Pero son los gatos los que ahora nos interesan. Escritores y poetas de fama han mostrado cierta predilección por los gatos especialmente por su, digamos, “interés filosófico”. En el caso de los gatos, su carácter solitario, individualista, libre e independiente, los hacen el animal perfecto para convivir con un escritor, poeta o pensador.
Es cierto que, como animal de compañía “para acariciar”, el gato es una invención relativamente reciente, y que su papel de ”predador de ratas” ha pasado a segundo plano. Nos recuerda Armelle Le Bras (op. cit., p. 135) que si en Egipto era un genio tutelar, en Grecia no era apreciado y raramente se le valoraba y apreciaba en los textos. Aristóteles lo situaba entre los animales salvajes. Las excavaciones arqueológicas atestiguan que, hasta el siglo XI, en Occidente era rara su presencia en la vida cotidiana.
En la antigua China eran símbolo de sabiduría y serenidad con inteligencia. A lo largo del Medievo es el “cazador de ratones” encargado de eliminar al Rattus rattus, considerado responsable de la peste. La Iglesia, se encargará, por otra parte, de demonizar a este animal, como una de las metamorfosis preferidas del diablo o de las brujas. Durante la época ilustrada, la agronomía pondera su gran utilidad para el campo (Rozier), aunque se le considere un “doméstico infiel” (Buffon), molesto y ruidoso, tanto que gran Isaac Newton tuvo que inventar la gatera o pequeña puerta para la entrada y salida de los gatos para que no lo interrumpieran en sus estudios y experimentos científicos con sus maullidos de reclamo. Misteriosos, enigmáticos, calmados, estoicos e indiferentes frente al medio, autónomos e independientes parecen actuar exclusivamente por su propio interés. Su egocentrismo los convertirá en un símbolo del narcisismo humano. Para Sigmund Freud “forman parte de esos animales a los que parece que no les importamos (Introducción al narcisismo y otros ensayos, Alianza, Madrid, 1977, p.).
Entre los rasgos que se les atribuyen la literatura felina destaca su “malignidad innata”, su falsedad de carácter y perversidad destructiva, además de una lubricidad o lascivia —más acentuada en la gata (Aristóteles)— que se ha instalado en el imaginario Occidental de manera indeleble. La demonización y feminización de su sexualidad explica que, como ya anotamos, se le asocie sistemáticamente a la brujería y a lo demoníaco. Por una serie de causas variadas, en las que no podemos entrar ahora, la reputación del gato, empezará a cambiar e incluso a invertirse a partir de los siglos XVII y XVIII, en los que el minino inicia su ascensión de los infiernos. “Pero”, como nos advierte Armelle Le Bras-Chopard (op. cit. p. 138), “la vida de los clichés fijados en el vocabulario es larga. Las palabras gato, gata, minino […] tienen desde hace siglos un sentido obsceno. Y como la parte designa el todo, los vínculos ente la mujer y el gato siguen siendo estrechos”.
Vayamos ahora, con sus defensores o fans —que ha tenido desde antiguo y los tiene sin dudad alguna hoy día— con fidelidad a toda prueba. Esopo (VII-VI aC.) singularmente dedicó a los gatos varias de sus clásicas fábulas, “El gato y el ratón viejo”, “La zorra y el gato” “El cascabel del gato”. El gran artista Leonardo de Vinci dijo en una ocasión que “el más pequeño gato es una obra maestra”. Lope de Vega dedicó a los gatos, La Gatomaquia, un poema épico-burlesco, en 1634, en 2.500 versos bajo el seudónimo de Tomé de Burguillos sobre los amores entre Zapaquilda y Micifuf, con final feliz. Charles Perrualt les distinguirá con uno de sus más famosos cuentos, El gato con botas (1695). E. T. A. Hoffmann, escribió en 1820 su obra “Opiniones del gato Murr”, en donde por primera vez un gato es el narrador de una novela o relato. Edgard Allan Poe se inspiró en ellos para escribir su obra El gato negro (1843), uno de sus mejores cuentos de terror. La francesa Gabrielle Colette luchó para defender los gatos de Chartreux en peligro de extinción y escribió La Chatte, en 1933, una novela breve para narrar un peculiar conflicto entre el amor humano y el felino, y Gigi and the Cat (1945) un relato autobiográfico sobre su infancia. De igual manera, la novelista estadounidense Patricia Highsmith relatará en “La mayor presa de Ming” (1979) cómo un pequeño gato siamés interfiere en la relación entre su dueña, Elaine, y su amante, para vengarse, tratando así de enfatizar su capacidad emocional y sentimental, aparentemente ausente en los miembros de su especie. Doris Lessing, la escritora británica autora de El cuaderno dorado (1962), que creció en una granja africana, acostumbrada a felinos grandes y pequeños, salvajes y domesticados, también escribió una especie de autobiografía de uno de sus gatos favoritos titulada “La vejez de El Magnífico” en la que mostró sus simpatías y sensibilidad hacia su mascota.
