de aquella materia que él había consultado a menudo. Miguel se admiraba de que supiese tanto, de que tantos datos se le hubiesen quedado en la cabeza. Dada su superioridad, Ernesto le hablaba como si lo estuviera instruyendo, como si de veras se dirigiera a un discípulo a quien había de formar con sus saberes adquiridos. Confiaba en él: si le decía todo aquello era porque estaba seguro de que lo habría de retener, de que gracias a su inteligencia y a su memoria era una lección que Miguel nunca olvidaría. Oyéndolo hablar, daba la impresión de que no había parte de la historia que no dominase, sobre la que no tuviese algo que contar. A veces Miguel le preguntaba por algún episodio o por algún rey o conquistador y él siempre decía cualquier cosa sobre ellos, con una autoridad de la que no cabía dudar.
En las tardes de invierno, cuando llovía, se refugiaban bajo los balcones de una de las casas principales del pueblo. Nunca suspendían sus conversaciones porque lloviese o hiciese un viento desapacible. Arrimados a la pared, esperaban a que escampase o a que el viento se moderase en sus embestidas. El pueblo cobraba un aspecto distinto al de otros días: pasaba menos gente por las aceras y había menos ruidos; parecía como si envejeciese, como si hubiera retrocedido, por efecto de la lluvia o del viento, a un tiempo antiguo, del que no se guardasen acaso recuerdos.
Miguel, cuando Ernesto callaba, refería las leyendas que su abuelo le contaba acerca del lugar donde había nacido. Eran todas historias fabulosas, basadas en vagos indicios, en datos que no habían sido corroborados. Ernesto, aunque las escuchaba, no les daba demasiado crédito; solía decir que las gentes eran dadas a inventar sucesos que no habían ocurrido, hechos que se hundiesen en el misterio. Necesitaban, a su juicio, creer que vivían en un sitio extraordinario, diferente de todos los demás que en el mundo han existido. Lo que no hubiese sido investigado y confirmado por los historiadores no tenía para él validez ninguna, aunque admitía que después de todo algunas de aquellas leyendas eran harto bonitas.
Miguel no se enojaba porque no las creyese: sabía perfectamente lo que él opinaba y lo que le habría de objetar cada vez que le contara alguna fábula nueva.
Había algo que los unía a pesar de las diferencias que entre los dos existían; quizá poseían caracteres que se complementaban, el de Ernesto concienzudo y muy seguro de sus propósitos y el suyo algo más endeble para la polémica, propenso a tener sueños y a perseguirlos.
Los veranos, al estar libres de obligaciones escolares, disponían de más tiempo para verse. Algunos días sus paseos se prolongaban por los alrededores del pueblo, hasta las once o incluso las doce de la noche. Les encantaba disfrutar de aquellos momentos, cuando la vega que principiaba tras las últimas casas se les aparecía como un mar cercano, con fragancias húmedas de hazas recién regadas. Desde el camino por el que paseaban podían atisbar sus contornos, las siluetas difusas de sus sembrados. Sentían ganas de internarse en las hazas, pero un repentino temor los detenía, quizá porque para ellos entonces hubiera sido como penetrar en un territorio prohibido, poblado de inciertos peligros. Se conformaban con quedarse a la orilla, con pasar por sus bordes. Las noches de verano no eran como las del resto del año: había en ellas algo que los atraía, una especie de embrujo que las dotaba de un inefable encanto. El cielo, desde las afueras del pueblo, se les presentaba como un mundo oscuro de insondable belleza, tachonado de numerosas estrellas, a veces con una luna radiante que bañaba con una luz azulada los campos. Todo resultaba misterioso para ellos entonces: era un espacio inabarcable que los dejaba atónitos, incapaces de desvelar los secretos que en él se albergaban. Ni siquiera Ernesto, con todo lo que sabía, se atrevía a explicar cómo se había formado aquello, cuál había sido el origen del universo: prefería admirar, como hacía Miguel, el bello panorama que se les ofrecía.
Se llevaban tan bien que eran pocas las ocasiones en que discrepaban. Uno a otro se respetaban y lo normal era que, si había algún punto de desunión, lo olvidasen pronto. Parecían obedecer a un acuerdo tácito, a una voluntad no expresada de preservar la amistad que los unía. Quizá para llegar a aquella suerte de pacto había contribuido en gran medida el espíritu bonancible y conciliador de Miguel, quien lo acataba todo con la docilidad de un niño ejemplar, al que nada lo desviaba de sus sanas costumbres. Su mansedumbre había hecho mella en Ernesto, a quien no se le había ocultado que lo seguía en sus discursos con una atención que no había advertido hasta entonces en ninguno de sus interlocutores. En agradecimiento a tal fidelidad, él no podía por menos de corresponderle respetando sus gustos: así, aunque el fútbol no era de su agrado, esperaba muchas veces con paciencia a que terminaran los partidos para verse con él de nuevo y, si le hablaba con entusiasmo del juego, trataba de no molestarlo con opiniones contrarias.
