Como todos saben, el pasado 16 de mayo nos dejó Julio Anguita, uno de los referentes éticos y políticos más importantes que ha tenido la izquierda española en todos los tiempos. Así lo atestiguan las numerosas muestras de admiración y elogio que ha recibido, desde todos los ámbitos de la sociedad –incluso por parte de sus adversarios ideológicos–, el que fuera alcalde de Cordoba, secretario general del Partido Comunista de España (PCE), coordinador general de Izquierda Unida (IU), diputado andaluz y diputado nacional.
Pocos días antes de las elecciones municipales de 1995, en una de las frecuentes y agradables visitas que cada tarde recibía mi madre por parte de sus hermanas, escuché, sin querer, la siguiente conversación:
–Ángeles, a tu hijo Jesús lo van a poner de alcalde –advertía, con cierto aire de gravedad y bajando un poco la voz, mi tía Virtudes a mi madre–.
–Este hijo mío. Nosotros le decimos que no se meta. Se ve que le ha salido a su abuelo –contestó mi madre con cierta resignación y desconocedora de mi súbita presencia–.
Esa expresión de “poner de alcalde”, que utilizaba mi tía, aunque ya habían pasado más de tres lustros de las primeras elecciones democráticas, venía a rememorar lo que habría venido siendo algo habitual durante toda la dictadura franquista. Los ayuntamientos eran presididos por alcaldes puestos a dedo por los gobernadores civiles; lógicamente, de entre los vecinos más afectos a la ideología del régimen. Por otra parte, el padre de todas ellas, mi abuelo Alfonso, al que hacía alusión mi madre, nunca relegó de sus ideas de izquierdas, a pesar de la imposición del miedo y el silencio a que obligaba el doloroso exilio interior y la cruel represión sufrida –especialmente durante los primeros años–. Por desgracia, tampoco tuvo la satisfacción de ver el fin del odioso régimen, ni, menos aún, la posibilidad de celebrar la llegada a la alcaldía de Córdoba de Julio Anguita. El primer alcalde del PCE en una capital de provincia.
Corría el año 1979 y nos encontrábamos en los albores de la democracia. Ese año el eslogan electoral del PCE supo recoger perfectamente el sentir popular con la conocida frase de: “quita un cacique y pon un alcalde”. Un alcalde como el que fue Julio Anguita para la capital cordobesa, pues, cuatro años después, en 1983, volvería a revalidar la alcaldía con mayoría absoluta. Gran apoyo electoral que le llevará a recibir el calificativo de “califa rojo”. Epíteto que le acompañaría durante toda su vida.
Bajo su ejemplo de coherencia, honestidad y responsabilidad hice mi primera –y única– entrada en la vida política local. En las elecciones locales de 1987 un grupo de jóvenes idealistas e inexpertos, pero, sobre todo amigos, en un proceso no exento de dificultades, logramos conformar la candidatura de IU en mi pueblo natal, Cogollos. Nos sumábamos a una coalición a la izquierda del PSOE, que, apenas un año antes, se había creado bajo el impulso de Convocatoria por Andalucía y que muy pronto se haría extensiva a toda España.
Julio Anguita González pasó de la alcaldía de Córdoba al Parlamento Andaluz, con Izquierda Unida-Convocatoria por Andalucía (IU-CA). Un proyecto de confluencia política dinámico e ilusionante, basado en la participación plural y en la elaboración colectiva, con el que se obtuvieron unos excelentes resultados en las elecciones autonómicas. Éxito andaluz que le catapultó a liderar y extender el proyecto de IU a nivel nacional. Paso a Madrid que, un amigo, con el que comparto paseos y confidencias, siempre me refiere, a modo de lamento, que ahí, en ese preciso instante, se perdió la gran oportunidad de haber alcanzado el Gobierno de la Junta de Andalucía –bajo el liderazgo de Anguita– y transformar de verdad nuestra tierra.
Suposiciones o entelequias aparte, lo cierto es que, en todos esos años, IU continuará dejando ver su impronta de claro compromiso democrático, de despertar de las conciencias, de unidad de la clase trabajadora y de utilidad de la política para cambiar las cosas. “Otra forma de hacer política” fue uno de sus emblemas a la hora de establecer propuestas programáticas en defensa de los trabajadores, de los de abajo, y de los que de verdad sufren necesidades y privaciones. En palabras de su amigo y camarada, Felipe Alcaraz, Julio Anguita “sabía, como los grandes, representar a la gente y, también, ser gente”.
Confieso que durante todos esos años nunca llegué a entender como a los demás no les apasionaba luchar por esos ideales y no sentían el pulso que corre por las venas ante lo injusto. En frente se situaban aquellos que “pasaban de la política” o que te argumentaban el consabido y exitoso “todos los políticos son iguales”. Mientras tanto, ahí estaba Anguita con su compromiso firme en defensa de lo público, de lo que es de todos, y su lucha sin descanso por la ética política y contra la corrupción. Unos principios firmes que mantuvo siempre bajo unas formas educadas, correctas e impecables. Fondo y forma necesarios, sino imprescindibles, en una sociedad democrática, tan alejada de aquellos que, como vemos, levantan la voz y azuzan interesadas proclamas que solo buscan elevar la crispación y el enfrentamiento.
En aquellos momentos unos de los principales debates ideológicos se libraba en el seno de la izquierda. Un PSOE en el poder –y con muy influyentes medios de comunicación a su disposición– lanzaba sus continuos cantos de sirena hacia la artificiosa “casa común de la izquierda”. Frente a la cual una IU, amparada en el bagaje de su integridad, dignidad y ejemplaridad, se atrevió a aspirar a superar al PSOE y convertirse en la fuerza hegemónica de la izquierda en España; el conocido sorpasso. Disputa por un mismo espacio electoral que derivará en la famosa orquestación de la “pinza”; aquella otra verdad prefabricada de una supuesta alianza con la derecha en contra de los socialistas. El resultado es por todos conocido.
Cuantas expectativas frustradas, cuanto esfuerzo baldío y cuanta ingratitud electoral. Tras cada contienda siempre quedaba un cierto regusto amargo, a pesar, eso sí, de reconocérsele, a Julio Anguita, su enorme caudal cultural y su valor político. Elogios de algunos que, también en estos días –ya se sabe lo que tienen los obituarios– nos recuerdan la hipocresía e ignominia que supone la aceptación ahora de un discurso tan atacado y vilipendiado entonces. Retroceso electoral al que habrá que sumar las cíclicas divisiones internas y, sobre todo, sus problemas de corazón.
A su retirada de la primera línea de la política institucional, en el año 2000, le seguirá su vuelta a la enseñanza (sin dejar nunca de lado su compromiso cívico y republicano), como cuando, en sus inicios, ejerció de maestro de escuela en el pueblo granadino de Alicún de Ortega. Vocación docente y enseñanzas de la Historia que supo llevar a la política (con su transmitir pausado, didáctico y reflexivo) para hacer pensar y para que cada uno pudiera formarse un criterio propio de los asuntos y de los problemas reales.
Sirvan estas líneas de particular homenaje al histórico e inolvidable dirigente que, tan prematuramente, nos ha dejado. Una persona querida y respetada a la siempre se le recordará fiel a sus principios e ideas, que creía en la convicción por medio de la palabra y que luchaba para hacer de este mundo algo mejor y más justo.
Gracias, Julio, porque tu ejemplo humano, tu coherencia política y tu honradez personal nos indicó siempre que estábamos, y que estamos, en el buen camino.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