En diversos foros intelectuales, se mantiene que “una idea es una representación mental que surge a partir del racionamiento o de la imaginación de una persona”, pudiendo ser considerada como “el acto más básico del entendimiento”, pues “dan lugar a los conceptos” –considerados esenciales para el conocimiento–.
Platón, en su “Teoría de las Ideas”, tras definirlas como la única fuente del verdadero saber (por su carácter inmaterial, perfecto, eterno, inmutable, etc.), proponía, incluso, “la existencia de dos mundos independientes pero relacionados: por un lado se encuentra el mundo imperfecto y fugaz de las cosas materiales y, por otro, el mundo perfecto y eterno de las ideas”.
A partir del siglo XVII, racionalismo y empirismo enfrentaron sus tesis al respecto: los seguidores de la primera corriente filosófica enfatizando sobre el “papel de la razón en la adquisición del conocimiento”, mientras que los incondicionales de la segunda acentuaban la “función de la experiencia en la formación de los criterios”.
Para mí, sin embargo, es otra –y bien distinta– la sensibilidad ciudadana (en nuestros días) a la hora de definir personas o cosas, quizá por la ligereza de las opiniones y, por tanto, la falta de reflexión sobre los hechos que se imputan. Parece como si la ligereza y la falta de meditación al emitir juicios –junto a la nula introspección y la olvidada ponderación– se alzase como la fórmula mágica para conseguir la masculinidad o la feminidad; y ello, aunque el odio, ese sentimiento de repulsa profunda que siempre conduce a la debacle, ni siquiera esté presente.
Dejadme decir que, al menos, la trivialidad y la frivolidad se han adueñado de bastantes discursos ciudadanos, añadiéndoles, además, un final despiadado: la culpabilidad de las víctimas inocentes, agrediendo no sólo los inmutables derechos humanos, sino también la capacidad innata de sentir y pensar (es decir, nuestra alma imperecedera).
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de
Ramón Burgos
Periodista