Fotograma de la pelicula 'Lou Andreas-Salomé, The Audacity to be Free' (2016)

Los filósofos, las mujeres y el amor: Friedrich Nietzsche (2ª parte) (4/8)

IV. GENEALOGÍA DE LA DEBILIDAD Y SUMISIÓN FEMENINA

Ahora bien, si profundizamos en la genealogía de la debilidad y de la sumisión femenina (1), veremos que la condición de debilidad de la mujer, su aparente mansedumbre o tendencia a servirnos no son características propias de la naturaleza o de la esencia femenina en sí, como tales, sino que se han de atribuir a condiciones históricas que se han impuesto gradualmente; son fruto, por tanto, de condicionamientos culturales, sociales y educativos. No se crea, pues, que ese abandono o abnegación es algo “natural” en la mujer. Es algo artificial, una invención de su astucia, un mecanismo de defensa para aumentar su poder sobre el hombre.

En realidad, Nietzsche no identifica la esencia o naturaleza femenina stricto sensu con la debilidad, sino que atribuye a ésta algunas de las características que muchas mujeres han asumido en el curso del tiempo. Por otra parte, hay que reconocer que él mismo enfatiza frecuentemente la debilidad como una de las características femeninas que le gusta encontrar en las mujeres, condensándolas en un estereotipo poco representativo de las mujeres reales, de carne y hueso. Pese a ello, su posición es suficientemente diáfana: según Nietzsche hay que conocer un poco de historia de la mujer. Por ejemplo, que la mujer tenga que ser el sexo “débil” por naturaleza, es algo no se puede mantener ni histórica ni etnológicamente. Siguiendo Bachofen, Nietzsche afirmaba que se encuentran, o se encontraban, casi por todas partes, formas de civilización en las que el poder era de la mujer y que como sostenía el antropólogo suizo estaba convencido de la existencia de un estado matrilineal como forma antigua de parentesco (2).

El hecho de que la mujer terminase por someterse al varón y que todos los instintos de los que se han sometido hayan nacido en la mujer y hayan creado el tipo de mujer “débil”, es un episodio, o si se quiere así, una especie de decisión propiamente “femenina” en el destino de la humanidad. De esta manera las mujeres se volvieron, por instinto de supervivencia, “función ajena” —función de algo— esto es: abnegación y sacrificio, al servicio de sus maridos o hijos. Ser función del hombre, comenta Amelia Valcárcel, es el rol que las mujeres han encontrado para sobrevivir a la pura fuerza, ya que, en el terreno del enfrentamiento, en la lucha cuerpo a cuerpo, no habrían tenido la menor oportunidad, en vista de lo cual, buscando salvar lo más que pudieran, fingen una debilidad aún mayor que la que padecen para que la fortaleza se detenga, desarmada, ante su estado inerme (3):

“En la forma como emiten hoy sus opiniones los hombres en sociedad, es frecuente reconocer una resonancia de aquellos tiempos en que se entendían mejor con las armas que con ninguna otra cosa; unas veces manejan sus opiniones como el tirador que apunta con su arco, otras creemos oír o crujir y restallar de espadas, y algunos dejan caer sus afirmaciones como el silbido estrepitoso de una sólida maza. -Las mujeres, en cambio, hablan como seres que se han pasado miles de años sentadas ante el telar, manejando la aguja o jugando con los niños” (HDH, § 342, p. 214).

Celia Amoros

De esta manera, “al haber estado durante milenios inclinadas ante todos los amos, con las manos cruzadas en el pecho, se han acostumbrado a plegarse a la opinión del otro y desaprueban toda sublevación contra el poder establecido” (HDH, § 435, 241-242). Si la mujer ha terminado, en efecto, por ser el sexo débil se debe al hecho de que, como hemos constatado, en el curso de la historia, se ha creado una situación objetiva a la que ahora la mujer se encuentra obligada, a pesar suyo. La mujer se ha convertido en lo que hoy es porque se ha conformado con el ideal que el hombre se ha hecho de ella; ha acabado convirtiéndose por amor, en lo que el hombre quería, por ejemplo, en mansa, algo que no es en absoluto: “el hombre es quien ha creado la imagen de la mujer, y la mujer se ha hecho con arreglo a esa imagen” (GC, § 68, 71). Las mujeres como conjunto son obligadas, pues, a comportarse extrínsecamente, a usar las armas de la debilidad, como nos recuerda Celia Amorós (4).

