–“¡Arriba la cuchara, abajo el tenedor!”, recuerdo que decíamos en mi casa… Por eso mi vocación salió de ahí, para defender a los pobres. Sobre todo al ver a esos pobreticos discriminados por los señoritos y que se aprovechaban de ellos. Pero yo no soy comunista, yo quiero que cumplan con su obligación. Todo eso me dio mi vocación de Hija de la Caridad. Yo veía a los pobres comiendo en platos de loza, mientras los señoritos, que vivían al lado nuestro –en la calle del Castillo, la antigua calle del Cuartel de Orce–, comían en su buena vajilla. ¿Tú no te acuerdas de eso? Tu abuelo, el tío Paco, el fragüero, hacía ‘cogeores’ en la fragua para coger esparto y, otras veces, tenía que salir a por una carga de leña, con una papeleta que lo autorizaba.
En agosto de 2003 me paso a ver a mi tía, sor Carmen Casanova, en la residencia “La Milagrosa” que las Hermanas de la Caridad tienen en Sevilla. Suelo pasarme cuando voy con la familia, camino de Badajoz, mientras que la superiora siempre tiene el detalle de invitarnos a comer. Mi tía ha pasado, la mayor parte de su vida, cuidando enfermos en la Cruz Roja de la capital hispalense. Ahora está lo que se dice jubilada en esta residencia de monjas, donde unas están con la enfermedad del Alzheimer (o del olvido), y otras defendiéndose en un carrillo de ruedas. De vez en cuando se muere alguna, pues los años no perdonan, pero a mi tía sor Carmen parece que nunca le falta el ánimo. Cuatro meses antes se había caído andando por la calle, rompiéndose la cadera. “No quiero morirme sin verte”, me dijo por teléfono unos momentos antes de que se la llevaran para operarla. Andaba algo decaída, pues a su edad cualquiera se puede quedar en la mesa de operaciones. Días después fui a visitarla a Sevilla y aquella tarde la encontré más animada:
–Al empezar la Guerra Civil, a mi padre lo metieron en la cárcel de Orce y luego lo obligaron a trabajar en la carretera de Huéneja a Abla. Yo tuve que irme a Baza, a casa del tío Sebastián, que estaba casado con la tía María. Tenían nueve hijos y ellos se defendían con la tienda de ultramarinos ‘Liberia’ –estos nombres estuvieron de moda durante la Segunda República, por las ansias de libertad que había entonces–, en la plaza de San Juan, enfrente de la panadería del ‘Tío Lañas’. Luego, durante la guerra, estuve con tu madre en el colegio San Vicente de Paúl, hoy convertido en una residencia de ancianos. El tío Sebastián estuvo destinado en la catedral de Guadix, pues los rojos la convirtieron en un cuartel. Pero cuando terminó la guerra, ellos se marcharon a Tíjola… ¡Parece que fue ayer!, ¿sabes?
Luego pasó a contarme la historia del boticario de Orce: “Al final, lo fusilaron». En Granada, mi tía sor Carmen estuvo internada en el colegio del General Riquelme, en la calle Tablas. Actualmente, aquí se encuentran el Colegio Público de San José y la Delegación de Hacienda de la Junta de Andalucía, donde he comprobado que todavía existen aquella baranda dorada y la cúpula pintada con figuras humanas, de las que tanto me ha hablado mi tía. Más tarde, como postulante, pasó al colegio San Vicente de Paúl, que se encontraba al final del paseo de la Bomba, y aquí fue donde se hizo monja. Estuvo unos años destinada en Lugo, pero ella prefirió irse como misionera a Santiago de Cuba, allí, como digo yo, con los ‘mambises’ (los españoles llamaban así a los cubanos rebeldes, durante la guerra de Cuba, allá por el 1898). Pero, en 1959, llegó el camarada Fidel y todos los religiosos fueron expulsados, sin contemplaciones, de la bella isla del Caribe por el Gobierno revolucionario castrista.
