El acoso escolar es una de las manifestaciones más dolorosas de la vida en los centros educativos. No se trata solo de una agresión individual, sino del reflejo de un modo sedentario de relacionarse: jerarquizado, competitivo y aislante. El aula cerrada, los pupitres alineados, las normas rígidas y las relaciones mediadas por la autoridad más que por la cooperación crean un caldo de cultivo para el miedo, la invisibilidad y la desafección.
Está más que demostrado: el bullying germina en el suelo donde los vínculos se enfrían y las diferencias se vuelven amenazas. Frente a ello, la Pedagogía Andariega propone un desplazamiento radical: reactivar la convivencia en movimiento y reconectar el aprendizaje con la experiencia viva. ¡Y a poder ser, en la calle!
La Pedagogía Andariega nace del impulso de volver a aprender caminando, de transformar los entornos cotidianos —la ciudad, el monte, el taller, el río, el barrio— en lugares de relación y conocimiento. En su esencia, enseña que nadie camina solo en la vida, pues para aprender a resolver nuestras necesidades precisamos del otro —del industrial, de la artesana, del obrero, de la empresaria—. En definitiva: que nos necesitamos los unos a los otros.
Esa simple inversión de sentido —pasar del “competir” al “acompañar”— tiene profundas consecuencias en la convivencia escolar. Cuando el docente deja de ser una figura distante y se convierte en guía de la ruta; cuando los alumnos se reconocen como compañeros de viaje y no como rivales en un trayecto impuesto, muchas de las condiciones que sostienen la violencia desaparecen.
La escuela andariega no se concibe como un espacio de control, sino como una comunidad itinerante donde cada paso se da con el otro. En ella, el error no se sanciona, se reflexiona; la diferencia no se corrige, se valora; el grupo no excluye, sino que acompaña el ritmo del más lento. En este contexto, la prevención del acoso no es un programa oficial añadido, sino una consecuencia natural de la cultura que se construye caminando.
El primer socorro que ofrece la Pedagogía Andariega frente al bullying es la prevención activa: al sacar el aprendizaje del aula y trasladarlo a la vida, los alumnos vuelven a encontrar sentido a lo que hacen. Ese sentido genera pertenencia, y la pertenencia protege.

Las rutas, los proyectos colectivos y las experiencias compartidas permiten observar y transformar las dinámicas de exclusión que a menudo pasan inadvertidas en el espacio cerrado. El grupo se cohesiona al compartir un mismo esfuerzo, al tener que cuidarse mutuamente, al depender unos de otros en el camino. Damos especial importancia a los grupos interedades, donde los mayores cuidan de los más pequeños.
Durante las salidas andariegas, los alumnos aprenden de modo natural a esperar, ayudar, sostener y reconocer al otro. Estas actitudes, más que cualquier campaña puntual, resultan ser los antídotos más sólidos contra el acoso. ¡Cuántas veces hemos visto al más lento, al más corpulento, pero también al más previsor, alargar su cantimplora al compañero nervioso que corre de un lado a otro!
El camino se convierte así en un territorio de reencuentro y reflexión, donde la palabra y la generosidad se abren paso entre quienes habían quedado separados por la violencia. En ese trayecto común, el agresor reconoce al otro como persona que siente y padece, que disfruta consiguiendo las mismas metas que él. La víctima recupera así su lugar en la comunidad, como lo recupera también el agresor o el grupo de agresores. Y los otros, los compañeros, dejan de ser testigos mudos al reconocer a todos los participantes como pertenecientes a su mismo proyecto, a sus mismos objetivos, a sus mismos gozos y padecimientos.
La intervención andariega no sustituye los protocolos formales de las instituciones, sino que los humaniza, devolviendo a la comunidad educativa la capacidad de actuar con sentido y cercanía. Más allá de las normativas y burocracias al uso, nosotros planteamos un cambio cultural profundo: sustituir la masificación y la indiferencia por la observación atenta, el aburrimiento en la clase por la participación fuera de ella. Transformar, en definitiva, la disciplina en acompañamiento; convertir la convivencia en un espacio donde las normas las construimos entre todos.
Nadie como un niño, como un joven, para valorar lo que es y lo que no es justo: démosles la palabra y el derecho de autogobernarse. Enseñémosles también, con nuestro ejemplo a ser humanitarios, sensibles e indulgentes. ¡Aquí el profesorado, las familias y el vecindario tenemos una responsabilidad ineludible! A saber disculpar, a tener compasión, a reconocer como propios los fallos del otro. Y si no lo asumimos así, si el torcido se torna insensible, egoísta o vengativo, que se atenga a las consecuencias, pues como bien dice el refrán andariego: “¡Ojo! ¡Mira que arrieritos somos, y en el camino nos encontramos!”
Termino con mi propia experiencia de cuarenta y tantos años en la docencia siguiendo esta misma metodología: el caminar juntos disminuye nuestra soledad, nuestro miedo y nuestra agresividad.






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