Exagerando su debilidad la mujer se defiende de la fuerza y del derecho del más fuerte: “Todas las mujeres son habilísimas cuando quieren exagerar su debilidad, y hasta se las ingenian admirablemente para inventar debilidades que les den el aspecto de frágiles adornos a quienes un grano de polvo daña. Así se defienden de la fuerza y del derecho del más fuerte” (GC, § 66, 70-71). Bachofen puso de relieve, precisamente, la relación estrecha entre mujer y religión, con el telón de fondo de la debilidad. Para argumentar su hipótesis recurrió a la religión, pues a través de ella, de la religión, las mujeres se liberaron de la tiranía sexual de los hombres. El “sexo débil” gracias a su religiosidad fue capaz de someter al más fuerte. Tanto para Bachofen como para Nietzsche la debilidad de la mujer encontró su acomodo natural en la religión. La debilidad es la característica común a las mujeres y la religión, de su unión ambas salen fortalecidas”. Y son precisamente estos valores de la debilidad, mansedumbre, tendencia a servir, que no son características propias de la naturaleza femenina en sí, como observa acertadamente Alicia Miyares, los que han conformado a la mujer como un ser resentido (5). Y también han servido para desarrollar su astucia (6). La mujer es vengativa por naturaleza (7); anida en ella un resentimiento cuya única finalidad, ya que no se compromete con la verdad, es destruir todo lo que está sano, esto es, anular a los individuos libres; pero también las mujeres, sobre todo aquellas que quieren independencia, muestran un odio nocivo contra la propia mujer:

“Desde el comienzo nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la mujer que la verdad, -su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la apariencia y la belleza. Confesémoslo nosotros los varones: nosotros honramos y amamos en la mujer cabalmente ese arte y ese instinto […]. – Finalmente yo planteo esta pregunta: ¿alguna vez una mujer ha concedido profundidad a una cabeza de mujer, justicia a un corazón de mujer? ¿Y no es verdad que, a grandes rasgos, la mujer ha sido hasta ahora lo más desestimado por la mujer –y no, en modo alguno por nosotros?” (MBM, § 232, 182-183).

El excesivo énfasis que Nietzsche pone en el dominio y la superioridad del fuerte, del varón, revela, en realidad, miedo y profunda inseguridad. Y es que Nietzsche divorcia la sexualidad de la emoción, como si la relación con una mujer fuera lo mismo que una francachela o una comilona con muchachos. Y el motivo de ello estriba en un miedo a la emoción: “Bajo la pose del guerrero fanfarrón puede verse su falta de seguridad acerca de la verdadera naturaleza de la masculinidad, que termina en una agresividad falsamente exagerada. Es el resultado final del desempeño de la función sexual; el hombre para ser hombre tiene que intentarlo desmedidamente, y su dominio encubre, como vimos, una vulnerabilidad que no se atreve a descubrir” (8).

De este modo, podemos ver hasta qué punto, en Nietzsche, tanto el dominio histérico como el énfasis en la fuerte masculinidad están basados en el miedo. El hombre, para Nietzsche, no sólo tiene miedo a las mujeres, sino a todos los aspectos de la humanidad que asocia con la mujer y que finge menospreciar: dulzura, amor, simpatía, sufrimiento. Teme esas cualidades y procura marginarlas de sí mismo, mantenerlas a gran distancia, porque minan su sólida pose. Pues se trata sólo de una pose. Su actitud respecto a la mujer, concluye Eva Figes, “es la del domador que entra en la jaula de uno de sus gatos grandes”. Imagen que queda literalmente confirmada en Más allá del bien y del mal, donde dice: “el varón quiere pacífica a la mujer, -pero cabalmente la mujer es por esencia, no pacífica, lo mismo que el gato, aunque se haya ejercitado muy bien en ofrecer una apariencia de paz” (MBM, IV, § 131, 03). Pero al mismo tiempo que temor o miedo la mujer inspira también compasión dada su apariencia de debilidad y vulnerabilidad que encubren su verdadera naturaleza salvaje y peligrosa:

“Lo que en la mujer infunde respeto y, con bastante frecuencia, temor es su naturaleza, la cual es “más natural” que la del hombre, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineducabilidad y su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus apetitos y virtudes… Lo que, pese a todo el miedo, hace tener compasión de ese peligroso y bello gato que es la “mujer” es el hecho de que aparezca más doliente, más vulnerable, más necesitada de amor y más condenada al desengaño que ningún otro animal. Miedo y compasión: con estos sentimientos se ha enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia, la cual desgarra en la medida en que embelesa” (MBM, § 239, 189).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Entre las mujeres que conoció Nietzsche, que no entran es este estereotipo de sumisión y debilidad, hay que recordar a Helene von Druskowitz -a la que internaron en un manicomio por megalomanía y “misantropía”, es decir, por odio hacia el sexo masculino- a Lou Andreas-Salomé y a Malwida von Meysenbug.

