Un sábado por la noche, como no sabíamos adónde ir, entramos Francisco, Miguel y yo en una sala de juegos recreativos que había en la calle Real, muy cerca de la casa de mis abuelos. Era aquel un local que estaba situado en los bajos de un inmueble, en el cual se reunían juegos de diversa clase que servían de entretenimiento a los niños y los jóvenes del pueblo; a nosotros, más pequeños, nos gustaba jugar al futbolín y a las máquinas de bolas, en tanto que a los mayores les atraían más el billar y el ping-pong. La sala era también un lugar de encuentro en el que solía reinar un ambiente muy alegre y en el que era habitual coincidir con otros amigos; los sábados por la tarde y por la noche presentaba, sobre todo, una gran animación. Cuando se nos acababan las monedas que nos habían dado en las casas para que nos divirtiéramos, Francisco, Miguel y yo nos dedicábamos a presenciar con enorme interés las partidas de billar o los juegos de ping-pong que los mayores protagonizaban, a menudo muy reñidos. Allí, ciertamente, era muy difícil aburrirse, ya que siempre se hallaban motivos para solazarse.
Entre los jóvenes que eran más asiduos del local destacaba uno que llamaba especialmente la atención por la habilidad que demostraba tener para el juego del billar. Aquella vez, después de que se nos agotaran las monedas, estuvimos observando la partida que diputaba con unos amigos.
Era muy delgado, de estatura mediana, con el pelo largo de color castaño, la tez muy clara, los ojos llenos de viveza. Aquel día, como hacía algo de frío, vestía un jersey rojo de lana y un pantalón de pana azul. Cuando ejecutaba una jugada, su rostro era serio, pero después de haberla ejecutado y de ver el resultado feliz de su golpe era dado a sonreír y a mover airoso los brazos en señal de contento, a veces de modo un tanto exagerado. Lo considerábamos diferente a los demás, no solo por aquella destreza que lo distinguía, sino también porque disponía de una gracia peculiar que lo hacía simpático, quizá la misma alegría con que se lo tomaba todo.
Aquella noche, por la razón que fuese, iba perdiendo: sus compañeros de juego, cuando nosotros nos acercamos a la mesa de billar, habían realizado más carambolas que él, por lo que le tocaba remontar. Tal circunstancia propició que nos atrajera aún más la partida, ya que nunca lo habíamos visto con tanto apuro como en aquella ocasión. Por un momento, pensamos que lo más seguro era que perdiera; sin embargo, al poco de estar allí, a escasa distancia de la mesa, vimos cómo empezaba a jugar cada vez mejor, hasta que casi logró empatar con los rivales.
Al comprobar que observábamos la partida con gran atención, tras cada acierto nos guiñaba un ojo, un gesto al que nosotros correspondíamos levantando el dedo pulgar. De un modo verdaderamente prodigioso, hizo carambolas que parecían imposibles, con las cuales provocó más de un aplauso de nuestra parte. Los otros jugadores, al ver que éramos partidarios de él, nos miraban a veces con seriedad, con cierto enojo.
El joven, después de ganar la partida, se acercó a nosotros para agradecernos nuestro respaldo. Guiñándonos el ojo, nos dijo que había sido más difícil que otras veces pero que con un poco de esfuerzo había conseguido al final vencer. «Uno no debe darse nunca por perdido», añadió, estrechándonos alternativamente la mano.
Se llamaba, según habíamos oído, Felipe. Desde entonces, se convirtió Felipe para los tres amigos en un ídolo. Con su ejemplo, comprendimos que en los juegos siempre habríamos de luchar hasta el último momento, pues hasta que no acabasen todo podría suceder.
Tanto visitamos los billares, como conocíamos aquella sala de juegos recreativos, que terminamos haciéndonos amigos de Felipe, a quien no dejábamos de admirar. Según nos informaría él mismo otro día, estaba acabando de estudiar el bachillerato en un instituto de la capital; tenía la ilusión de cursar leyes y de ejercer en el futuro de abogado, ya que era la profesión que más le gustaba. «El mismo empeño que pongo en el juego tendré que ponerlo en los estudios», nos dijo con una sonrisa esbozada en sus labios, alzando el dedo pulgar de la mano derecha en señal de complicidad con nosotros.
