A su vez, unos modos racionales o técnicos de llevar a cabo las reformas han entendido a los profesores y profesoras como seres racionales que las gestionan e implementan fiel y, por tanto, exitosamente. Si las reformas fracasan, la culpa es del profesorado (o de su –falta de– formación). Por un lado la retórica oficial ensalza a menudo su misión esencial en los cambios educativos, pero, paradójicamente, los controles y prescripciones de los expertos contribuyen a desprofesionalizarlos.
En general, en España, los cambios y su agenda son marcados por la propia administración, creando una dependencia normativa. La formación del profesorado se subordina, instrumentalmente, a dicha agenda, por otra parte completamente cambiante –sin una mínima sostenibilidad– según los responsables políticos de turno. Libros de texto uniformados, aprobados oficialmente, ha sido una obligación seguirlos justo, cuando, al tiempo se proclamaban proyectos curriculares propios. De este modo, la complejidad de problemas educativos se reduce a aplicar aquello que, en cada momento, se manda o prescribe. Si no funciona, el problema no es del profesorado, sino de los políticos de turno. En fin, esta pesada tradición, a su vez, ha generado una cultura docente particular: las soluciones vienen dadas externamente, normalmente por un cambio en los dirigentes educativos o en las propias leyes, decretos u órdenes. Como si el buen hacer en cada aula pudiera depender de tales requerimientos normativos.
Esto ha tenido graves consecuencias en una pérdida de la autonomía profesional, una descualificación o situación de dependencia, que viene a caracterizar a las “semiprofesiones”, según las definió Etzioni. Además, la imposibilidad de atender a varias y complejas demandas al tiempo, entregado a múltiples tareas administrativas y burocráticas de dudosa utilidad para la mejora de la práctica, provoca desmoralización, sentimiento de impotencia o resistencia. En otros casos, se ensayan “redefiniciones estratégicas” del ejercicio de la profesión o desarrollan mecanismos psicológicos de defensa, que compensen la pérdida creciente de control de su propia práctica. En ocasiones, es preciso poseer la “resiliencia” suficiente que les permita sobreponerse a las contrariedades y continuar.
Sin duda, las condiciones de ejercicio de la docencia, por múltiples factores confluyentes, se han ido deteriorando en las últimas décadas. Pero tomando en serio esta situación, es preciso ser conscientes de que determinados tipos de discursos sobre los docentes, como dice Juan Carlos Tedesco, han agotado sus posibilidades explicativas y capacidad de acción. No basta la retórica vacía sobre el reconocimiento de la importancia del trabajo del profesorado, para luego negárselo en la práctica; tampoco la visión del docente como culpable de lo que pasa, cuando hay otros factores; ni como víctima del sistema, cuando también tiene un papel relevante. Se precisan políticas más integrales para empezar a resituar las soluciones y no sólo a tocar aspectos parciales de la realidad. En España hemos sido muy dados a apelar a una nueva dimensión, sin tocar los otros pilares que la hacen posible. Eso ha dado lugar a quedar como una mera retórica.
Dar pasos decididos en línea de configurar una nueva profesionalidad docente supone un esfuerzo decidido en varios frentes. Por cifrarnos en el de la configuración de la profesionalidad, ésta comienza con el acceso a la carrera de la enseñanza. Un reciente informe de McKinsey & Company (Closing the talent gap: atraer y retener a mejores graduados para la carrera en la enseñanza) expone como tres de los países con los mejores sistemas de educación en el mundo (Finlandia, Singapur y Corea del Sur) logran que el 100 por ciento de sus docentes provengan de los estudiantes que se encuentran entre los mejores de su promoción de graduados.
En segundo, una formación inicial que les capacite con todos aquellos conocimientos y competencias necesarias para un buen ejercicio profesional. En tercero, casi todo estamos de acuerdo en que los mecanismos actuales de selección de docentes dejan mucho que desear, en cualquier caso no permiten elegir a los mejores aspirantes. Por último, una formación permanente que, lejos de tener –como ahora– escasos efectos en la práctica o con un uso instrumental al servicio de los nuevos lemas de la administración, responda a demandas reales. En fin, capacitar (“empoderar”, en lenguaje anglosajón) a los profesionales para que tomen decisiones propias en el diseño y desarrollo del currículum, en una organización escolar más flexible, que potencie el llamado “desarrollo profesional”.
(*) ANTONIO BOLÍVAR. Catedrático de Didáctica. Universidad de Granada
– Descargar este artículo publicado en el número 3.884 de ESCUELA , 18/11/2010 (174 kB