Ni a uno ni a otro les iba mal en la escuela. Ernesto estaba a punto de ingresar en el bachillerato, mientras Miguel todavía se hallaba lejos de hacerlo. La verdad es que eran alumnos aplicados, si bien los dos actuaban por motivos diferentes: en el caso de Miguel, su aplicación se debía a un sentido de la responsabilidad muy acusado, nacido de un deseo muy arraigado de dar satisfacción a sus padres; en cambio, en Ernesto era más determinante la fama que ya lo precedía de alumno aventajado, dueño de una cultura que ninguno de sus compañeros poseía.
De tanto juntarse con él, los demás niños vieron a Miguel también como un tipo raro, de condiciones que posiblemente superaban a las de ellos. Era una amistad que en cierta manera no les agradaba, pues veían en ella una complicidad que de algún modo los excluía. Ni Miguel ni Ernesto eran conscientes de aquellos recelos: habían creado, sin saberlo, una especie de atmósfera particular que los aislaba y que los separaba del resto.
Miguel se acabó aficionando no solo a la historia, sino también a la lectura de obras literarias de las que Ernesto ya le había hablado. A su edad, había leído a Julio Verne y a Galdós, de cuyos Episodios nacionales se declaraba un enamorado. Miguel, animado por su ejemplo, no pudo evitar leerlos y, después de unos inicios un tanto indecisos, terminó por tomarle gusto a aquellos textos, de los que admiraba especialmente el ingenio de sus autores para inventar tantos sucesos.
De ese modo, tuvieron ya otro tema del que discurrir en sus conversaciones. Miguel refería lo que le había parecido el libro que hubiese leído y Ernesto se explayaba sobre él, aportando datos del autor y de la composición de la obra que el amigo desconocía. A la literatura la trataba con el mismo rigor que a la historia, si bien concedía que en ella había elementos que no podían ser analizados de la misma manera. «El escritor es libre para crear su obra —dijo más de una vez—, mientras que el historiador tiene que buscar la verdad de lo que ocurrió.» Lo importante, según él, era que el lector lo supiera ver, porque a veces se confundían los trabajos del uno y del otro: al historiador se le tomaba por literato y al literato se le exigía que no se desviase de la realidad de los hechos. Se enfadaba mucho con las opiniones de la gente; estaba claro que él tenía las suyas propias y que las defendía con vehemencia, con una pasión que a Miguel no dejaba de sorprenderle.
La estrecha amistad que habían mantenido comenzó a perder fuerza desde que Ernesto ingresó en un instituto de la capital para cursar el bachillerato. Aunque al principio continuaron viéndose, sobre todo los fines de semana, conforme pasaba el tiempo sus encuentros se fueron haciendo más esporádicos. Ninguno de los dos lo consideró como una ruptura o como un cambio de intenciones: más bien lo vieron como un proceso natural, como una separación que la propiciaban los distintos ambientes en los que ahora ambos se encontraban. Ernesto, cada vez que se encontraban, hablaba durante un buen rato de los estudios y de las clases que le impartían los profesores, algo a lo que daba una importancia que nunca antes le había concedido. Miguel intuía que aquel era en realidad el motivo de la separación que se estaba produciendo, aunque en ningún momento se había atrevido a decírselo; también él había hallado en los últimos meses otros intereses que lo habían alejado de Ernesto, como habían sido los que movían a un grupo de compañeros de la escuela con los que le había dado por juntarse; con ellos hacía frecuentes excursiones por la sierra y recorría los caminos de la vega en bicicleta.
A partir de entonces, seguirían trayectorias diferentes. Si se veían por la calle se detenían para darse noticias de sus vidas y, a veces, cuando las conversaciones se prolongaban más de lo habitual, rememoraban los tiempos en que habían salido juntos y las aficiones que entonces habían compartido.
