Tiempo atrás, muchos años han pasado, uno de mis profesores del colegio “al otro lado del río” –aquel que nos acercaba a Antonio Machado con las canciones de Joan Manuel Serrat–, me dejo muy claro que sobre la “preocupación” mandaba siempre la “ocupación”. Es decir, que los resultados de aquellas concretas notas escolares no dependían tanto de mis lágrimas de rabia contenida por no haber alcanzado un resultado optimo, como de las horas dedicadas al estudio de las distintas materias y el esfuerzo invertido en ello.
Si mis lloros de entonces –os lo aseguro– no eran propios de los cocodrilos pues estaban basados en la verdad, hoy tengo la impresión que a varios de nuestros munícipes les vendría bien un recordatorio de las enseñanzas que yo, y algunos otros, recibimos para usar valientemente el pañuelo de la realidad. Especialmente a los que ya no tocan poder o a los que pactan desesperadamente para alcanzarlo.
Y es que no puedo apartar de mi cabeza la sensación de una necesidad perentoria, apremiante e improrrogable, al menos en el ámbito municipal (mantengo que en todos): el trabajo y las ocupaciones tienen que ser diarias y corresponder de modo unívoco a la exactitud; sin dejarse llevar por los consejos interesados de aquellos adláteres que anteponen su supervivencia al bien común.
Lo contrario ya lo hemos padecido en Granada en más de dos y tres mandatos; y no creo que sea necesario refrescaros la memoria al respecto, pues los resultados aciagos de tales “brujerías” –se me ocurren muchas otras maneras de definirlas– están muy presentes en nuestro día a día.
La ciudad necesita más que nunca respirar oxígeno puro, establecerse definitivamente en la convivencia y, por tanto, en el respeto a lo que tiene el carácter de inviolable, sabiendo –con certeza absoluta– que el fin (los fines) propuesto no se alcanza sino con la labor constante y la entrega sin barreras ni cordones que impidan el paso firme de la libertad.
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de
Ramón Burgos
Periodista