En Cuba había estado trabajando en un hospital para españoles, y siempre recordaré aquella foto enmarcada, que mi madre tenía colgada en la pared del comedor, como presidiendo nuestras vidas: mi tía aparecía sonriente y joven, con aquella toca enorme y almidonada, rodeada de sus pobreticos negros y mulatos, en la cocina del hospital. Al morir mi madre en 1995, aquella foto en blanco y negro se perdió. Y con ella, debió de perderse toda una época. En las pocas veces que a mi tía le dieron algunos días de permiso, se venía a Castilléjar o a Orce, y recuerdo que aquellas visitas eran motivo de fiesta para la familia. Ella siempre tenía el detalle de traernos algún regalillo para cada uno de nosotros, y aquello nos hacía mucha ilusión. Mi tía, la monja, era lo más grande de la familia y de niños le teníamos verdadera devoción.
Sor Carmen era el vivo retrato de su madre, Adoración Castellar, con la boca algo prominente que le daba un aspecto serio (yo también lo he heredado de los Castellar). El caso es que, cuando regresó de Cuba, fue destinada a la Cruz Roja de Badajoz, allí con los extremeños: “Ellos venían con sus perrunillas…”, me decía. Hasta que se vino al Hospital de Aviación de Sevilla, que estaba en San Pablo y, unos años después, a la Cruz Roja en el barrio de la Macarena. Yo hice la mili en Sevilla y, más de una vez, me escapé del cuartel a la hora de la comida –durante el rancho, podía pasar perfectamente un elefante por el cuerpo de guardia, que nadie se enteraba–, me andaba mis tres kilómetros y llegaba a la Cruz Roja, con mis arreos y el gorro cuartelero. Mi tía, entonces, me ponía de comer y luego echábamos un rato hablando. En otra ocasión, tuvo que utilizar sus influencias de monja para sacarme del calabozo, porque yo no acababa de hacerme un hombre.
A primeros de septiembre de 2003, me paso de nuevo por la residencia. Encuentro a mi tía sor Carmen más animada, pero en cuestión de un mes han fallecido dos hermanas. “Tiene el miedo metido en el cuerpo”, anoto en mi libreta de apuntes. Las monjas casi siempre están metidas en el salón o en sus habitaciones, mientras que, unos metros más allá, el vistoso jardín se asemeja a un paraíso del Edén, lleno de tórtolas revoloteando entre las palmeras y de mirlos cantando a la sombra de los naranjos. Una estatua del Señor, con los brazos abiertos –de tamaño natural–, en un claro del jardín, parece dar la bienvenida al forastero como diciendo: “¡Venid y vamos todos!”. Como estamos en septiembre, mi tía no puede evitar acordarse de sus años de infancia: “En Baza, cuando venía ‘el Cascamorras’, salíamos a su encuentro y le tirábamos frutas y tomates ‘podríos’. Y en Orce, ‘el Porrillas’ era quien hacía de ‘Cascaborras’”. ¡Cuántas historias no me habrá contado de su tierra, en los ratos que hemos echado juntos!
El 15 de agosto de 2004 está bastante recuperada, pues ha dejado el andador y utiliza las muletas. A ella ánimos no le faltan, pero en un momento dado le digo que es algo corta a la hora de pedir: “Sí, me dicen que tengo orgullo hasta para pedir”. Mi madre era también orgullosa y por ahí andamos. Aprovecho y le enseño el libro ‘Orce, memoria del siglo XX’, de Antonio Guillén, que me regaló el alcalde José Ramón Martínez. Mi tía pareció resucitar, pues se le iban los ojos detrás de aquellas fotos en sepia. Allí estaban los personajes de su infancia y algunos retratos de mi madre Dora, de su padre y de su tío, ‘el cura de los Carreteros’ –su padre hacía carros–, el inolvidable párroco José María Martínez Ramón, que dejó escrito un librillo, ‘Jérez del Marquesado y su Patrona’ (la Tizná) y unas cuantas poesías. Hoy yace olvidado, como ocurre con todo, en una alta y perdida tumba del cementerio de San José, de Granada.
