Lo que Meucci nunca hubiera previsto es que el teléfono hoy me esté jodiendo la vida, sobre todo la hora de la siesta en verano, costumbre muy española, pero que al parecer es recomendada por gran parte la comunidad médica internacional como componente terapéutico para la salud. Soy una de las personas más exentas del sentimiento de venganza contra nada ni contra nadie, pero tengo que reconocer que los sentimientos más malévolos y dañinos salen de mí contra las compañías de teléfonos, cuando se introducen por la cara en mi casa a las horas que les da la gana, con mucha perseverancia, en aluvión de llamadas que perturban el reposo que quiero o necesito.
A este ejército de gladiadores de la telefonía, se les ha unido una plaga de compañías aseguradoras, gas natural, canales de TV de pago y un sin fin de comerciantes que están atormentado mi digestión y mis costillares por la frecuencia con que tengo que incorporarme desde mi posición de descanso. En este proceloso mundo, en el que bastante tenemos con soportar a malintencionados conductores de la cosa pública, que parecen una ciénaga de cocodrilos a todo flúor, que pueden sancionar con multa y retirada de mercancía al que vende berenjenas en la vía pública, sin ser siquiera pregonadas y en horario poco enojoso para nadie; sin embargo, mantienen total impunidad para los fariseos de las multinacionales, que roen los calzoncillos a dirigentes y legisladores trincones, que son los auténticos causantes que me impiden conciliar el descanso.
Si uno tiene mala suerte, atiende la llamada y cuelga, es fatídico, porque de forma pertinazmente obsesiva volverán a llamar cuantas veces sean necesarias, hasta sumirme en la confusión de vivir en un mundo perro. Pero puede ser peor aún: en una ocasión entendí, en estado de abatimiento, que era un medio honrado para defenderme del acoso de un «pringadillo», que llamaba por tercera vez de forma consecutiva, mandarlo a tomar, un poquito nada más, por donde amargan los pepinos. Fue una reacción tan irreflexiva como imprudente por mi parte, pues no hubo forma de protegerme del golpe, fue darle la espada al enemigo, de tal forma que estuvo haciendo llamadas durante dos días consecutivos a distintas horas del día y de la noche.
Y digo yo, ya que a nuestros legisladores todo esto les trae al pairo (pues estoy seguro que a ninguno de ellos les dislocan la siesta) que, para regular estas situaciones, alguien podría inventar un cortafuegos contra estas grandes compañías, con el objeto de que cuando se lanzaran al festoneo de captación de clientes, el receptor tuviera la posibilidad de dejarles el dedo tieso como a una estalactita, al menos durante un mesecito. Estoy convencido de que tan revolucionario invento, a pesar de la crisis que estamos sufriendo, tendría tal grado de aceptación (sobre todo entre los amantes del descanso de después del almuerzo) que el producto se vendería por si solo de forma tal que no necesitaría ningún tipo de promoción.
El morbo de pensar en que pudiéramos combatir las intempestivas llamadas, podría producirnos tal placer que, aunque no fuera ni alimenticio ni sensorial, podría llevarnos, incluso, a prescindir de gastar en calzar en vestir o componer la casa, pero al menos habríamos conseguido el equilibrio de nuestro espíritu. Hago acto de contrición por disponer de línea de teléfono; mis remordimientos son aún peores por no tenerlo siempre descolgado para haberme evitado esa furia crónica, que se me ha instalado en el alma, contra esa innoble maquinaria de acosadores que se ensañan de forma hostil con mi reposo, y siento la insatisfacción de que a estos agresivas compañías nadie les haya mostrado las veredas que conducen al acantilado.
Estos memos directivos de la camada de la telefonía han llegado a ser tan profundamente avariciosos que siquiera se detienen para realizar una búsqueda selectiva de las personas que nos hemos negado cientos de veces a contratar sus servicios. Es más, su descoordinación es de tal magnitud que una misma compañía ha llegado a transgredir mi intimidad hasta cinco veces al día. Lo peor de todo es que no puedo hacer nada para evitarlo.
Técnica disuaria (divertidísima):
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