Al sumergirme en la lectura del libro Andalucía, tierra de moros y cristianos, de Miguel Ángel Martínez Pozo, me he llevado una agradable sorpresa. La calidad investigativa, académica y profesional con que Martínez Pozo trata el origen de la maravillosa tierra andaluza se mezcla con un estilo literario propio de un novelista profuso y sagaz.
He podido transportarme con facilidad a la antigua grandeza del califato Omeya de El-Andaluz, a su exquisito modo de vida, envidiado por la totalidad de la Europa cristiana medieval; a aquel florecimiento prolífico del arte, la arquitectura, la filosofía y la ciencia en general; a la tolerancia religiosa que los conquistadores creyentes en Allah tuvieron con los conquistados de la Gente del Libro (judíos y cristianos), ya que el Noble Corán prohíbe la imposición de la fe; a la coexistencia entre pueblos originarios y nuevos habitantes de creencias distintas y de culturas ajenas. Un mundo esplendoroso que se erigió hace 1300 años y que duró ocho siglos es, al estudiarlo, luz y un modelo elevado tan necesario para nuestras sociedades actuales.
La importancia de esta obra, no en vano galardonada con el Premio Blas Infante de Andalucía, estriba, aparte de su calidad literaria y rigor académico e histórico, en el empuje que a mi juicio causará en el interés científico y que conllevará ciertamente al emprendimiento de nuevas investigaciones ecuánimes que nos acerquen, cada vez más, a la verdad histórica.
Es en demasía incomprensible que todavía en nuestros tiempos existan detractores que niegan categóricamente o al menos empequeñecen la influencia árabe e islámica en toda la península ibérica y, por derivada, en Hispanoamérica; y esto ocurre aún a pesar de incontables evidencias culturales, léxicas, toponímicas, religiosas, arquitectónicas, literarias, arqueológicas. Bastaría, para convencer a cualquier escéptico, prestar atención a las más de 4000 palabras árabes que figuran en el idioma español, a algunas edificaciones emblemáticas de la época en España, como la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada o la Giralda de Sevilla, o a la arquitectura colonial en América que es casi en su totalidad mudéjar-morisca.
La “Reconquista”, como algunos historiadores a partir del siglo XIX llaman al periodo de la conquista Omeya de Hispania hasta la caída del Reino Nazarí de Granada en 1492, dura 780 años, tiempo suficiente para la configuración de una enorme influencia bilateral en prácticamente todos los ámbitos. Los cristianos que vivían en territorio musulmán, llamados mozárabes, eventualmente emigraban a zonas de control cristiano, llevando consigo la influencia cultural intrínseca en su persona, costumbres, léxico y creencias; lo mismo sucedía a la inversa con los mudéjares, musulmanes que vivían en territorio cristiano.
Como bien nos cuenta Martínez Pozo de manera magistral, esta situación de relativa coexistencia religiosa cambia de manera abrupta a partir del incumplimiento por parte de los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, del Tratado de Granada, firmado y ratificado entre ellos y el último sultán de Granada, Boabdil, en 1492. Este acuerdo garantizaba la tolerancia religiosa hacia musulmanes a cambio de su rendición y capitulación. Sin embargo, a partir de 1499, apenas 7 años después, los Reyes Católicos se decantaron por una política represiva hacia los musulmanes obligándolos a su cristianización so pena de destierro o muerte. En 1500 fueron quemados en una hoguera todos los libros en árabe que se encontró en la ciudad, salvo los de medicina. El año siguiente, la Corona decretó la conversión forzosa de los musulmanes de Granada al cristianismo, sin opción siquiera del exilio. Las mezquitas fueron convertidas en iglesias, los baños públicos, hammam, clausurados, y se prohibieron todas las fiestas islámicas. En 1516, el cardenal Cisneros, ya regente de toda Castilla, publicó un decreto que obligaba a los descendientes de musulmanes a abandonar su traje, usos y costumbres.
