En la mitología griega, Europa era una joven princesa, hija de los reyes de la ciudad mediterránea de Tiro –hoy en el sur del Líbano– de la que Zeus, el dios máximo del Olimpo, se enamoró perdidamente.
Un día que la bella joven se encontraba paseando a orillas del mar, en compañía de otras muchachas, el padre de los dioses decidió acercarse a ella sin levantar sospechas y haciendo uso de sus poderes se transformó en un toro blanco. Europa vio al toro y quedó fascinada. Se acercó junto a él y comenzó a acariciarle. Zeus dejó que le tocara para que cogiera confianza. Una vez que la chica se convenció de que el toro era manso y de que no corría ningún peligro, se subió a su lomo. En ese instante, inesperadamente para la princesa, se adentró en el mar, llevándola a su grupa hasta la isla de Creta.
Con esta leyenda se simboliza el origen de Europa –considerándose Creta como parte de esa otra orilla del Mediterráneo–. Pasando del mito a la realidad, no será hasta el siglo XVIII cuando el continente europeo quede delimitado en su separación terrestre de Asia. Según el historiador inglés Eric Hobsbawm, será el geógrafo ruso, V.N. Taichtchev, el que fijará la línea divisoria del continente euroasiático que todos conocemos: desde los Urales al mar Caspio y al Cáucaso. Con el objetivo de “erradicar el estereotipo de una Rusia asiática y por lo tanto atrasada. Hacía falta subrayar la pertenencia de Rusia a Europa”. Y dejando claro, por tanto, que “los continentes son tanto ¿o más? construcciones históricas que entidades geográficas”. Como es nuestro caso.
Dentro de dicho espacio europeo se irá configurando un continente, heterogéneo y fragmentado en distintos territorios nacionales, de una importancia central para el pasado de la humanidad. Europa llegará a dominar el orden mundial durante más de quinientos años; desde el siglo XV hasta el siglo XX. Pues, los enfrentamientos internos que desembocarán en las dos guerras mundiales acabarán destruyendo su supremacía. Dinámica de separación, rivalidad y violencia que, cinco años después de acabada la Segunda Guerra Mundial, quedará definitivamente rota.
“La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan”. De este modo comenzaba la propuesta lanzada, el 9 de mayo de 1950, por el ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, de unión de los países europeos “para el mantenimiento de relaciones pacíficas”. En dicha declaración –que será conocida como Declaración Schuman– se encomendaba a Francia y Alemania a dejar atrás su rivalidad histórica y su oposición secular, asumiendo el reto de liderar la construcción de una Europa en paz. Declaración que, apenas un año después, el 18 de abril de 1951, quedará plasmada en el Tratado de París, por el que ambos países acordarían poner en común su producción de carbón y de acero. Creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) a la que se adherirán otros cuatro países más: Bélgica, Italia, Luxemburgo y Países Bajos. Incipiente proceso de unión europea al que le seguirá, seis años más tarde, con el Tratado de Roma de 1957, la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) que establecerá un mercado común con libre circulación de mercancías, servicios, personas y capitales. Espacio común que, tras el Tratado de Maastricht de 1993, pasará a denominarse Unión Europea (UE).
Mientras tanto, en casi todo este periodo, España continuará su particular deriva a contracorriente de las democracias europeas y los Pirineos seguirán constituyendo algo más que una barrera geográfica. Europa seguirá siendo una aspiración utópica hasta su definitiva integración, el día 1 de enero de 1986. Entrada a formar parte de las instituciones europeas que supondrá un importante hito de modernidad, desarrollo y estabilidad para nuestro país.
Un largo proceso de construcción europea en el que, a lo largo de los años, ha prevalecido una visión claramente conservadora en lo económico y en la que se han impuesto casi siempre los aspectos de convergencia monetaria (globalización neoliberal) sobre la cohesión social y territorial. Una UE en la que, a pesar de los significativos avances, no se ha terminado de desligar la persistencia de la identificación nacional (centrada en los Estados) y, por tanto, mostrando con demasiada frecuencia sus carencias y debilidades, tanto en política exterior –con una política de defensa realmente poco independiente– como en los aspectos internos. Pero que, en un cómputo global de los 34 años pasados desde nuestra adhesión, arrojará siempre un resultado positivo.
