Está claro que el hombre no cambia. Los malos medios seguidos en cualquier época de la historia se repiten y demuestran ampliamente que el fin que persiguen los dirigentes públicos es una grosera excusa para sacar provecho privado de lo público, al menos esa es mi percepción vital. La ambición podría ser considerada como algo innato a la naturaleza humana y, si aquilatamos muy delicadamente, podríamos considerarla como un impulso, incluso necesario, para el progreso social y moral del hombre. Sin embargo, la codicia es un defecto insoportable y peligroso, sobre todo, para los que se dedican al negocio de la política. Por consiguiente, a los políticos se les hace muy necesario, para alcanzar cotas de poder, mentir cuantas veces lo requieran las distintas situaciones, reinventando todo por entero (incluida la historia) o disfrazando y alterando la verdad. Pero, naturalmente, hoy en día, utilizar el término verdad es como nombrar la soga en casa del ahorcado, pues aquella ya no queda grabada, por la vía del conocimiento en la conciencia, a la que se le ha hecho depender de los cambios que convengan a los intereses individuales en cada momento.
Así las cosas, ¿qué importa la verdad? o lo que es aún peor: ¿a quién le puede importar la verdad? Lo importante es divulgar lo que sea a través de las redes sociales o por cualquier otro procedimiento (aun a sabiendas de que se miente) la difamación, la calumnia y el odio con el innoble objetivo de obtener provecho propio. La receta no puede ser más sencilla: mantenerse impertérrito ante lo que venga, una gran dosis de cinismo y el alegato fundamental del predomino de lo social frente a lo individual. Y es que Alfred Adler, me parece a mí, no andaba muy equivocado en sus teorías psicoanalíticas sobre el hombre, en las que mantenía que la principal pulsión que tiene el ser humano es la voluntad de poder. El poder es, por tanto, el motor que mueve la conducta del hombre. Pues de no ser así, ¿cómo podríamos explicarnos, por ejemplo, las teorías rousseaunianas en las que sostenía que el hombre es bueno por naturaleza, o sus ideas políticas que tanta influencia tuvieron en la Revolución Francesa, frente a lo que en la práctica fue su conducta, que no fue otra que la de mantener a sus ocho hijos en la inclusa?
“Lo lamentable del género humano es que las teorías siempre van por un lado, para aplicárselas a los demás, y las conductas o comportamientos propios, que son definitorios, van por otro camino” |
Comparado esto, con el chalet de Pablo Iglesias e Irene Montero, desde el punto de vista moral, me parece una vehemente escaramuza dialéctica. Y creo esto, solo por las contradicciones, porque el ideario que han venido proclamando desde que irrumpieron en la política el 11 M. y en donde pareciera que había llegado una luz de esperanza para los débiles, los marginados o los perdedores ante el sistema, se les ha caído al suelo. Tanto al líder cuanto a la «portavoza», al parecer, no les disgusta la vida aburguesada ni tampoco la gestión de su banco. Y a mí me parece muy bien que cada uno con lo que genere en este mundo mercantilizado adquiera lo que le permita su economía, siempre y cuando los procedimientos con los que se forjen los bienes sean lícitos y honrados. Por tanto, esta circunstancia no deja de ser una mera anécdota, nada comparable con los que habían creído y aplicado, casi dogmáticamente, la pedagogía de Rousseau. Lo lamentable del género humano es que las teorías siempre van por un lado, para aplicárselas a los demás, y las conductas o comportamientos propios, que son definitorios, van por otro camino.
Y es que el hombre, como decíamos al principio, no cambia. Los mesías de este delirante mundo solo se mantienen mediante mezquinas promesas dirigidas a los los desheredados de la tierra o hacia las debilidades humanas; son redentores guiados siempre por un irrefrenable deseo de reconocimientos y de posesión de bienes, y solamente en esto es en lo que piensan. Mientras tanto, los sumisos seguidores de unos o de otros, justifican todas las actitudes (fueren las que fueren) a estos rebeldes sin causa, que van más allá de lo reprobable, de la propia conciencia o de lo responsable. Así, llega uno al convencimiento de que es mas venerable y más de fiar una beata recién comulgada que un advenedizo como Quim Torras, por poner un ejemplo, al que me produce demasiada pereza dedicarle una sola sílaba más. Todo esto, conduce a este sentimiento ciudadano, que hoy llaman desafección política; sin embargo, a pesar de todo, me gustaría recordar en este momento a Antonio Machado en su Juan de Mairena cuando nos dice: «La política, señores, es una actividad importantísima… Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el desdeño de la política mala que hacen trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancia y colocar parientes. Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente, contra vosotros».
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