No solo allí trabamos amistad con Felipe, sino también con otros niños del pueblo de diferentes edades, con los que habitualmente coincidíamos. Por un tiempo nos olvidábamos de los deberes y las tareas escolares, de las obligaciones a las que en las casas estábamos sujetos. Los juegos nos atrapaban, encendían nuestro ánimo, lo disponían para enredarnos en un febril esparcimiento, para compartir con otros nuestro entusiasmo. Allí era fácil entenderse, confraternizar con quienes estuviesen al lado a pesar de las diferencias que entre ellos y nosotros hubiese. Fuera hacía frío, pero en aquel local no se percibía, sobre todo por el calor humano que se creaba gracias a los lazos de afecto que a los presentes nos unían.
Había días en que sin embargo, por cualquier motivo, se hallaban menos jugadores, debido a lo cual parecía que decreciese la animación, como si esta dependiera del número de asistentes, de los ruidos y de las voces que en los billares se escuchaban. Yo, que no era muy ducho entonces en el manejo del futbolín o de las máquinas de bolas, disfrutaba viendo a amigos que sí lo eran y que accionaban los mandos o los pulsadores de un modo que casi siempre resultaba muy acertado.
Cuando regresábamos a nuestras casas después de haber pasado un rato de diversión en aquella sala de juegos, la calle Real estaba casi desierta, con sombras apelmazadas en los rincones que se hallaban fuera de los haces de luz de las farolas. El pueblo semejaba que se hubiera adormecido en medio de las tinieblas que lo rodeaban, en una noche otoñal que no parecía pertenecer a aquel tiempo. La torre de la iglesia, sobria, austera, se recortaba sobre el encerado negro del cielo.
Por las noches tenía la impresión de que las cosas fuesen distintas, de que estuviesen henchidas de misterio y de embrujo. Durante el día habían mostrado su cara rutinaria, a la cual ya estaba más o menos acostumbrado, conformada de acuerdo con unas pautas consabidas; eran reales y sensibles, con colores y sonidos y aromas que iban cambiando y que cobraban matices distintos, según el momento o la perspectiva desde la que eran percibidas; sin embargo, con la noche, mudaban de aspecto, se volvían misteriosas e inaprensibles, como si sucediesen en otra dimensión, en un espacio que ya no era terrenal, sino que parecía pertenecer a un mundo oscuro y extraño, a una especie de sueño quizá. Lo que había sido claro y sencillo se tornaba, en virtud de un mecanismo desconocido, confuso, de una complejidad inabarcable; se entraba casi de pronto en el dominio de la fantasía, en un territorio poblado por seres fantasmales; renacían entonces los recelos, los miedos infundados, las preguntas que no tenían respuesta. Era como si se hubiera pisado en una trampa y se hubiera caído en un lugar en el que el alma se sentía insegura después de haber perdido las señales que la orientaban, las creencias que la vinculaban a una realidad conocida. Las imágenes se sucedían de tal manera que daba la sensación de que unas eran engullidas por otras, de que todo era engañoso. Era como si se retrocediera a un momento del pasado en el que uno no se reconociera, en el que se viese como un personaje extraviado.
Lo que hacía más llevadero aquel tránsito nocturno era la compañía, la presencia de otros, la constancia de que uno no se hallaba solo. La amistad era muy importante para no sucumbir a la inquietud, para poder escapar de la amenaza de la noche, de los temores que empezaban a corroer el espíritu. Los amigos, todos aquellos otros niños y jóvenes con los que a menudo yo convivía, eran el asidero al que yo me aferraba para salvar los instantes de zozobra, para no dejarme amedrentar por las amenazas que sobre mí se cernían.






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