«En homenaje a un ídolo deportivo de la juventud,
el eterno 10: Diego Armando Maradona»
Se llamaban Babosa y Jardinera. Eran dos vacas “rubias” –ahora, muchos años después, sé que pertenecían a la raza pajuna; la raza autóctona granadina–. Juntas formaban la yunta con la que mi padre llevaba a cabo las duras tareas de la labranza. Vivíamos en un cortijo no excesivamente alejado del pueblo; el cortijo de Alfonso. Una pequeña casa de campo, de una sola planta, que mi abuelo a duras penas había levantado, algunos años antes de la guerra, en una de sus parcelas de labor limítrofe ya con las tierras comunales de los secanos de Cogollos. En los llanos del Rincón.
Allí, entre dichos parajes, transcurría la existencia de una humilde familia campesina: mi padre, mi madre, mi hermano José María, –y el reducido espacio en el que yo inicié el modo de relacionarme con la vida–. Dentro de una cultura tradicional agraria que, con ligeras modificaciones, se habría mantenido inalterable desde hacía unos cuantos siglos. Un antiquísimo mundo rural que, ya entonces, daba claras muestras de entrar en trance de desaparición. Y que nadie como mi amigo, Ricardo Ruiz Pérez, ha sabido recoger y retratar con tal precisión y rigor. Así, en su libro, Lumbres de Invierno (1999), centrado en el pueblo de Dólar, él acude al rescate de la cultura natural de la comarca del Marquesado del Zenete, y justifica razonadamente sus orígenes en los años que sucedieron a la expulsión de los moriscos; más concretamente en la repoblación castellana que le siguió, a partir del año 1571. Un libro de culto entre los amantes de la etnografía popular y toda una joya en la que descubrir las formas de vida, los usos y las costumbres que un día fueron predominantes en nuestra tierra.
En esa misma evocación de la cultura tradicional ya ausente, hoy, si me lo permiten y como la semana pasada, nos trasladaremos a otra escena arquetípica de aquellos años. Una mirada a inicios de los años sesenta, del mismo autor y colección: José Romero y Archivo Histórico Provincial de Granada, que continúa retratando el ocaso de la cultura ancestral de nuestros pueblos. Una fotografía en la que, en un día gris y encapotado, un par de vacas (y uno de sus terneros) acuden mansas y confiadas a beber agua en el pilar público, en el abrevadero de la plaza. Seguramente que tras una fatigosa jornada de trabajo. La quietud de las personas de la imagen contribuye a acrecentar la normalidad del trasiego de los bueyes por las calles. Únicamente un niño, en el margen izquierdo y casi mimetizado con el paisaje, corre a esconderse detrás del aljibe de Cogollos. Una original estructura para guardar el agua –emblema de la milenaria herencia andalusí (junto a las acequias y la balsa)– que, en esta ocasión, construida por los moradores moriscos de Cogollos, en los meses previos a la Guerra de las Alpujarras, a causa de su levantamiento contra los cristianos (ocurrido en el “Día de San Juan de 1569”) precipitará su expulsión y alejamiento definitivo del solar en el que un día nacieron. Una salida obligada que, de hecho, les privará del anhelado aprovisionamiento del agua para beber por el que tanto habrían trabajado; ni siquiera lo verían entrar en funcionamiento.
Babosa y Jardinera, nuestras dos vacas, al igual que sus dos parientes capturadas en la fotografía, habían sido compradas en la feria de Jérez, de Jérez del Marquesado. Feria del pueblo vecino que constituía un evento anual esperado y único en la comarca. Un complemento indispensable del mundo agrario. En el que resultaba una parte fundamental la tenencia de animales: ovejas, cabras, caballos, mulos, cerdos, etc. Se celebraba a finales del mes de octubre y tenía ganada una merecida fama, por ser “la última de la provincia” y por sus importantes transacciones comerciales, sobre todo de ganado vacuno. Tanto que llegaba incluso a rivalizar con las mucho más populosas y renombradas de Guadix y Baza. En la feria de Jérez solían concurrir ganaderos de La Alpujarra, “del río Guadix” y, como no, del Marquesado del Zenete. Llegándose a citar, en ocasiones y según recogen las fuentes periodísticas, hasta compradores venidos desde Murcia, Valencia, e incluso desde la lejana Cataluña.
