Los filósofos, las mujeres y el amor: Friedrich Nietzsche (2ª parte) (5/8)

V. LA MUJER COMO APARIENCIA Y SUPERFICIALIDAD

«Como la apariencia, la mujer se caracteriza por ser cambiante, por la transformación y el devenir constantes, por la inestabilidad y la mutación. Es por ello por lo que no puede ser catalogada ni detenida en la inmediatez. El hombre, en cambio, se configura como estabilidad y como certeza. Al conocimiento “científico” propio del hombre, hecho de un sistema de conocimientos seguros y de un mundo de estructuras sociales estabilizadas, se contrapone el de la mujer que, como el artista, representa las potencialidades de un saber instintivo, abierto al proceso del ser. Las mujeres son siempre, por ello, menos “civilizadas que los hombres”. Su conocimiento es intuitivo, instintivo, basado en “esas decisiones repentinas a favor o en contra que suelen tomar las mujeres, esos estallidos fulminantes de simpatía y de aversión que iluminan de pronto sus relaciones personales, en suma, las manifestaciones de la injusticia femenina, han sido rodeadas de una aureola de gloria por los hombres enamorados” (HDH, § 417, p. 234).

Es, sin embargo, a través de la mujer como el hombre aprende a gustar del árbol del conocimiento:

Primer fallo de Dios: el hombre no encontró entretenidos a los animales -los dominaba, no quería siquiera ser un “animal”.- Por consiguiente, Dios creó la mujer. Y de hecho, ahora el aburrimiento se terminó – ¡pero también se terminaron otras cosas! La mujer fue el segundo fallo de Dios. –“La mujer es, por su esencia, serpiente, Eva”- esto lo sabe todo sacerdote; “de la mujer viene todo infortunio al mundo»– esto lo sabe asimismo todo sacerdote. “Por consiguiente, también la ciencia viene de ella” … «Sólo a través de la mujer llegó el hombre a gustar del árbol del conocimiento (AC, § 48, 83-84) (1).

Portadas de ‘El anticristo’

Pero la verdad de la ciencia o del conocimiento positivo poco o nada tiene que ver con la mujer. Según Nietzsche, “para todas las mujeres auténticas la ciencia va contra el pudor” (2) y, en consecuencia, buscar la verdad en la mujer es atentar contra su pudor. En efecto, entre mujeres se oye habitualmente la conversación “¿La verdad? ¡Oh, usted no conoce la verdad! ¿No es ella un atentado a todos nuestros pudeurs?” (CI, Sentencias y flechas, § 16,36.) (3). La razón de ello reside en que expuestas a la indagación científica “les parece como si de ese modo se quisiera mirarlas bajo la piel, –¡peor aún!, bajo sus vestidos y adornos” (4).

¿Qué es lo que oculta la mujer bajo sus adornos y vestidos? ¿De dónde el exceso de su decoro? ¿Cuál es su misterio?, se pregunta Diana Carrizosa en su esclarecer ensayo sobre esta cuestión (5). Que la mujer se resista al desnudamiento parecería algo extraño en su naturaleza sensual. Pero es que la mujer no se resiste a la desnudez, sino al acto que la quiere violentar con una pretendida “desnudez absoluta”. Su resistencia, su pudor, no vienen de que tenga algo que ocultar, sino cabalmente del hecho contrario. Aquí Nietzsche habla de la verdad como “una mujer que tiene sus razones para no dejar enseñar sus razones” (GC, Prólogo, 28). Su temor, no consiste en que se la descubra, sino de que se descubra que no hay nada que descubrir. No hay nada oculto más allá, ni por detrás, ni bajo sus adornos y vestidos. La mujer es cabalmente eso: adorno y vestido, superficie, epidermis.

Ninguna imagen más afortunada para nombrar la “apariencia”: trajes, prendas mágicas que realzan cualidades o que ocultan defectos, dietas, adornos, maquillajes, peinados, el célebre lunar que poblara los rostros femeninos del siglo XVIII; la mujer misma sabe que en este juego de la apariencia reside todo su poder: “Un poco más gruesas, un poco más delgadas, ¡oh, cuánto destino depende de tan poca cosa!” (AHZ, III, 271) Y no sólo lo sabe, sino que lo afirma corporalmente con alegría y fuerza: “El sentirse contento protege incluso del resfriado. ¿Se ha resfriado alguna vez una mujer que se supiese bien vestida? –Supongo el caso de que apenas estuviera vestida.” (CI, “Sentencias y flechas”, § 25, 33).

Con frecuencia, hombres apasionados y rechazados por una mujer, dolientes por ello incriminan su carácter superficial llamándola desalmada. La mujer, entonces, con el efecto de despertar aún más ardientemente su deseo, se ofrece a éstos como una “máscara” cuyo interior nunca es encontrado:

“Hay mujeres que, por más que se busque en ellas, no tienen realidad interior, que no son más que máscaras. Es digno de lástima el hombre que se une a estos seres casi fantasmales, necesariamente decepcionantes, pero capaces precisamente de despertar con más fuerza el deseo del hombre: se lanza a la búsqueda de su alma… y no para de buscarla” (HDH, VII § 405, 230-231).

