María esperaba a una vecina. Se hallaba en la parte baja de la casa, en un cuarto oscuro. De vez en cuando se asomaba a la puerta de la vivienda para mirar la callejuela por la que la vecina había de llegar. Hacía una tarde espléndida de primavera, cuajada de luz. Para distraer la espera, daba breves paseos por el cuarto o se sentaba en un escabel con los brazos cruzados, mientras sus pensamientos vagaban por un pasado no muy lejano en el que se habían sucedido escenas muy parecidas a aquella. En su semblante afloraba siempre una expresión muy serena; en ningún momento aparecían en él señales de impaciencia o de inquietud.
María, desposada con José, el carpintero de Nazaret, era una mujer muy joven. Bajo unas cejas bastante pobladas, lucían sus ojos almendrados, de un color flavo; eran de un mirar dulce y sostenido, como si un sosiego cálido lo inspirase. Tenía la frente ancha, las mejillas siempre encendidas de un rosa claro. Su cabello moreno, lacio, caía en cascada por su esbelta espalda. Todo en ella era reposado. Sus manos, de dedos muy largos, se posaban en los objetos después de un movimiento pausado. Sus pensamientos, como no podía ser de otra manera, también eran tranquilos: nunca se agitaban, movidos por un ansia desmesurada o por un miedo injustificado; tenían a veces, por el contrario, la quietud de un remanso, la calma de unas aguas estancadas, en las que se espejase el velo azul del cielo. Aquella tarde, mientras esperaba a la vecina, pensaba en José, al que quería ya con la fidelidad de una esposa. José, algo mayor que ella, era un hombre maduro, cuya acendrada fe en Yahvé lo había llevado a confiar plenamente en él y a no desviarse nunca de los mandamientos de la Ley, cumplidos con una obediencia ciega, con un sentido del deber innato. Por todo ello, se había granjeado durante su vida fama de justo, de varón cabal que se atiene a unos sólidos principios. Era lo que a ella más le había atraído de él, aquella virtud que nacía de una disposición natural a creer en las ideas que se le habían transmitido, presentes en las historias que se narraban en los libros sagrados. Era, además, de la estirpe de David, el rey elegido para dirigir a su pueblo hacia la anunciada redención. No valoraba de él atributos físicos ni ornatos de fútil consideración. Podía pasar, en realidad, por un hombre normal de su tiempo, con barba montaraz, mirada briosa y movimientos enérgicos de trabajador que cumple escrupulosamente con las obligaciones de su oficio. Su amor por él tenía la cándida pujanza de una novia primeriza, de una virgen que se siente embargada de emociones que desconoce. Faltaba ya poco para que contrajera matrimonio con José; después de los desposorios, ardía de ilusión al ver aquello cada vez más próximo. Para una joven como ella, no podía haber mayor motivo de gozo: un casamiento, consentido y celebrado por las familias, suponía el más alto bien al que siempre había aspirado; era fuente de nuevas promesas, alentadas por un sueño que tenía su origen en creencias y profecías que habían sido el alma de su pueblo. Siempre se acordaba del momento en que José se fijó en ella: ella pasaba con unas amigas por una calle de Nazaret cuando se dio cuenta de que los ojos de un hombre, apostado al pie de un árbol, la seguían con inusitado interés. De pronto sintió en su interior el aleteo de una sospecha, la insinuación de una posibilidad en la que hasta entonces no había pensado. Aquella mirada no era ocasional, sino que debía de ocultar alguna intención: quizá solo pretendía José que se percatara de ella, que supiera que para él no pasaba desapercibida. Tal como intuyó, los ojos de él volvieron a posarse en los suyos en nuevas ocasiones, los buscaban con torpe anhelo. Cada vez que ello ocurría, María se sentía sacudida por una emoción muy honda. Pensaba que le había llegado la hora, como les sucedía a otras jóvenes, de que alguien se interesara por ella. Lo confirmó un día en que José, a la salida de la sinagoga, le habló por primera vez: aprovechando que nadie parecía haberse apercibido de su presencia, se había acercado con mucho disimulo hasta donde se encontraba y, tras una breve salutación, le preguntó cómo se llamaba y qué edad tenía; él, con una tímida sonrisa, reveló también su nombre y dijo que se dedicaba a la carpintería y que lo que más deseaba siempre era cumplir la voluntad del Altísimo, al que no dejaba de invocar varias veces al día. María, algo azorada, replicó que se alegraba de que así fuese, pues para ella no había otra cosa más importante en la vida. Después José le contó detalles de su oficio, con los que dio muestras de que era también un hombre disciplinado y honesto. Tras aquel primer encuentro se produjeron varios más, unos casuales y otros propiciados por él, hasta que finalmente llegó el día de los desposorios, en el que los dos sellaron un compromiso que habría de llevarlos al matrimonio. A María, cuando repasaba aquel tiempo, le parecía que todo había ocurrido muy rápido; tenía, además, la impresión de que José había sido destinado para ella desde los principios de la creación. Quizá el Altísimo, en el que ambos tanto creían, lo había dispuesto todo para que se cumpliera aquel destino, para que sus vidas coincidieran y el amor las uniera para siempre.
