Las emociones destructivas una vez enquistadas, modelan nuestro carácter. Nos hacen ser, de alguna manera, quienes somos. Nos dominan, toman las riendas de nuestra vida y nos causan siempre, sufrimiento.
¿Cuáles son estas emociones? Desde la perspectiva budista, y me remito a esta visión ya que numerosos científicos occidentales han coincidido que es una de las clasificaciones más acertada, las emociones destructivas serían: el odio, el enfado, la frustración, la ira, la ansiedad, los celos, el orgullo, la envidia y el deseo entendido como apego.
Son destructivas porque nos hacen sufrir, nos provoca un estado de perturbación y de enajenamiento que nos conduce siempre a callejones sin salida. ¿Qué nos ocurre pues, cuando se apoderan de nosotros? Nuestro organismo sufre un acelerón ya que nuestra mente se nubla; empezamos a entablar con nosotros mismos un monólogo hilarante y sin sentido, en bucle y obsesivo que nos devora, y que hace que nuestro sistema inmunológico se vea, cada vez, más mermado. Y, ¿por qué aparecen? Bueno, todo empieza con los pensamientos y percepciones erróneas de la realidad; “pienso luego sufro”.
Ante una situación, por ejemplo, que alguien se nos cuele, súbitamente aparecen alarmas mentales, la mente procesa pensamientos, cada uno peor que el anterior; “¡será sinvergüenza!”, “menuda cara, ¡oye, te cuelas en tu casa, desgraciao!”. Si la emoción, ira, se queda ahí, el malestar que arrastra la persona en sí le dura lo suficiente para poner en peligro su salud, si la cosa se pone seria, se puede pasar a la acción, lo que se traduce en violencia.
En ese lapso de tiempo en el que le otorgamos a la situación esa dimensión tan exagerada, (que alguien se nos cuele no tiene gran importancia) está la clave: si en ese instante pudiéramos anticipar la reacción emocional y hablarnos de forma racional “bueno se ha colado, no pasa nada, le puedo preguntar qué le ocurre, quizá tiene alguna urgencia que desconozco”, “bueno, no me gusta que se cuele, se lo voy a decir con respeto”, si pudiéramos hacer eso, ¡ay¡ qué bien nos iría.
Lo hacemos constantemente, consideramos todo demasiado “mío” y eso nos induce a estar enemistado con el mundo, de ahí que el apego que desarrollamos nos haga tanto mal. Sufrir por la pérdida (el lugar que ocupas en una fila, ¡fíjate qué tragedia!), sufrir por lo que no tenemos, sufrir, sufrir, parece que no hacemos otra cosa.
Y, ¿cómo podemos ser conscientes de cuándo se nos está yendo la pinza, de ese instante en el que vamos a endemoniarnos y en el que inevitablemente vamos a sufrir?:
- Proponérselo: tener ese objetivo en mente y querer vivir de forma más acorde la realidad nos hace personas más felices, y ¿quién no quiere ser feliz? Merece la pena intentarlo.
- Observar nuestros pensamientos, hacerles un buen escaneo, (para ello la técnica STOP, de la que hablé el artículo anterior, sería muy eficaz). Pensar sobre lo que estamos pensando, poner en duda nuestros pensamientos, nuestras creencias.
- Flexibilizar nuestros pensamientos: ya vimos la semana pasada cuán importante es poner en tela de juicio lo que creemos que es “nuestra verdad”.
- Pero sobre todas las cosas, intentar ser buena persona (“la base de un cerebro sano es la bondad y ésta se puede entrenar.” Richard Davidson) sería la base de nuestra felicidad y del final del sufrimiento.
- Pasar tiempo con nosotros, a solas, en silencio también es necesario y como ya hemos comentado cultivar la bondad, la compasión, el altruismo, la comprensión, la paciencia, ya que ahí donde resida el amor, está la verdad.
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Psicóloga especializada en Mindfulness y
Terapia de Aceptación y Compromiso