2) Johann J. Bachofen, El Matriarcado, Madrid, Akal, 1987, p. 375. Johan Jacob Bachofen (1815-1887) etnógrafo y jurisconsulto suizo, fue profesor en la Universidad de Basilea. Su obra Das Mutterrecht. Eine Untersuchung ubre die Gynaikokratie der alten Weltnach ihrer religiosen und rechtlichten Natur, fue publicada en Basilea en 1861. Como etnógrafo, seguidor del evolucionismo cultural y social, sostuvo que antes de la fase del patriarcado, y tras una etapa inicial de promiscuidad, existió una Ginecocracia, un orden de descendencia basado en la línea materna. Alicia Miyares ha subrayado cómo religión y moral serán entendidas por Nietzsche y también por Bachofen, como “máscaras de lo femenino” a través de las cuales la debilidad de la mujer podía someter a los fuertes, a los hombres, sus opresores:

3) Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, op. cit., p. 46.

4) Celia Amorós comenta al respecto que las mujeres “somos sospechosas de vampirizar a los fuertes y debilitar las energías ascendentes de la vida” y recuerda que la “femme fatale” es la mujer vampiro por excelencia, cuyas expresiones iconográficas han sido magistralmente estudiadas por Erika Bornay (Las hijas de Lilith, op. cit.). Según nuestra filósofa por esta debilidad, la mujer se constituye en parásito de los fuertes y urde toda clase de tramas para la vampirización de sus energías creadoras; lo que Schopenhauer llamaba “astucia” es, en opinión de Nietzsche, una necesidad. Cf. Celia Amorós, Tiempo de feminismo, op. cit., p.251.

5) Alicia Miyares, “Hacia una ‘nueva espiritualidad’: misticismo contra feminismo”, en Amelia Valcárcel, Rosalía Romero (eds.) Pensadoras del siglo XX, Instituto Andaluz de la Mujer, Sevilla 2001, pp. 174-176)

6) Así lo confirma Nietzsche “Una prueba de la astucia femenina es que casi en todas partes han logrado que las mantuvieran, como zánganos, en las colmenas. Considérese lo que esto significa, de hecho, originariamente, y por qué no son los hombres los que han hecho que les mantengan las mujeres. Seguramente porque la vanidad y la ambición masculinas son mayores que la astucia femenina, pues las mujeres, con su sumisión, han sabido asegurarse la ventaja preponderante y hasta el dominio. Tal vez hasta el cuidado de los niños pudo servir originariamente de pretexto a la astucia femenina para sustraerse lo más posible al trabajo. Incluso hoy, si se dedican en serio a algo, por ejemplo, a las tareas del hogar, hacen una ostentación tan maravillosa de ello, que los hombres suelen estimar el mérito de esta actividad diez veces más de lo que vale” (HDH, § 412, 232-233).

7) Sobre el carácter vengativo de la mujer, véanse también como muestra textos como estos: “Por naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos. Poder ser enemigo, ser enemigo – esto presupone tal vez una naturaleza fuerte. Esta necesita resistencias y, por tanto, busca la resistencia: el pathos agresivo forma parte de la fuerza con igual necesidad con que el sentimiento de venganza y de rencor forma parte de la debilidad. La mujer, por ejemplo, es vengativa: esto viene condicionado por su debilidad, lo mismo que viene condicionado por ella su excitable sensibilidad para la indigencia ajena” (Ecce Homo § 7, 31; en adelante EH). Nietzsche está convencido de ello: “¿Nos tendría sujetos una mujer (o como se dice, estaríamos presos en sus redes) si no la creyésemos capaz (llegado el caso) de echar la mano al puñal (a toda clase de puñales) contra nosotros? O bien contra sí misma, que en determinadas circunstancias sería el medio más cruel de vengarse (la venganza china).” (GC, § 69,.71.) “En la venganza y en el amor la mujer es más bárbara que el varón” (MBM, IV, § 139, 104); o este otro: “Cuando están llenas de odio, las mujeres son más peligrosas que los hombres: primero, porque una vez excitada su hostilidad no las retiene ninguna apelación a la equidad, y, si, no encuentran ningún obstáculo, dejan que su odio llegue hasta sus últimas consecuencias; segundo, porque saben descubrir los punto débiles (todo hombre y todo partido tiene los suyos) y hundir allí el acero, para lo que el afilado puñal de su inteligencia les presta excelentes servicios (mientras que la visión de las heridas retiene a los hombres, inspirándoles a menudo a actitudes generosas y conciliadoras (Humano demasiado humano, VI, §º 414, 233; en adelante HDH).

8) Eva Figes, Actitudes patriarcales: las mujeres en la sociedad, op. cit., p. 136.

Tomás Moreno Fernández

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