Ciertamente, como la mayoría de las ferias de ganado, la feria de Jérez gozaba de una gran trascendencia para todo tipo de compra-venta de bestias. Una feria ganadera comarcal que, año tras año, generaba una gran concurrencia de público: compradores, vendedores y curiosos. Todos participes variopintos de una animación social y festiva que, desde esas fechas –y tiempo de castañas–, ha perdurado hasta los últimos años del siglo XX y que, incluso en nuestros días, gracias al empuje de la Mancomunidad de Municipios del Marquesado del Zenete, sigue aún manteniendo encendida la llama del importante evento de la cultura popular que antaño fue. Al menos desde mediados del siglo XIX, pues, este pasado mes de octubre debió haberse celebrado su 178 edición.
La siembra del grano, la sementera, solía ser, junto con la siega, el momento de mayor ajetreo anual para las personas y los animales de labranza. Con la llegada del otoño y sobre todo del mes noviembre (que solía ser propicio para la lluvia), procedía emprender la siembra de los cereales de invierno. Un inicio del año agrícola en si, que, a base de arado, esparcimiento del grano y barbecho (para el año siguiente), daba continuidad a las labores, prácticamente incontaminadas, traídas por los colonizadores (llegados desde fuera del Reino de Granada allá por los años finales del siglo XVI). Un ajetreo de duras y rigurosas jornadas que, siendo prioritarias por estos lares en campos y secanos, concluirían a las puertas del crudo invierno; con sus vientos, hielos y nevadas, que obligarían a un prolongado aletargamiento hasta el nacimiento de los trigos y las cebadas. Con la progresiva mecanización del campo (y la sangría de la emigración) la estampa del ganado vacuno pronto comenzará a ser reemplazada y algunos tractores tímidamente empezarán a asomar por las calles de nuestros pueblos. Desaparición paulatina que, con el paso de los años, conducirá a esta particular raza bovina –junto a sus parientes más lejanos, los mulos y asnos– al borde de la desaparición.
Respecto a mis dos vacas protagonistas aún las recuerdo nobles, fuertes y dóciles. Sin embargo, a veces, en extremo protectoras y celosas de los cuidados que necesitaban sus terneros, dejaban ver toda su bravura ante cualquiera que osara acercarse a sus retoños. Excepto, eso sí, si quien lo hacía era mi padre que, como cada noche, en su cuadra, les preparaba su mullida y seca cama y su pienso a base de paja seca y algo de grano: maíz o cebada. Un celo innato e instintivo por la seguridad de sus crías –sobre todo ante la presencia de desconocidos– que, un día no demasiado lejano, quedaba plenamente confirmado. Pues, puede que coincidiendo con las fechas de otra feria en el vecino Jérez, veían marchar a sus becerros por última vez.
Penas y aflicciones ante la venta de los terneros –y de ellas mismas– que yo también sentí y que, casi un siglo antes, ya supo anticipar magistralmente el novelista Leopoldo Alas, Clarín, en su cuento breve: ¡Adiós, Cordera! Allí, su autor nos sitúa a los dos hermanos gemelos (Rosa y Pinín) entre inconsolables llantos y lamentos, cuando ven partir a la vaca que había compartido sus apacibles vidas y juegos sin fin; mientras ella pastaba libre y feliz en su prado asturiano (el prao Somonte). Ese dramático momento les hará comprender porque la Cordera siempre rehuía acercarse a los postes del telégrafo y a las vías del ferrocarril. Ambas, señales inequívocas del peligro del mundo civilizado; del mal llamado progreso que, un mal día, la separará de su mundo, hacinada y olvidada en un lúgubre furgón de tren que la ponía rumbo a lo desconocido… Un triste destino que, muchos años después, tal y como nos continuará narrando, se llevará a Pinín a la guerra, como soldado de cupo; en claro paralelismo con la partida de la vaca al matadero. Todo en su transcurso hacia “lo desconocido, que se lo llevaba todo” y que siempre dejaba atrás: “lágrimas”, “abandono”, “soledad” y “muerte”.
Así pues, aunque nos duela, en esta nueva memoria nostálgica de un pasado agrario y campesino –no tan lejano–, debemos reconocer, junto a la dignidad, decencia y compromiso humano de sus protagonistas, que fue un tiempo de escasez y privaciones, de autosuficiencia y, como bien sabemos, nunca exento de un rictus de dolor y sufrimiento personal. Muchas veces a causa del egoísmo y las actitudes de explotación del hombre por el hombre. En ese duro batallar de la vida en sociedad.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