Lewis Carroll, en “Alicia en el país de las maravillas” (1965), creó la figura de el Gato de Cheshire el sarcástico e ingenioso guía de Alicia, racional, sensato y razonable que pone orden y coherencia en el caos existente a su alrededor. Charles Bukowski dedicó un poema a su mascota felino, confesando su admiración: “caminan con una dignidad sorprendente, pueden dormir veinte horas al día, sin duda y sin remordimiento: estas criaturas son mis profesoras”. Los necesitaba: “Cuando me siento deprimido, decía, todo lo que tengo que hacer es ver a mis gatos y mi fuerza vuelve”. William S. Burrougs, el novelista de la generación Beat, vagabundo, drogadicto y alucinado, mostrará en su “Gato encerrado” su identificación con el gato —solitario, deseoso de refugio, insobornable– para destacar que, en el fondo, los gatos son seres interesados, egoístas y utilitarios: “como todas las criaturas puras, los gatos son prácticos”, lo cual, en su sentir, no es un reproche sino un elogio. También Julio Cortázar amaba a sus gatos (Clac, Flanelle y Polanco) con pasión. Fue Calac, el elegido de ellos, merecedor de una profunda reflexión en la que llegó a confesar que era su mejor “alter ego” (“El agua entre los dedos”, de Salvo el crepúsculo, Alfaguara, Buenos Aires, 1996). Además de mencionar a los gatos en varias de sus obras (“Rayuela”, y sobre todo en “La vuelta al día en ochenta mundos”) permitió que en su vida íntima y cotidiana los gatos aparecieran como si fueran íntimos amigos, como consta en numerosas fotografías.
Otros muchos escritores de renombre, sin llegar a escribir obras literarias, ensayos o poemas, sobre los felinos caseros, sí que mostraron sin reservas su admiración y su sincero amor por ellos, de la manera más incuestionable: compartiendo su existencia en su propio hogar. Así, por ejemplo, las hermanas Charlotte y Emily Brontë convivieron un significativo espacio de tiempo con un gato llamado Tiger, que jugaba con el pie de Emily mientras ella escribía sus relatos. Mark Twain comentó sobre los gatitos que si se cruzaban gatos con personas, sin duda mejoraría la especie humana, pero empeoraría la de los gatos. Theóphile Gautier, declarará que el gato “se convierte en compañero de tus horas de soledad, melancolía y pesar. Permanece veladas enteras en tus rodillas, ronroneando satisfecho, feliz por hallarse contigo, y prescinde de la compañía de animales de su propia especie. Los gatos se complacen en el silencio, el orden y la quietud, y ningún lugar les conviene mejor que el escritorio de un hombre de letras. Es una labor muy difícil de ganar el afecto de un gato; será tu amigo si siente que eres digno de su amistad, pero no tu esclavo”.
George Bernard Shaw Premio Nobel de Literatura en 1925 confesará que los gatos eran sus amigos. En su opinión: “El hombre es civilizado en la medida en que comprende a un gato”. Hermann Hesse (Nobel de Literatura de 1946) convivía feliz con su gato Lowe, y en sus ratos libres jugaba con él, y al igual que el dramaturgo y narrador irlandés, se consideraba “amigo de los gatos”. El autor de Un mundo feliz (1932), el escritor británico Aldous Huxley, no solo adoraba a su gato “Limbo”, sino que recomendaba a un amigo aspirante al oficio literario la conveniencia de convivir con esos pequeños felinos: “Mi joven amigo […] si quieres ser un novelista psicológico y escribir sobre los seres humanos, la mejor cosa que puedes hacer es llevarte un par de gatos”. François Sagan, la novelista francesa de Bonjour, tristesse (1954), confesaba sentirse acompañada en su soledad por su gato Brahms y su gata Minou.
Truman Capote, el autor de A sangre fría (1966) se pasaba la vida acompañado de sus dos gatos y un perro bulldog. Ernest Hemingway amaba tanto a los gatos que llegó a convivir con 57 gatos: una periodista estadounidense escribió un libro sobre su relación con ellos, Los gatos de Hemingway, en donde se le atribuye esta declaración: “Un gato es absolutamente honesto emocionalmente: los seres humanos, por una razón u otra, pueden ocultar sus sentimientos, pero un gato no lo hace”. Dos de los grandes escritores estadounidenses de ciencia-ficción del siglo XX un filósofo y un verdadero poeta respectivamente, Philip K. Dick y Ray Bradbury, se mostraron firmes defensores de los gatos. El autor de Fahrenheit 451 (1953) comentaba con frecuencia acerca de la capacidad creativa de su propio gato, “Willis”, y de los gatos en general y la conveniencia de imitarlos al respecto: “Este es el gran secreto de la creatividad: tratar a las ideas como a los gatos, tienes que hacer que te sigan”. En la lista de los escritores que no podían ni querían vivir sin un gatito que les hiciera compañía, debemos incluir a Julio Verne, Gertrude Stein, André Gide, Margueritte Duras, Alberto Moravia, y Haruki Murakami, Robert A. Heinlein, García Márquez y José Donoso, entre muchos más, como iremos viendo.
(Continua la próxima semana)
Catedrático de Filosofía