A D. Antonio Arenas,
maestro comunicador donde los haya.
Lo cuento tal como lo recuerdo.
Llegar con mi burrita Molinera desde mi casa hasta el colegio de Prado del Rey (Cádiz), después de dos días de marcha por cañadas, coladas y veredas; recorrer en su compañía los hermosos paisajes que ofrecen los Parques Naturales de Grazalema y Los Alcornocales; seguir las huellas de aquellos antiguos arrieros que se acercaban hasta aquí en busca de tan preciado tesoro, supone una experiencia caminera de insuperable valor.
Pero rescatar a los niños de sus aulas y llevarlos, también caminando, hasta un recurso didáctico a poco más de tres kilómetros de su pueblo —las salinas de Iptuci— supone aprovechar y disfrutar un recurso pedagógico con los cinco sentidos.
Un recurso en el que vamos a conocer procesos geológicos de primera magnitud, gastronómicos de gourmet y artesanales de categoría. Conocer, de la mano de sus protagonistas, el milagro natural que supone ver salir el agua salada de las mismísimas entrañas de la tierra y comprobar cómo su flor —la flor de la sal— se nos regala por añadidura… supone una experiencia pedagógica inenarrable.
Y es que la Pedagogía Andariega es eso: un recorrido a pie, emocionante y sutil, hacia un aprendizaje cercano, vivo, útil y permanente.
Entre las lomas que rodean los pueblos de Prado del Rey y El Bosque, en el corazón de la sierra gaditana, las Salinas de Iptuci conservan un secreto que antecede a la historia humana. Allí, donde el terreno se replegó un día sobre sí mismo, una bolsa subterránea de agua marina quedó atrapada hace millones de años, cuando el mar de Tetis retrocedió y estas sierras se levantaron.
Desde entonces, esa agua —convertida en roca y manantial salino— brota a la superficie cargada de minerales (sodio, hierro, magnesio, yeso…), testimonio fiel de aquel océano antiguo que aún respira bajo tierra.
Ya los romanos conocieron el valor de estas aguas, y antes que ellos los íberos y los fenicios. De Iptuci tomaron su nombre las actuales salinas, pues la antigua ciudad romana —Iptuci Vetus— se alzaba allí mismo. Más tarde, los musulmanes refinaron el arte de extenderla en balsas, heredando un conocimiento a la vez científico, gastronómico y espiritual, entendiendo la sal como símbolo de sabor, pureza, preservación y alianza con la tierra.
Salvador, el artesano que heredó el oficio de sus abuelos, nos recibe a la entrada de la explotación que regenta con esa gracia y ánimo propios del terreno, y de quien, orgulloso del saber y el trabajo acumulados a lo largo de sus setenta y tres años de vida, lo enseña con alegría y conocimiento. Es difícil encontrar comunicadores de la talla de este hombre: un arte —el de comunicar lo que se domina y practica— que la Pedagogía Andariega busca, admira, celebra y aprovecha.
“El proceso actual sigue siendo el mismo de toda la vida —nos cuenta Salvador—. El agua brota del manantial, atraviesa canales y llega a los calentadores, donde el sol la decanta lentamente. Lo impuro, gastronómicamente hablando —la cal, el óxido de hierro y el magnesio—, se asienta en los primeros esteros. En los siguientes, lo esencial del agua salada (la flor de la sal) flota. Cuando el viento se aquieta y la temperatura alcanza su equilibrio, una finísima capa de cristales comienza a formarse en la superficie de las sucesivas balsas. De color blanco y textura frágil, esta sal se recoge con ayuda de un cedazo. Por la hora que es, ahora que no sopla el viento y el sol la empuja para abajo, es el momento preciso de llevar a cabo la operación.”