Entre otros aspectos, deberemos citar: la llegada de fondos y ayudas de compensación de desigualdades, la difusión de unos valores culturales largamente anhelados, la posibilidad de ir libremente (a vivir o viajar) de un país a otro (cruzando fronteras sin necesidad de presentar pasaporte alguno y pagando con una misma moneda), el estímulo de diversos programas educativos y de integración territorial (generaciones de jóvenes europeos estudiando, trabajando y sintiéndose parte activa de Europa y de su pluralidad lingüística, como el Programa Erasmus), etc. Así, en este 9 de mayo, Día de Europa –que se viene conmemorando desde el año 1985–, conviene recordar que es, ante todo, una fecha de apuesta inequívoca por la paz y la unidad del viejo continente. Fiesta que este año, en el que se cumple su 70º aniversario y aunque ciertamente no es demasiado conocida y no ha terminado de “llegar” a la conciencia de los españoles, se hace cada vez más imprescindible su difusión y conocimiento. Este año, por sus especiales connotaciones, sería un buen momento.
Un sentir europeista que, en estos momentos críticos, en los que la UE reducida a los 27 países –tras la reciente salida del Reino Unido– debe afrontar nuevos y múltiples retos, así como los problemas económicos, sociales y de intereses o divergencias entre los Estados miembros. Pero que, ante la vuelta y el acecho de los nacionalismos excluyentes y la xenofobia (con formaciones de extrema derecha claramente antieuropeistas), se requiere resaltar y acentuar mucho más los aspectos comunes de identidad europea, de espacio de libertad y servicios públicos, de participación democrática y ciudadana, de ruptura de las desigualdades económicas y sociales. Se requieren, en suma, soluciones imaginativas y de conocimiento que eviten la progresiva desafección popular de nuestra pertenencia a Europa. Acentuar los valores del 9 de Mayo podría ser una de ellas.
Entre los signos de identidad que aún se mantienen vivos en mi pueblo, Cogollos (de Guadix), posiblemente de antiguas reminiscencias mozárabes, es decir, de tradiciones cristianas de los hispano-visigodos que continuaron viviendo en tierras de al-Ándalus, está la advocación a San Gregorio, como santo protector de los animales. Fiesta de gran raigambre popular en la que los vecinos –principalmente las mujeres más jóvenes– elaboran en el horno del pueblo unos muy apreciados y sabrosos roscos. Los mismos que, tras su definitiva cocción, al día siguiente serán bendecidos por el santo. A continuación se iniciará una procesión-romería hasta la ermita de San Gregorio, situada a escasa distancia de las afueras del pueblo –en las inmediaciones de un primitivo poblado conocido como Huebro–. A su regreso se repartirá el pan; dos roscos a cada uno de los asistentes. Lamentablemente, ya son muy pocos los mayores que conservan el recuerdo y la añoranza de los años de su infancia en la que el pan iba acompañado de un trozo de queso. Queso de cabra y oveja que habría sido generosamente ofrecido por los ganaderos locales.
Las dos fiestas, el Día de Europa y el Día de San Gregorio, coinciden en una misma efeméride, el 9 de mayo. Dos fiestas menores –ninguna de las dos ha alcanzado el privilegio de ser festivo en sus respectivos ámbitos– pero que, ambas, mantienen un hondo sentir popular de unión y progreso. Una jornada necesaria de celebración identitaria y de pertenencia social. Todo un símbolo, si se me permite, de un futuro común de más democracia, más participación y más solidaridad para todos los pueblos de Europa.
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘
Comentarios
Una respuesta a «Jesús Fernández Osorio: «El 9 de Mayo, una fiesta para Europa»»
[…] vi el otro día la pintura con la que Jesús Fernández Osorio ilustraba su artículo “El 9 de Mayo, una fiesta para Europa”, del gran artista flamenco Peter Paul Rubens, pensé comentar en Facebook que esa obra fue […]