Miguel, una vez que hubo concluido su etapa escolar, inició el bachillerato en el instituto del pueblo, recién construido. Su vida cambió definitivamente: conoció a nuevos compañeros, venidos de otros sitios y se aplicó al estudio de forma escrupulosa, no solo durante las clases, como hasta entonces había hecho, sino también en horario no lectivo, tratando de sacar el máximo rendimiento a su esfuerzo; sin poderlo evitar, comprobó cómo nacían dentro de él emociones turbulentas, producidas por un amor desbocado. Se había convertido, con una rapidez inusitada, en un adolescente sentimental e inquieto, con tendencia a la ensoñación y al ensimismamiento. Muchas veces sufría por su forma de ser; cuando era pequeño, no había tenido demasiados problemas por su espíritu manso y complaciente, pero con la irrupción de la adolescencia se dio cuenta de que era un serio obstáculo para conseguir lo que se proponía, especialmente cuando no tomaba las decisiones que le convenían.
Aunque tuvo algunos amigos, todos muy buenos y amables con él, no fue capaz de ampliar el campo de sus relaciones, como había visto hacer a otros en aquel tiempo. Se hubo de limitar a círculos muy reducidos, compuestos por chicos que tenían características muy similares a las suyas. La vida, en fin, era más fácil para algunos y más complicada e ingrata para otros, para quienes eran tímidos o más reservados en sus actuaciones. Miguel, por su carácter, perteneció al segundo de los grupos, del cual en ocasiones deseaba salir para disfrutar de los beneficios que observaba en los del primer grupo.
Su afición a la literatura no la había perdido, sino que se había acrecentado con la lectura de obras nuevas. En sus horas libres, que no eran muchas, se dedicaba a leer. Comenzó a interesarse por autores que aparecían en el libro de texto, de los que antes apenas había oído hablar. La literatura hispanoamericana, entonces tan en boga, lo deslumbró: Borges y García Márquez fueron desde entonces dos de sus escritores preferidos. Para él, la lectura se convirtió en muchos momentos en un refugio: era como una isla llena de tesoros y de numerosas sorpresas, en la que hallaba el antídoto contra un mundo frío y cruel que lo rodeaba como un mar tempestuoso.
Durante el segundo curso, se enamoró de una compañera de su clase. Se llamaba Luisa. Al principio no le había llamado demasiado la atención su figura, pero dos o tres miradas suyas bastaron para que se sintiera atraído por ella. Tenía un dulce encanto en su rostro inmaculado y sereno, algo que la asemejaba a un ser angelical que se hubiera aparecido en su vida para ampararlo. Sus ojos eran castaños, con una expresión a veces melancólica. Llevaba el pelo corto, a la altura de los hombros, y se desplazaba con mesura, con movimientos que parecían acordados.
Al final del primer trimestre, después de varios intentos fallidos de aproximarse a ella, el amor irrumpió en él con una fuerza descontrolada: era una pasión irresistible que, como un vendaval, todo lo arrasaba. Se vio invadido por sentimientos impredecibles de ternura y de arrebato, por deseos de alcanzar una gloria con la que nunca había soñado.
Las vacaciones de Navidad, al no poderla ver, supusieron para él un largo paréntesis que se le hizo por momentos insoportable. La nostalgia que sentía lo llevó a idealizar a Luisa, a hacer de ella un ser de atributos imposibles que solo habitaba en su fantasía. La dulzura que lo inundaba era a veces tan intensa que casi le dolía, como si abriera en su pecho una herida que no podía restañarse de ninguna manera. Su vida ya no tenía otro objetivo que quererla: había nacido para ello, para amar a Luisa con un apasionamiento desmedido.
El amor, de modo inevitable, lo indujo a escribir poesía. Nunca hasta entonces lo había intentado, pero sin que se lo pudiera explicar comenzó, movido por los sentimientos, a escribir poemas muy logrados. Era como un desahogo, o más bien como una necesidad. Escribir lo liberaba: aquella fuerza que en su interior albergaba había de tener una salida, había de expresarla de un modo literario, con recursos que gracias a sus lecturas había adquirido. Se sentía poeta sin haber pensado antes nunca que lo sería, que alguna vez se atrevería él a componer versos como ahora lo hacía, con una facilidad asombrosa. No se atenía a medidas ni a estrofas establecidas: se dejaba llevar por un sentido del ritmo impreciso, a impulsos de una voz que manifestaba de una forma casi compulsiva lo que sentía. Usaba bastante los paralelismos y las anáforas, como si con aquellas figuras de la repetición tuviera más ímpetu su discurso. Las metáforas y las comparaciones, cuando las empleaba, eran ingeniosas, de una audacia que a él mismo lo sorprendía.
Por supuesto, aquellos poemas no se los leía a nadie: los guardaba como un secreto, como una prueba del inmenso amor que Luisa le había inspirado.