En la estancia reinaba un silencio dulce, muy parecido al de las madrugadas; de vez en cuando lo interrumpía algún ruido, procedente del exterior. La luz que penetraba por la puerta, de un oro melado, semejaba una gracia alada. María, después de mirar la callejuela por la que había de venir la vecina, se quedaba a veces observando la imagen que se le ofrecía de Nazaret, con sus casas coronadas de azoteas y sus viejos tapiales de mampostería, tras los que se alzaba la llama de algún ciprés o de alguna gentil palmera. Podía divisar también los pastos y los fértiles bancales que rodeaban la población, rociados por bravías laderas. A lo lejos se divisaba un coro de colinas, cuyas cimas se recortaban contra el azul inmaculado del cielo. Todo tenía aquella tarde un especial encanto: pensó que aquel paisaje se le aparecía entonces tan hermoso por el estado del alma con que lo contemplaba, por la ilusión que la embargaba aquel día; de pronto sentía impulsos de elevarse sobre él, como un ave venturosa que levantara el vuelo para surcar las distancias. De modo espontáneo, le dio gracias al Creador por poder disfrutar de aquella estampa, por hacerla a ella tan feliz contemplándola.
Después volvía a dar María unos paseos por el cuarto o se sentaba de nuevo en el escabel. Estando sentada, con los brazos cruzados, fue cuando de pronto vio aparecer ante ella una figura extraña. Parecía humana, aunque sus alas y la donosura de su cuerpo hacían pensar en un ser extraordinario, tal vez en un ángel. «Alégrate, llena de gracia, pues el Señor está contigo», oyó que le decía con meliflua voz, de acentos desconocidos. María se conmovió profundamente al escuchar aquel inopinado saludo. Creyó por un momento que soñaba, pero después comprendió que aquello sucedía en la realidad, en un espacio concreto. El silencio era ahora completo en la pieza. Sin saber muy bien lo que hacía, abandonó el ecabel en que estaba sentada y se arrodilló ante aquel insólito personaje. Iba vestido con una túnica blanca, casi refulgente. Sus ojos eran grandes y hermosos, de un azul muy claro. «No temas, María, porque has sido elegida por el Señor—le continuó diciendo—. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Se llamará Hijo del Altísimo; heredará el trono de David y su reinado sobre la casa de Jacob no conocerá fin.» María, turbada por aquellas palabras, se quedó unos instantes callada, mirando con arrobamiento al ángel. «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?», acertó a preguntar después, sin poder salir de su asombro. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo obrará el prodigio —aclaró el ángel—; por eso la criatura que ha de nacer será llamado Hijo de Yahvé. Tu pariente Isabel, a la que consideraban estéril, ha concebido también a su vejez un hijo, porque para Yahvé no hay nada imposible.» María, sin dejar de mirar al enviado del Altísimo, meditó en todo lo que había oído y, ya más calmada, dijo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» El ángel, al escuchar su respuesta, sonrió y, de la misma forma maravillosa como se había aparecido, se esfumó.
Todavía de rodillas, María continuó meditando un rato. Nunca había creído que ella, una joven cualquiera de Nazaret, podía ser la elegida por el Señor para ser la madre del Mesías. Para Yahvéno había nada imposible, le había dicho el ángel. Sus obras habían sido maravillosas; ahora, en virtud de su infinito poder, realizaba la más grande de todas: el Hijo que había de nacer de ella por la acción del Espíritu Santo tendría la naturaleza de un hombre para vivir entre los hombres. Él era el anunciado por los profetas, el que traería la liberación a su pueblo. Verdaderamente era increíble que pudiera ocurrir de aquel modo, que el mismo Señor hubiera de morar en su seno. Estremecida, María se puso a dar gracias al Señor por haber obrado aquel prodigio, por haberla escogida a ella para que se cumplieran sus designios. De pronto se sintió invadida de un sofoco de ternura, de una ternura que nunca antes había experimentado, ternura de madre en ciernes, satisfecha de todo lo que se le había anunciado. Era el triunfo de la vida, de una primavera radiante: tuvo la certeza de que por ella el amor impondría su dominio en el mundo, a pesar de que las cosas que en él ocurrían hicieran creer lo contrario. La victoria del amor no tenía forma de conquista que se vocea y se proclama ruidosamente; era, por el contrario, una victoria susurrada, expresada con murmullos quedos o con silencios henchidos de emociones hondas, de un regocijo que no podía manifestarse con palabras, con un lenguaje vertebrado por una lógica implacable. No hacían falta las voces ni los gestos ampulosos cuando lo que se siente tiene lugar en el alma, cuando lo que conmueve y desconcierta es un gozo muy profundo. La existencia se ajustaba a una realidad nueva, a un capítulo que cambiaba por completo el curso de ella. El Creador se había mostrado espléndido y misericordioso, capaz de avenirse con la condición miserable del hombre. Sin poderlo evitar, María pensó en José, el varón con el que estaba comprometida. No estaba segura de que él pudiera comprender lo que le había sucedido, pero entonces volvió a recordar que el ángel le había dicho que para el Señor no había nada imposible. No tenía por qué temer. Él lo resolvería todo, dispondría las cosas para que José, que era muy bueno, creyera lo que ella estaba dispuesta a contarle.
Después de aquellos instantes de meditación, María se puso en pie y se dirigió de nuevo a la puerta, desde la que miró una vez más la calle por la que dentro de poco vendría la vecina. A continuación, como si algo lejano la reclamara, dirigió la mirada hacia las colinas circundantes, recortadas sobre la pátina azul del cielo. Desde allí, sus ojos vagaron por el resto del paisaje, envuelto a aquella hora en la luz dorada de la tarde, en una luz tan bella que le pareció que hubiese sido creada recientemente sobre la tierra.





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