Los filósofos, las mujeres y el amor: Friedrich Nietzsche (2ª parte) (6/8)

VI. LA ESENCIA DE LA MUJER. EL ERROR DEL “ETERNO FEMENINO”

Cuando Nietzsche se adentra en el conocimiento de la mujer, a la búsqueda de su esencia, constata que es un problema, un misterio, un enigma indescifrable. Nietzsche, “el primer psicólogo de lo eterno femenino”, como él se autocalifica (EH., 5, 63), se pregunta: ¿tiene la mujer una esencia metafísica aprehensible para el hombre?, ¿existe algo parecido a la mujer-en sí, a la mujer-verdad?, ¿el llamado eterno femenino, el arquetipo de “mujer-eterna”, tiene alguna realidad ontológica? Y, si existe y la tiene, ¿cómo encontrarla?

Nietzsche se va a mostrar escéptico, pues, en realidad, está convencido de que tal esencia inmortal es, en realidad, una simple creación ideal, una invención de poetas y filósofos dogmáticos. Por eso mismo sentencia sin ambages: “Suponiendo que la verdad misma sea una mujer–, ¿cómo?, ¿no está justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres?, ¿de que la estremecedora seriedad, la torpe insistencia con que hasta ahora han solido acercarse a la verdad eran medios inhábiles e ineptos para conquistar los favores precisamente de una mujer?” (MBM, “Prólogo”, 17) (1).

Como ha observado agudamente Diana Carrizosa (2), en la sucinta historia de la filosofía que se incluye en El Crepúsculo de los ídolos, titulada Historia de un error (CI, § 1 y 2, 57) —una de las fabulaciones de Nietzsche más célebres y comentadas, desde Heidegger hasta Derrida— el filósofo de Röcken relaciona la idea de mujer con las nociones de verdad y apariencia. Con la “idea” de la “mujer”, viene a decir, ha ocurrido lo mismo que con la “idea” de “verdad” en la tradición de la metafísica occidental: en un momento concreto de la historia de la filosofía, tras el primer momento idealista (yo, Platón, soy la verdad), la verdad deviene más sutil, capciosa, se convierte en una mujer, se hace cristiana, según nuestro filósofo. Esto es, se transforma en una instancia metafísica como objeto de deseo, en algo lejano, bello, atractivo; algo a ser conquistado, que no habita el mundo del filósofo y que éste se esfuerza en alcanzar (momento primero) o en una instancia castradora de los instintos ascendentes y vitales al asumir los mismos valores cristianos tan denostados por el filósofo, a saber: voluntad descendente, pasividad reactiva, valoración positiva del sufrimiento ajeno y propio, resentimiento, venganza (momento segundo).

Retrato del ‘encuentro’ entre Sancho y Dulcinea, pintado por Eugène Lepoittevin. Wikimedia Commons

La “mujer-verdad” en tanto lejana, anhelada e inaprensible se corresponde con la verdad metafísica. Esa imagen de mujer, equiparada a la verdad —a la que el filósofo confiere la dignidad de hacerse término clave para la comprensión de la historia de la filosofía— no es más que una proyección del ideal del hombre: “El varón ha creado a la mujer — ¿pero de qué? De una costilla de su Dios, de su “ideal(Ibid, §13,35). Amante el hombre de “su” ideal de mujer, prefiere entonces seguir soñándola, proyectándola, imaginándola, como un diestro disimulador de la naturaleza: como artista, como fingidor, como mentiroso. La mujer se ha convertido así en lo que hoy es, porque se ha conformado con el ideal que el hombre se ha hecho de ella. Ha acabado convirtiéndose, por amor, en lo que el hombre quería. Ese ideal, puede haberse llamado Virgen María para los cristianos, Beatriz para Dante, Laura para Petrarca, Dulcinea para Don Quijote, eterno femenino para Goethe o cualquiera de los infinitos nombres que alaban los poemas del amor-cortés.

Sin embargo, siempre apuntan al mismo prototipo ideal de mujer: la mujer-verdad, la mujer en-sí. Algo que el hombre ha querido alcanzar por su perfección y que es, a la vez, lejano y arrobador: “Los hombres –dijo– son los que pervierten a las mujeres, y todo aquello en que falten las mujeres deben pagarlo los hombres y ser corregidos en ellos, pues el hombre es quien ha creado la imagen de la mujer, y la mujer se ha hecho con arreglo a esa imagen” (GC, II, § 68, p. 71). Y es, precisamente, por carecer realmente de esa supuesta esencia metafísica e ideal, por ser básicamente apariencia, por lo que la mujer debe ser contemplada, como el buque de vela, en la distancia o desde la lejanía. En medio del tumultuoso mar, inerme, cualquier hombre desea el navegar reposado del velero que contempla en la lejanía, tal y como él, desde la distancia, lo imagina. Al espectador lejano, el velero le parece estar en otro mundo, ajeno al incesante movimiento, más allá de toda la agitación de la existencia, inmerso en la felicidad apetecida quieta y lejana. Igualmente ocurre con las mujeres.