Era una pasión oculta que le ocasionaba una gran turbación cuando ella se hallaba delante. Quizá la delataban sus miradas furtivas, el temblor incontrolado de su voz cuando quería decir algo. Sus silencios eran también una señal de la confusión que lo aturdía, del caudal de emociones que entonces lo embargaba. Se veía incapaz de expresar nada que fuera oportuno, nada que pudiera despertar el interés de Luisa.
El curso fue pasando sin que ocurriera nada: su timidez desbarataba todos sus planes; cualquier intento de acercarse a ella para iniciar un diálogo acababa frustrado en el último momento por una oleada repentina de vergüenza. Ni siquiera pudo saber si su amor sería correspondido por Luisa; todo quedaba en vaga sospechas, en meras intuiciones.
En los estudios, su sentido de la responsabilidad, siempre muy acentuado, le había impedido ceder en su rendimiento, de modo que al final llegó a obtener excelentes calificaciones en la mayoría de las asignaturas.
En junio, terminadas ya las clases, vio cómo se iniciaba un nuevo periodo de ausencia, un periodo que sería arduo y mucho más largo que el que había soportado en Navidades. Como Luisa era de otro pueblo, lo más probable era que no la volviera a ver hasta el comienzo del siguiente curso.
Se dedicó, durante los primeros días de vacaciones, a leer y a escribir poesía. De vez en cuando, salía a pasear en bicicleta por la vega con los amigos. Era esta una forma de escapar de su ensimismamiento que le reportaba no pocos beneficios, permitiéndole por unos momentos desentenderse del sentimiento de nostalgia que por aquel tiempo lo invadía.
En julio, cuando ya habían transcurrido unas semanas, se encontró un día por la calle con Ernesto. Hacía casi un año que no lo había visto. El inesperado encuentro les deparó a los dos una gran alegría. Se notaron muy cambiados: la imagen que presentaba Ernesto era para Miguel ya casi la de un hombre, con un aspecto frío en su forma de mirar y de expresarse, mientras que Miguel era para aquel un adolescente que había madurado, sin los restos de la niñez que en otro tiempo hubiera observado en él.
Hablaron al comienzo, como era natural, de los estudios que cursaban y de las dificultades que en ellos habían hallado. Aunque Ernesto no había sacado tan buenas notas como Miguel, se sentía satisfecho de sus logros, pues había terminado el bachillerato y se disponía ya a acometer una carrera universitaria. Según le contó con todo detalle al amigo, sus intereses habían cambiado bastante y, después de pensarlo mucho, se había decantado por el Derecho, con el cual podría acceder después a trabajos de gran importancia. Con su decisión no había abandonado sus primeras inclinaciones, como habían sido la historia o la literatura; de hecho, las seguía cultivando con la misma pasión que antes, seguro de que habían de servirle de base para sus estudios posteriores. Ahora devoraba a los autores románticos: se declaraba un ferviente seguidor de Víctor Hugo, Lamartine, Keats y Shelley, entre otros.
Miguel, por su parte, también habló de sus últimos gustos en aquella materia: dijo que después de haber leído muchas novelas, se había inclinado últimamente por la poesía, y que incluso le había dado por practicarla para expresar lo que sentía. Lo confesó no sin cierto rubor, con lo que Ernesto comprendió que se trataba de algo muy íntimo que tal vez no se lo había confesado todavía a nadie. Le preguntó a qué poetas seguía y, sin dudarlo, Miguel le facilitó una lista de ellos, entre los que incluía los más recientes descubrimientos, como habían sido Mallarmé, Rimbaud y Pedro Salinas. Ernesto sonrió al oír aquellos nombres, pues no eran los que él hubiese esperado: advertía, gracias a esto, que Miguel había evolucionado y que ya no se contentaba con autores consabidos.