“Disfraz”, “máscara”, “velo” son términos que proponen un enigma, pero éste sólo se resuelve como “epidermis”. Bajo el enigma de la mujer no hay nada, bajo su belleza no reside misterio alguno. El carácter plenamente epidérmico de la mujer se corresponde con su belleza. Encantadora, engalanada, astuta, ingeniosa, amorosa, “la belleza es femenina”. Le pertenece plenamente el reino de la apariencia, hasta el punto de que sólo como apariencia le es dado alcanzar lo sublime: “El traje negro y el mutismo visten de inteligencia a cualquier mujer” (6). Nietzsche recuerda en este punto a Gavarni quien, preguntado si ha logrado entender a las mujeres, sabe responder con perspicacia: “Se considera profunda a la mujer –¿por qué?, porque en ella jamás se llega al fondo. La mujer no es ni siquiera superficial” (CI, “Sentencias y flechas” § 27, 38). Es un error creerla profunda e impenetrable por nunca poder llegar a su fondo, cuando la razón para ello es que, en su carácter plenamente superficial, carece precisamente de fondo. Cuando se ve a la mujer detentando alguna profundidad, no queda más que afirmar que ésta no le es propia. Lo cual significa que cada vez que la mujer exhibe alguna virtud, no es a causa de que desoculte por fin su contenido, sino de que este contenido le es donado por otro.

Imagen de la portada del libro Frauen um Nietzsche, Reinbeck de Mario Leis

Ahora bien, si efectivamente la mujer es superficial (7), ¿por qué se habla de lo que hay bajo su piel? ¿No contradice esto la tesis según la cual la mujer es apariencia? La tesis se mantiene en la medida en que bajo la piel de la mujer no se halla una presunta esencia suya, sino más apariencia: la naturaleza, su movimiento, su actuar. Se debería hablar entonces con mayor propiedad, como acertadamente sugiere Diana Carrizosa, de un espesor de la apariencia (8). Característica que no pertenece a la mujer en sentido estricto, sino a la mujer como metáfora de la existencia entera. En este punto deben empezar a hacerse varias aclaraciones. La manera que tiene la mujer de apreciar la existencia se da por analogía consigo misma: conociéndose (se habla a propósito de mujeres de edad, que han tenido tiempo suficiente para mirarse), la mujer conoce la existencia entera. De ella predica Nietzsche, “como si fuera esencial”, la pura superficialidad: “[…] ellas creen en lo superficial de la vida como si fuera lo esencial. Toda virtud, toda profundidad, es para ellas una envoltura que tapa esa verdad. Un velo necesario echado sobre algo pudendum. Cuestión de decoro y pudor, y nada más” (GC, § 64, 70).

No se trata de que la existencia tenga de hecho una esencia: pues al decir que su esencia es su superficie, se está trastocando de raíz el concepto de esencia. Ésta aparece ahora integrada a la apariencia. Si alguna esencia se quiere atribuir a ésta, solo puede ser la de ser mujer. Esto es: la de ser algo que no tiene esencia y se modifica constantemente como sola apariencia. La verdad de la realidad se enuncia entonces: “no hay verdad de la realidad”, “no hay esencia de la realidad”, “la realidad es únicamente apariencia”. Pero incluso como intuían lúcidamente los preplatónicos -sobre todo Heráclito- la apariencia es engañosa, la apariencia no oculta ninguna esencia metafísica tras ella, pues podría llevarnos a creer en ella (9). Su engaño resulta doble: el de que bajo su movilidad oculta algo, el de que lo ocultado es cabalmente de otra índole: no superficial sino profundo, no cambiante sino permanente, no falaz sino fidedigno.

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) El anticristo. Maldición sobre el cristianismo, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1978. En adelante: AC.

2) MBM, § 127, p. 102.

3) Crepúsculo de los ídolos, traducción y notas de Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1973. En adelante: CI.

4) MBM §127, p. 102.

5) Diana Carrizosa, “Nietzsche: aspectos de la relación mujer-verdad”, op. cit, pp. 22-24, cuyas reflexiones, que extractamos, nos han sido de gran utilidad en este apartado.

6) MBM § 237, 184. En esta apreciación la voz de Nietzsche deja resonar la estética kantiana, con su distinción entre lo sublime y lo bello, lo masculino y lo femenino. De sus escritos preliminares recogemos las siguientes afirmaciones: “Lo sublime “conmueve”, lo bello “encanta”. Lo sublime ha de ser siempre grande; lo bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede estar engalanado. La inteligencia es sublime; el ingenio, bello; la audacia es grande y sublime; la astucia es pequeña, pero bella. Las cualidades sublimes infunden respeto; las bellas, amor” (Kant, Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime, Alianza Editorial, Madrid, 1990, capítulos I y II). Nietzsche habla desde prejuicios, coincide con Kant en varios puntos. No sólo en esta coincidencia refleja la visión de la mujer propia del siglo XIX, habla con voz de hombre para oídos de hombres.

7) AHZ, I, De las mujeres viejas y jóvenes, p. 107: “Superficie es el ánimo de la mujer, una móvil piel tempestuosa sobre aguas no profundas”.

8) Diana Carrizosa, “Nietzsche: aspectos de la relación mujer-verdad”, op. cit.

9) “¡Ah! Aquellos griegos ¡cómo sabían vivir! ¡Para eso es preciso quedarse valientemente en la superficie, no pasar de la epidermis, adorar las apariencias, creer en la forma, en los sonidos, en las palabras, en todo el Olimpo de las apariencias! Los griegos eran superficiales… por profundidad” (GC, “Prólogo”, § 4, 28).

Tomás Moreno Fernández

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