Sólo en la lejanía y en la distancia conservan su encanto y fascinación, o lo que es lo mismo, su misterio. En la cercanía éste se disuelve y desaparece. El hombre que es consciente de que “el hechizo y el efecto más poderoso es a distancia” (3), sabe que precisamente el imperativo básico reza: ¡Hay que mantener la distancia!:

“Cuando un hombre se ve entregado a su propia agitación, expuesto a la resaca en que se mezclan ráfagas y proyectos, le sucede, a veces, que ve pasar cerca de sí, seres cuya dicha y cuyo alejamiento le encantan: son las mujeres. Y él se figura que, más allá, con ellas se va lo mejor de su yo, que en esos retiros silenciosos el rumor de las más formidables olas se trocaría en silencio de muerte y la vida en ensueño de vida. ¡Pero, sin embargo, sin embargo! Noble soñador, también en los más hermosos buques de vela hay muchos ruidos y muchas disputas. ¡Cómo ha de ser! Y a veces, ¡hay cuestioncillas tan miserables! El hechizo y la influencia más poderosa de la mujer son, diciéndolo en lenguaje filosófico, su acción a distancia, mas, para eso lo primero que se necesita es distancia” (GC, II, § 60, 69-70).

En virtud de ésta, le es dado asemejarse al médico que, al hipnotizar a una mujer, termina hipnotizado por ella (GC, V, § 361, 197). Pero, ¿qué pasa a bordo del buque de vela?, ¿qué pasa si, llevado por la seducción de su propia proyección, el hombre quebranta el pudor de la mujer?, ¿qué pasa “si la aborda”? En la cercanía de la mujer, dentro del regazo de la seguridad, su ideal (el ideal de mujer forjado por el hombre, la mujer soñada por el hombre) se deshace irremediablemente, ella pierde todo interés en el momento en que se acerca, es decir, cuando se hace semejante al hombre. La cercanía y cotidianidad permiten sólo grados pequeños de idealización. De esto puede rendir testimonio cualquier amante que, tras convivir con la que fuera la mujer de sus sueños, se lamenta de que ella ya no es la misma.

Amelia Valcácel

Precisamente como antídoto contra este desengaño, el hombre enamorado se siente instado al odio a la naturaleza, pues ésta le enseña, bajo su mujer-ideal, las repugnantes funciones naturales a que está sujeta toda mujer (4). Si quebranta el imperativo de la distancia inspeccionándola y escudriñándola sin pudor, pagará por su indiscreción el precio de ver sustituida su imagen ideal por las más vulgares verdades. Como apunta Amelia Valcárcel, las mujeres por su cercanía con todas aquellas cosas que la naturaleza verdaderamente es y que la cultura trata de ocultar (lo pudendum), suelen ser escépticas:

“Y más cuanto más avanza su edad. La creatura del varón comienza a deshacerse, va perdiendo razón de ser. Entonces es cuando dejan de tener espejismos sobre sí mismas y otros. Y llegan a ser más escépticas que todos los hombres juntos. Saben que no hay nada esencial y que todo lo que se hace y se dice no es más que un velo, puede que necesario, que intenta ocultar la completa superficialidad en que todo existe. No creen en nada, puede que ni siquiera en el látigo que aconsejan para las demás” (5).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) MBM, op. cit, p. 176.

2) Diana Carrizosa, “Nietzsche: aspectos de la relación mujer-verdad”, op. cit., pp. 24-26.

3) Ortega y Gasset sigue a Nietzsche en este punto al destacar que “eso que llamamos amor de un hombre a una mujer ha comenzado siempre, no, como pudiera creerse, por el entusiasmo hacia la mujer próxima de la misma tribu o clase social, sino, al revés, por imaginar a mujer distante en el espacio y en el rango. Una y otra vez la mujer ha inaugurado su carácter y condición de amad bajo el aspecto de princesse lontaine” (Una interpretación de la historia universal, Revista de Occidente, Madrid, 1966, pp. 22 y ss.).

4) “Para los enamorados, el organismo que hay debajo de la piel es una abominación, una monstruosidad, una blasfemia contra Dios y el amor. Pues bien; este sentir de los enamorados, respecto de la Naturaleza y de las funciones naturales, era el que experimentaban antaño los adoradores de Dios y de su omnipotencia” (GC, § 59, 68).

5) Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, op. cit., p.48.

Tomás Moreno Fernández

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