Martínez Pozo, en el libro que ahora comentamos, nos transmite lo que vivieron los perdedores, el pueblo vencido: el destierro, para los que no querían la conversión, a tierras desconocidas y extrañas, ya que después de ocho siglos aquellos musulmanes eran españoles andaluces, apartados a la fuerza de su patria amada. Los que se quedaron y pasaron a llamarse moriscos vivieron la represión, los levantamientos, el fingimiento, el ocultamiento de lo que se es, la exhibición exagerada de lo que no se es; las puertas abiertas el día sagrado del viernes, el atiborramiento de cerdo y de vino para evitar la sospecha de ser creyentes en el corazón y del culto a escondidas: la “taqiyya” en su máxima expresión. Algo muy parecido se vivió en los pueblos originarios de América, también conquistados por la Corona española: también fueron obligados a la conversión, también se ocultaron y fingieron, también participaron en misas, fiestas y procesiones. La simulación pública para no perder la vida.
Tras el culto a la virgen María estaba para ellos Tonatzin; al símbolo del palo de “jiote”, adorado por los mesoamericanos originarios en el comienzo de la estación lluviosa, pues representaba a Quetzalcóatl o Kukulkán, la serpiente emplumada, se le atravesó otro palo hasta lograr una cruz y se convirtió en el Día de la Cruz. El mitote a final del año en honor a Huitzilopochtli se sincretizó con la Navidad, por dar algunos ejemplos.
Martínez Pozo nos recuerda que de este intento sistemático de borrar la huella islámica-morisca de la historia y de las tierras españolas, de estas conversiones forzadas a sangre y fuego, dolor, muerte y derrota, de aquella resiliencia extraordinaria que mostraron los andaluces, se originó un imborrable folclore morisco-andaluz, que gritaba sin voz aparente, que mostraba con gran colorido la huella imperecedera del pasado: las corridas de toros, el cante, el flamenco, la hospitalidad cálida y espléndida, el “¡OLÉ!”, esa interjección tan propia del castellano con la que se alaba un acto de valor, el talento o una manifestación espontánea de alegría que a todas luces proviene del nombre de Dios en árabe, ALLAH, que es el único, desde la perspectiva islámica, que permite todo lo que acontece.
De la tragedia y del oprobio nacieron fiestas pintorescas, fiestas que pululan de identidad andaluz; las fiestas de moros y cristianos, patrimonio sublime de Andalucía y ahora del mundo entero. Fiestas que conquistaron territorios lejanos, aun tan lejos como nuestra América, donde se celebran en infinidad de comunidades a lo largo y ancho del continente.
La huella morisca está viva más que nunca en los andaluces y también en los latinoamericanos. Muchos no lo saben, pero gracias a trabajos y obras magníficas como las de mi querido amigo Miguel Martínez Pozo hay rayos de luz que iluminarán las sombras de la ignorancia.
Este libro, Andalucía, tierra de moros y cristianos, es sin lugar a dudas un libro audaz y académico a la vez, que entretiene y envuelve, un enorme aporte para las ciencias: la antropología, la historia, la etnología, la sociología y la religión. Una lectura obligada para los buscadores del conocimiento histórico ibérico-americano, para los musulmanes en general, especialmente españoles e hispanoamericanos, y para todos aquellos que están interesados en conocer la influencia morisca en España y en toda América.
Felicitaciones superlativas a Miguel Martínez Pozo y un inmenso ¡ENHORABUENA!
(NOTA: El ensayo Andalucía. Tierra de moros y cristianos de Miguel Martínez Pozo ha sido galardonado con el Premio Memorial Blas Infante 2020)
Emerson Gerardo Bukele Q. Licenciado en Teología y Filosofía.
Presidente e Imam de la Comunidad Islámica Hispanoamericana
con sedes en El Salvador, Guatemala, Honduras y Colombia.