Las ideas mueven el mundo y, si queremos que se mueva en la dirección correcta, hay que partir de las mejores ideas y, para ello, han de ser sometidas previamente a la criba de un análisis crítico, tarea que corresponde a la filosofía.
Vivimos en una época en la cual enseguida acudimos a factores psicológicos de carácter patológico para explicar comportamientos que no acertamos a comprender cabalmente cuando, en realidad, aquellos obedecen a variables de muy distinta naturaleza con las que no estamos suficientemente familiarizados. El último ejemplo de ello lo representa la terrible invasión de Ucrania por parte de Rusia, cuya causa final pronto se situó desde Occidente, ante la sorpresa generalizada provocada por la misma, en la deteriorada salud mental del máximo mandatario del país agresor -Vladímir Putin-siendo así que hay que radicarla, en verdad, en un muy personal “cóctel” de ideas suyas (el que he dado en llamar “la filosofía de Putin”) extraídas mayormente de una serie de pensadores rusos, prácticamente desconocidos aquí, todos de cuales (Vladímir Soloviov, Nikolái Berdiáyev e Iván Ilyín) existieron a caballo entre los siglos XIX y XX a excepción de Alexander Dugin, que se encuentra todavía en el mundo de los mortales. Perfilemos, a continuación, las “líneas maestras” de dicha filosofía indicando, en nuestra sumaria exposición, los autores concretos, sin descartar al propio sujeto de aquella, que las inspiran en cada caso.
En primer lugar, hay que destacar la animadversión hacia la democracia y la exaltación de la autocracia, un rasgo común al conjunto de aquellos. Por poner algunos “botones de muestra” de esa “fobia política”, para Berdiáyev la democracia crea productos culturales mediocres mientras que para Iván Ilyín la libertad de expresión ampara que “las opiniones más idiotas, dolientes, desastrosas y desagradables son intocables solo debido a que un idiota traicionero u opositor tuvo tiempo para decirlas escondiéndose en su naturaleza intocable”. Por contra, el propio Iván Ilyín, que fue ideólogo de los rusos blancos y que admiraba el totalitarismo fascista italiano así como el nacionalsocialista alemán, apostaba por un régimen encabezado por un líder carismático, sin limitación temporal alguna a la hora de detentar el poder, que no había de rendir cuentas a nadie y al que debía adherirse incontestablemente el pueblo dada la alta misión histórica que el destino le tenía reservada ; aunque a esta propuesta política este filósofo en cuestión la denominaba una “democracia diferente de la occidental”, bien se ve que la misma, en el fondo, consiste en una auténtica autocracia, nada extraño, por otro lado, si se repara en el hecho de que aquella constituye el sistema de gobierno que Rusia ha poseído siempre salvo breves paréntesis puntuales.
En segundo lugar, otra característica de esa filosofía es el paneslavismo y el imperialismo. Puede definirse el paneslavismo como un movimiento político y cultural, de origen decimonónico y corte nacionalista, que busca promover la unión cultural, religiosa y política, así como la mutua cooperación, entre todos los países eslavos de Europa. Lo que ocurre es que, desde la perspectiva rusa, ese proceso de unidad ha de realizarse bajo su égida (en ese sentido, el importante lingüista de esa nacionalidad Nikolái Trubetskói, que vivió también entre los siglos XIX-XX, mantenía que toda república eslava debe “fusionar su identidad en un conjunto ruso”), de ahí el imperalismo inherente a aquella: en efecto, los diversos países eslavos, o bien han de estar bajo la órbita rusa (como sucedía en la etapa del “Telón de Acero”), o convertirse en Estados títeres de Rusia (como la actual Bielorrusia de Lukashenko) o bien, directamente, ser asimilados por esta última (que es lo que se pretende, en realidad, respecto de Ucrania con la vasta operación militar desplegada en su territorio al percibirla en el Kremlin y en la Duma como un mero “Estado artificial”). Con razón afirmó el cineasta ucranio Sergei Loznitsa, a propósito de su gran vecino del norte poco antes de que invadiera su nación, lo siguiente: “Es un Estado imperial con los atributos y códigos de un Estado imperial. Mientras exista va a luchar por los derechos y los territorios que considera de su propiedad. Y ahí entra Ucrania, claro”.