Al tiempo que Salvador coge la herramienta entre las manos, deslizándola por encima del agua y hundiendo el cedazo con precisión, extrae la flor sin tocar el fondo y la va retirando con una calma y una dignidad encomiables. Cada gesto de este hombre está dotado de una precisión que solo se adquiere con los años: conocer el sol, escuchar el viento, esperar el momento exacto en que lo efímero se vuelve duradero. Su oficio es silencioso, paciente y ritual: un diálogo constante entre el agua y la mano de quien la trabaja.
Para mí, que sigo aprendiendo después de cuarenta y cinco años como docente, se trata también de un espejo donde mirarme: saber extraer del niño sus capacidades sin apresurarme; observarle sin invadir su personalidad; transformar la experiencia cotidiana en lo que se ha dado en llamar un “aprendizaje significativo”. Así como el salinero protege la fragilidad de la flor de la sal, así hemos de cuidar los maestros el aprendizaje: respetando los tiempos, sabiendo transmitir el valor de lo bien hecho, respirando los vientos de cada alumno.
“En torno a las salinas —explico ahora yo, completando así las lecciones del artesano— crecen plantas que saben vivir en la frontera entre el agua y la aridez: salicornias, limoniums, almajos y tarajes. Son vegetales halófitos que, adaptados a la salinidad extrema, filtran el exceso de sodio y conservan en sus tejidos la humedad que el aire les niega. Su existencia es una lección natural de convivencia y equilibrio, igual que la que nos dan los flamencos, garzas y lavanderas que visitan estas balsas buscando alimento y descanso.”
Seguimos por los pasillos estrechos del salinar. A derecha e izquierda, en nuevas balsas donde se traspasa el agua, van precipitándose las que llaman “escamas de sal” y la propia “sal gruesa”, la más abundante con diferencia. “El proceso —retoma la palabra Salvador— se lleva a cabo gracias al mecanismo natural de concentración de la sal por evaporación del agua. Así, cuando ésta sobrepasa el umbral de solubilidad, la sal se precipita en forma de cristales. Después de varios ciclos de llenado de los depósitos con la salmuera, la sal acumulada la retiramos con ayuda de rastrillos. Una vez fuera de la balsa, y justo en el pasillo que pisamos, la almacenamos en montones para que sea ahora el sol directo quien la acabe de secar completamente. ¡Ya está lista para ser envasada en sacos y transportada a los lugares de consumo! ¡Y para ganar el dinerito que nos merecemos por el trabajo realizado!”
Salvador nos señala ahora un pequeño acueducto de origen romano, casi de juguete comparado con los que estamos acostumbrados a admirar en otros lares, y que sirve para salvar un arroyo. Aquí nos relata una de sus gracias: “Yo, sin ser arqueólogo, estoy por asegurar que este acueducto lo hicieron los romanos en un par de domingos por la mañana.”
“¿Y eso por qué lo sabe usted?”, pregunta uno de los niños.
“Porque los romanos construyeron cerca de aquí un pantano de agua dulce con su correspondiente acueducto hasta Cádiz. Un acueducto de unos cuarenta kilómetros de longitud, ¡ahí es ná! Y está claro que este de aquí, tan pequeñito y caprichoso, lo hicieron casi como hobby, en un par de mañanas de un domingo cualquiera en los que descansaban.”
Esta convivencia entre geología, historia, flora y oficio convierte a las salinas en la escuela de la calle que promovemos desde la Pedagogía Andariega: un espacio donde el conocimiento no se separa del paisaje en aulas cerradas, sino que brota de él.
Y sacamos nuestra propia lección: el manantial salino representa el origen profundo del saber, enraizado en la memoria natural y colectiva. La decantación lenta enseña a dejar reposar lo aprendido, a permitir que lo pesado se asiente y lo claro emerja. La evaporación simboliza la concentración del espíritu, justo en ese momento de la vida en que el saber se hace luz gracias a que el conocimiento cristaliza.
La recolección delicada del oficio nos recuerda que educar supone toda una paideia: una formación completa del individuo —cuerpo, mente, alma y carácter— para convertirlo en un ciudadano virtuoso y responsable. Un oficio, porque encarna la paciencia del maestro que acompaña, observa y sabe cuándo y cómo intervenir. La flora halófila nos enseña también que la vida auténtica nace de la adaptación respetuosa y no de la imposición. Y la persistencia del manantial, inagotable desde tiempos geológicos, nos invita a creer en la necesidad de la continuidad del aprendizaje más allá de los sistemas institucionales, la escuela tradicional y los tiempos que marcan los expedientes y títulos académicos.
Permítasenos, para concluir, insistir en el sentido filosófico, científico y emocional de la experiencia que hoy hemos transmitido a los muchachos: “La flor de la sal de Iptuci —les recuerdo para concluir— no es solo un alimento; es una metáfora viva. Brota de lo profundo, se forma en la calma, se recoge con respeto. Así debería florecer también nuestro conocimiento: siempre en equilibrio con la naturaleza, con un respeto profundo hacia el oficio que lo sostiene y asumiendo la historia de la humanidad que nos ha precedido, y que hemos de conservar y mejorar para el futuro.”

Estos niños que devuelvo a su pueblo alegres y bulliciosos, testigos en primera persona de un fenómeno tan complejo y tan simple a la vez; estos niños, aprendices andariegos, han de convertirse precisamente en “la sal de la tierra”: personas excepcionales por sus cualidades, preservadores del sentido humanitario, potenciadores de los sabores solidarios, aglutinantes, estabilizadores en los conflictos y con la necesaria sensibilidad para ayudar a deshidratar y disimular los sabores amargos. Exactamente lo mismito que la sal.
Y no añado nada más. Solo que Molinera y un servidor, tras la experiencia, nos volvimos a nuestras respectivas casas más contentos que unas pascuas —yo a mi vivienda y ella a su cuadra—, dándole al magín con nuestras cavilaciones y cantando a pleno pulmón serranas de cosecha propia:
Por la ladera del monte
bajan las cabras
rumeando los brotes
de aulaga y jara.
Detrás de ellas vienen
los cabritillos,
chospando alegres
como chiquillos.
Bajan del monte, sí,
del monte, niña,
buscando los secos pastos
de la campiña.
Oír este artículo en formato podcast (o descárgalo para escucharlo mientras conduces, paseas o realizas actividdades manuales):






Deja una respuesta