“Nadie puede imaginarse cómo se acuerda de sus paisanos y cómo conserva en su memoria esas imágenes del Orce de su niñez, del que salió en 1942 para no volver nunca más” |
Vi que aquellas fotos le devolvían la vida a mi tía y por eso le dejé el libro un tiempo. Nadie puede imaginarse cómo se acuerda de sus paisanos y cómo conserva en su memoria esas imágenes del Orce de su niñez, del que salió en 1942 para no volver nunca más. ¡Cuánto amor puede tener esta monja por aquellas tierras altas, y cuántas veces habremos aplazado el ansiado viaje a Orce, con la ilusión que tiene!: “Ya no puedo subir las escaleras y no quiero ser un estorbo para nadie. Por eso, este año no voy a ir de vacaciones a Granada…”, me dice, cariacontecida. Y cuando vamos a verla, siempre nos repite, “no dejéis de venir”. Por otro lado, ella sabe que está apurando los últimos días de su vida: “Tengo ya 84 años y ésta puede ser la última visita que me hagas”, dice con cierto pesimismo. Y es que, a esta edad, se añora la patria de la infancia mientras que la memoria retorna, como los salmones, a sus orígenes.
En marzo de 2004 iba con sus dos muletas, pues ya no tiene fuerzas para andar debido a la descalcificación de los huesos. La encontré envejecida y se notaba que había dado un bajón. El treinta de abril la llamé por teléfono: “Sabes que siempre me da mucha alegría que me llames… ¿Cómo quieres que esté? Pues voy tirando, llena de achaques…”.
En cuanto a mi madre, sólo decir que, quienes la conocieron, aseguran que era muy traviesa de niña. Todo lo contrario de mi tía. Hace dos años, Sebastián Castellar me contó que había en Orce un labriego que tenía la costumbre de llevar los mulos a la fuente de los Cuatro Caños: “Y aquí era donde tu madre y otras niñas, se mofaban de él. Le decían ‘¡Símon!, ¡Símon!’, de manera que le espantaban las bestias mientras bebían en el abrevadero. La cosa es que, al final, fue al Cuartel de la Guardia Civil a denunciar a tu madre”. Pasado un tiempo, un orcerino me confesó que, cuando alguien le preguntaba al tal ‘Símon’ sobre el asunto, decía medio enfadado: “¡Lo que más me jode, es el tonillo que emplean!”.
Por un momento, mi tía sor Carmen se queda pensativa como tratando de recuperar el pasado, más allá de las tapias de la residencia sevillana, y a continuación nos tararea, a mi mujer y a mí, esta coplilla que aprendió de memoria cuando ella tenía quince años. Entonces, Granada había sido tomada por las tropas nacionales de Franco y, al mismo tiempo, estaba rodeada por las columnas de la República:
La columna de Maroto
está puesta en el Tocón.
Quieren entrar en Granada
con fusil y mosquetón…
¡Ya viene el Jaime I,
con arroz y bacalao,
que vamos a hacer una paella
para todos los refugiaos!
Se me olvidaba decir que la fotografía, donde mi tía aparece joven y sonriente, con su ancha toca, en la cocina del hospital español de Santiago de Cuba, la rescató mi hermana entre los trastos de un armario. Cumpliéndose así la profecía de que no toda aquella época se había perdido.
Posdata: Este artículo viene recogido en mi libro «Artículos del Altiplano y de Granada» (2014). El día 15 de enero de 2009, me llamaron por teléfono para comunicarme que sor Carmen había fallecido a las 6:30 horas, a causa de un infarto. La última foto se la hice el 5 de enero, agarrada a su inseparable andador y con su cajilla de regalos.
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