Como habían hecho otras veces, estuvieron paseando por las calles del pueblo mientras hablaban y, después de haber dado varias vueltas por los mismos sitios, se dirigieron hacia las afueras. Tomaron, a instancias de Ernesto, un camino que conducía a la cima del cerro que se alzaba tras el pueblo. Era un camino tortuoso que discurría entre almendros y olivos. Era ya una hora avanzada de la tarde. El sol, a punto de iniciar su ocaso, doraba las peñas. A sus espaldas se desplegaba un paisaje muy hermoso de la vega, con la sierra al fondo erguida como un formidable castillo surgido de una antigua leyenda. Todo parecía encantado. De forma pausada, Ernesto le fue contando a Miguel, mientras ascendían, algunas experiencias que había tenido en el instituto donde había estudiado. Le habló de amigos con los que se había juntado, todos con alguna peculiaridad rara, con algún rasgo que los distinguía del resto. A él también le había gustado siempre distinguirse de los demás; en eso no había cambiado. Miguel, como siempre, lo escuchaba con atención. Al llegar a cierta altura, se detuvieron y decidieron volver sobre sus pasos. Se habían quedado muy cerca de la cima, que se recortaba sobre la lámina azul del cielo. La vega se divisiva desde allí dividida en cuadros diminutos, como si fuera un mosaico. Hubo un silencio, un silencio que semejaba sagrado. Fueron solo unos segundos, durante los cuales Ernesto pareció meditar, hasta que de pronto retomó su discurso para decir que no entendía a las mujeres. A Miguel le sorprendió que dijese aquello. Quizá tenía una causa para enjuiciarlas de aquel modo, como así comprobó cuando se puso a contarle lo que le había pasado. Se había enamorado de María, la hermana de un compañero. Decía que tenía los ojos celestes, los ojos más bonitos que había visto nunca. Tenía ella, cuando la conoció, dieciséis años. Como se juntaba a menudo con la pandilla del hermano, no tardó en hablar con ella, por lo que fue fácil que tomaran confianza, hasta el punto de que algunos días salían solos. Se hicieron de esa manera muy pronto amigos y comenzaron a tratarse como novios. Él la quería, según le declaró a Miguel, con locura. El amor era maravilloso. Cada vez que la besaba, experimentaba una dulzura infinita. Era muy difícil, en verdad, expresarlo con palabras. Se parecía a un sueño lo que estaba viviendo. Era feliz cuando veía sonreír a María, cuando se quedaba mirándolo con ternura. El idilio duró unos meses, hasta que un día ella, sin ningún motivo, comenzó a mostrarse fría. Lo notó en la forma de besarlo, en el tono que empleaba para hablarle. Quizá le había ocurrido algo en la casa o había tenido una discusión con el hermano, pensó al principio; pero la situación se repitió en los días siguientes, hasta que se dio el caso de que ella no quiso salir con él una tarde. Adujo que le dolía mucho la cabeza, lo cual no dejó de resultarle muy extraño a Ernesto, pues nunca le había dolido. Sospechó de pronto, con amargura, que había dejado de quererlo. Era lo peor que le podía pasar después de la ilusión que se había hecho, después de los momentos tan intensos que habían vivido juntos. Esperó, no obstante, un tiempo a que María lo llamara por teléfono y, al ver que no lo hacía, la llamó él con la intención de quedar con ella ese mismo día. Le dijo, con cierta brusquedad, que no podría ser porque tenía un compromiso con las amigas. Él, ante aquella respuesta, no supo qué decir; era como si las palabras se le hubieran disuelto en la boca. Por supuesto, no volvió a llamarla, ya que habría sido muy humillante hacerlo. Fue al cabo de unas semanas cuando se enteró, por el hermano, de que había decidido cortar con él. Durante mucho tiempo estuvo abatido, hasta el extremo de que dejó de interesarse por los estudios. Era un drama que no comunicó a nadie; si lo hubiera referido a algún amigo, quizá se hubiera mitigado su sufrimiento. Todo ello se lo contó a Miguel como si hubiera acabado de suceder. Las heridas del amor quizá no se curan nunca, sentenció con tono de tristeza.
Se hallaban ya muy cerca del pueblo. En el terreno donde antes habían estado situadas las eras aparecían nuevas edificaciones, todas construidas con el mismo diseño. De las eras solo quedaban algunos restos de espacios empedrados, cercados de escombros y de matorrales secos. Al fondo se divisaba la vega como un mar adormecido, en el que las choperas eran naves encalladas en una difusa lejanía. El sol, a punto de ocultarse ya tras los montes que rodeaban el pueblo, derramaba sobre ellos su última luz de cobre.
Durante varios minutos caminaron en silencio. Miguel había escuchado con suma atención el relato de Ernesto; por timidez, no se había atrevido a revelar lo que había sentido por Luisa: seguía siendo una pasión secreta.
Después de aquella larga pausa, Ernesto volvió a referirse a los estudios: dijo que había vuelto a ilusionarse con la carrera de Derecho y que soñaba con ser un excelente abogado. Miguel, por su parte, manifestó que posiblemente estudiara Filología Hispánica, pues lo que más amaba en el mundo era la literatura.






Deja una respuesta