En tercer lugar, un aspecto nuevamente importante dentro de ese pensamiento lo representa el revisionismo histórico. Ciertamente, Putin ha devenido, cada vez más, en un “presidente-historiador”. Así, por ejemplo, en un largo artículo suyo, intitulado “Lecciones Reales del 75 aniversario de la Segunda guerra mundial”, publicado en 2020 en la revista norteamericana National Interest, efectúa una apología de la trayectoria de su patria a lo largo de la centuria precedente no reconociendo ningún error en esa singladura a excepción de la desaparición de la propia URSS (que llega a calificar como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”) y justificando, incluso, el ignominioso pacto Ribbentrop-Molotov como la única manera de que dispuso, en ese momento, la Unión Soviética para defenderse, provisionalmente, de la amenaza que suponía el III Reich. A juicio de Putin, aquella salvó, durante la “Gran Guerra Patriótica” (que es el nombre que los rusos prefieren darle a la Segunda Guerra Mundial) a la humanidad del peligro mortal del nazismo (por lo que está en deuda aún con su pueblo) convirtiendo precisamente el “improvisado historiador” –y, con esto, vamos más allá del contenido del citado artículo – esa misma retórica de “lucha contra el nazismo” (que ahora viene encarnado por los EEUU, la UE, la OTAN y, por supuesto, por el gobierno ucraniano) en la coartada ideológica favorita del régimen que preside para iniciar acciones bélicas en el exterior.
Euroasianismo de Alexander Dugin
En cuarto y postrer lugar, esta peculiar concepción presenta también como nota distintiva el euroasianismo, desarrollado, sobre todo, por Alexander Dugin, el teórico de mayor predicamento en las esferas del poder de su país. Según Dugin, Rusia no es ni Europa ni Asia, ni Occidente ni Oriente, sino una civilización aparte, con una fisonomía propia (por motivos religiosos, políticos y culturales), y, por tanto, al igual que las restantes grandes civilizaciones, está facultada para desenvolverse libremente, sin interferencias externas, en su “área de influencia” para lograr así que su futuro entronque con un pasado glorioso. Como señala el escritor noruego Jo Nesbø, “Los rusos prefieren vivir en un país poderoso y temido por su vecinos que un país menos poderoso y con un nivel de vida más alto, están dispuestos a sacrificar comodidad a cambio de sentirse poderosos”.
Así pues, bajo estas premisas (un líder autocrático que se halla convencido de que ha de desempeñar una misión “sagrada” –la unidad de los eslavos-, la cual presenta, además, como una manera de enfrentarse a formas remozadas de nazismo y en la que no caben inmiscusiones de potencias extranjeras habida cuenta de que se ejecutaría dentro de lo que considera su “jurisdicción”), lo asombroso hubiera sido que Putin no ordenara el ataque militar ruso contra Ucrania. En palabras de la intelectual de origen judío Masha Gessen, “Putin no necesitaba comenzar esta guerra contra Ucrania para descubrir qué hombre era (…) Era algo que los políticos europeos sabían”, es decir, el dirigente supremo de Rusia no ha “defraudado” pues ha obrado conforme a lo previsible a tenor de unos planteamientos suyos que resultaban públicos y notorios mientras que los segundos sí han decepcionado al no hacer prácticamente nada para frenar su actuación conociéndolos sobradamente, de modo que vuelve a suceder, en el caso de Putin, lo mismo que aconteció en el caso de Hitler, todo por olvidar interesadamente que ambos pertenecen a la clase de dictadores a los que no se les puede acusar de insinceridad.
En fin, concluyo con la siguiente reflexión: las ideas mueven el mundo y, si queremos que se mueva en la dirección correcta, hay que partir de las mejores ideas y, para ello, han de ser sometidas previamente a la criba de un análisis crítico, tarea que corresponde a la filosofía cuya “materia prima” la constituyen precisamente las ideas; por esta y tantas otras razones, esa disciplina no debe ser jamás subestimada en los planes de estudio.
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JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ PALACIOS,
Profesor de Filosofía y vocal por granada
de la Asociación Andaluza de Filosofía