Blas López Ávila: «La chica de Playa de Poniente»

Permítanme que les cuente una cosa: Hay días en que resulta difícil encontrar un motivo para la esperanza y el optimismo. Demasiada mierda a nuestro alrededor para esbozar una sonrisa diáfana y mantener la fe en nuestros semejantes. Demasiado el sufrimiento por el que atraviesan miles de personas como para dar por buena la existencia humana, su sinsentido, su sinrazón. Sin embargo, y muy de vez en cuando, hay días en los que esa esperanza parece desperezarse de su letargo y somos capaces de ver la vida de otra manera, menos inhóspita y desabrida.

Verán: Ahora que los recuerdos del verano aún permanecen esparcidos en la arena de la playa, fieles en nuestra memoria más reciente, rememoro la mañana en que la vi llegar: Su rubia cabellera, bien cuidada, al viento; su juventud exultante, sobrepasaría por poco la treintena; su menudo cuerpo broncíneo hermosamente proporcionado y su mejor sonrisa de domingo, aunque puedo asegurarles que no era tal día de la semana. Depositó su sombrilla y su bolsa de playa sobre la arena. Volvió sobre sus pasos con un discreto contoneo –supuse que iría al aparcamiento a por más bártulos- y fue inevitable que pensara en Helo Pinheira –ya saben, la “garota” de Ipanema-, en Antonio Carlos Jobim y en Vinicius de Moraes. Cuando volví a verla llegar, no pude sino quedar sorprendido. Cogida de su brazo traía a una mujer anciana que se movía con cierta dificultad, a la que los años y la enfermedad parecían haber castigado severamente.

Lo que aconteció en los instantes posteriores fue toda una sinfonía de generosidad, ternura y delicadeza, capaz de llamar la atención de la insensibilidad más irritante: Clavó su sombrilla sobre la recalentada arena, desplegó su silla de playa y ayudó a la anciana a acomodarse en ella. Luego le ofreció un vasito de agua fresca e inmediatamente se puso a extender por la piel del ajado cuerpo la crema protectora de los rayos solares ¡Con cuánto mimo, con cuánto amor, con cuánta sensibilidad sus dos manos se convirtieron en dos alas de paloma que acariciaran el mapa físico de su madre para ofrecerle la brisa reparadora de la fatiga de los años y de la vida! Y todo ello siempre con su mejor sonrisa de domingo. Luego se sentó sobre su desplegada toalla y en la comisura de los labios de la mujer mayor creí adivinar el esbozo de una tan leve como efímera sonrisa. Los vecinos de baño de la pareja no tardaron en iniciar una ligera conversación con la chica, interesándose por las dolencias de la anciana dama. Cuando se metió en el agua, dejó a su madre con la mirada perdida en el horizonte asomándose al abismo del despeñadero de unos ya imposibles sueños. Y tuve la ingrata conciencia de sentir cómo la vejez nos persigue, nos atrapa, nos humilla, en un viaje de imposible retorno.

Reflexioné sobre la perentoria necesidad que la sociedad -¿civilizada?- de hoy tiene de revisar el concepto de progreso, si podemos seguir utilizando a los ancianos cuando así lo requieren nuestros propios intereses y despreciarlos cuando no nos son útiles. Que es imprescindible recuperar la mirada limpia, encarar la vida mirándola de frente y despertar la conciencia –las conciencias- de tan espantosa banalidad y desafección. Que hay demasiada gente que hacen de la mentira su forma de vida para anestesiar su sensibilidad y poder soportar el hedor de sus comportamientos. No se ha sabido, o no se ha querido, resolver el problema de la vejez, y el asilo o la asistenta ha sido las únicas formas de acompañar a nuestros mayores hasta el adiós definitivo. Y una sociedad que no respeta, que no dignifica, a sus mayores está abocada al más irremediable de sus fracasos.

Cuando la vi recoger sus cosas y dirigirse – con paso lento y cadencioso, amantísimo-, con su madre cogida del brazo hacia la pasarela del aparcamiento, sentí un placentero estremecimiento y que esos instantes me reconciliaban con el género humano.

Cuando la vi recoger sus cosas y dirigirse – con paso lento y cadencioso, amantísimo-, con su madre cogida del brazo hacia la pasarela del aparcamiento, sentí un placentero estremecimiento y que esos instantes me reconciliaban con el género humano. Sentí que el mundo se había hecho más luminoso y la vida menos incierta mientras existan personas como ella. Definitivamente, ante mis ojos, se había convertido en una heroína, una heroína del siglo XXI, por su amor infinito hacia los demás, por ser capaz de cargar sobre su frágil espalda los problemas de su ser seguramente más querido -¡qué fácil es ser solidario con los que se encuentran a miles de kilómetros!- y por su blanca sonrisa de domingo.

Sé que jamás leerás este artículo ni sabrás que no pasaste desapercibida ante mi mirada pero creí de justicia que, al menos, mis magros lectores supieran de tu existencia. Lamenté mi incapacidad para escribirte una hermosa canción pero para mí, siempre, ya no sólo existirá la “Chica de Ipanema” sino también la “Chica de la Playa de Poniente”.

Redacción

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