El 3 de septiembre de 1939, que era domingo, Reino Unido y Francia declararon la guerra a Alemania, empezando la Segunda Guerra Mundial. Las tropas del III Reich habían iniciado la invasión de Polonia dos días antes y ambas potencias occidentales se decidieron a parar los pies a Hitler. Pero tardarían casi seis años en derrotarlo —hasta mayo de 1945– y tras millones de víctimas mortales en ambos bandos.
Sin embargo, la guerra no terminó con la derrota alemana. Japón, aliado de Italia y del Reich, mantenía una feroz resistencia frente a los Estados Unidos, por lo que finalmente el presidente norteamericano, Harry Truman, decidió el empleo de una nueva arma contra el imperio nipón: una bomba atómica fue lanzada sobre Hiroshima y otra sobre Nagasaki, quedando ambas ciudades totalmente destruidas. Japón firmaba también su rendición en los primeros días de septiembre de 1945. Sería casualidad, pero en ese mes había empezado la guerra en Europa y en ese mes terminó seis años después, en el Pacífico, la mayor tragedia bélica de toda la Humanidad.
¿Cómo se llegó a ella? Indudablemente, los tres principales culpables fueron Alemania, Italia y Japón, con unas políticas exteriores agresivas frente a estados como Polonia —atacada por Alemania—, Etiopía y Albania —ocupadas por Italia— y China —invadida por Japón—. Eran las potencias del Eje (Berlín-Roma-Tokio), totalitarias, ultranacionalistas, imperialistas y fuertemente belicistas. Dispuestas a conseguir sus aspiraciones territoriales, patrióticas o coloniales, al precio que fuera. Y la guerra, seguros como estaban de la victoria, no era un precio muy alto en la mentalidad de sus fanáticos dirigentes.
Pero las responsabilidades no quedan ahí. En agosto de 1939 Alemania ya está fuertemente armada y, por tanto, preparada para la lucha. Pero no contra la Unión Soviética de Stalin. Puede ser un enemigo demasiado poderoso y Hitler decide, mejor, negociar con él para llegar a un reparto territorial de Polonia. El dictador soviético, ideológicamente en las antípodas del Führer —o, al menos, eso se pensaba—, se presta al juego; y sus ministros de asuntos exteriores firman un pacto de no agresión que esconde la cláusula de la división polaca. El líder del comunismo mundial, que en España había apoyado a la República en su lucha contra el fascismo, es ahora cómplice del caudillo nazi en su objetivo de acabar con el débil país que hay entre ambos. La Unión Soviética, que dos años después sería también invadida por Alemania, facilitó a Hitler su política y, con ello, allanó el camino hacia la guerra.
¿Y los estados democráticos como Francia y Reino Unido?
Los dos pecaron de la misma manera: en 1919 imponiendo a Alemania, con su derrota en la Primera Guerra Mundial, unas condiciones tan extremadamente duras en todos los sentidos que propiciaron, como reacción, la inmediata aparición del nazismo. El llamado “Tratado de Versalles”, que obligaron a Alemania a aceptar, generó tal rechazo en su población que muy pronto empezó a defenderse la idea de su incumplimiento o, lo que es lo mismo, de su violación, que fue lo que llevó a cabo el gobierno de Hitler desde 1933. Una de las cuestiones estipuladas en él era la cesión de territorios alemanes a Polonia que le permitieran a esta lograr una salida al mar Báltico. Pero con el agravante de que toda una región alemana —Prusia Oriental— quedaba separada del resto del país por ese corredor polaco. Es decir, una especie de islote alemán rodeado por Polonia. Era uno de esos disparates de la política internacional que, indudablemente, dejaba abierta la puerta a una nueva guerra. Y Hitler no le temió a la guerra.
Desde 1933, que es nombrado canciller, inicia una estrategia de ruptura con ese tratado. Primero restableció el servicio militar y promovió la industria bélica, con el objetivo de dotar al país nuevamente de un potente ejército. En 1936 fue la remilitarización de Renania —toda la margen izquierda del Rin—, fronteriza con Francia, Bélgica, Luxemburgo y Holanda y que desde 1919 había quedado desmilitarizada para evitar una posible agresión germana a estos países. Asimismo, inicia su colaboración armada con los militares sublevados en España contra el gobierno democrático de la II República, lo que le permitió probar su aviación y sus tácticas en el mejor laboratorio posible, el de una guerra de verdad. Dos años más tarde llevó a cabo la unión con Austria, expresamente prohibida por el Tratado de Versalles, y la anexión a Alemania de la región de Los Sudetes, seguida muy pronto por la completa desmembración de Checoslovaquia, cuya mitad occidental incorporó al Reich y ya no solo esa región citada.
Y todo se hizo con la pasividad y falta de firmeza de Francia y Reino Unido, artífices de políticas tan vergonzosas como la de no intervención, que aplicaron en el caso de la guerra de España, y la de apaciguamiento, llevada a cabo, en la Conferencia de Múnich, respecto a Checoslovaquia. El objetivo, según decían, era evitar la internacionalización de conflictos que eran localizados y no dar pie a una nueva guerra europea. La realidad es que fueron cediendo ante Hitler, que iba, paso a paso, fortaleciendo al III Reich.
Quizás quien mejor expresara lo que estaba ocurriendo fue Winston Churchill. Las palabras que dedicó al primer ministro británico Neville Chamberlain, tras la firma por este de los acuerdos de Múnich (1938), fueron las siguientes: “Tuvo usted para elegir entre la humillación y la guerra, eligió la humillación y nos llevará a la guerra”.
En 1940 Churchill, que era del mismo partido que Chamberlain, le sucedió en el cargo, cuando la guerra ya había comenzado.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)