Leandro García Casanova: «Ocurrencias de Navidad, II»

Al día siguiente, sobre las 11 de la mañana, el enfermo estaba sentado como de costumbre a la puerta de la barbería. Lo saludé y le dije que yo tenía un familiar que había estado como él, tirado en la calle, pero lo convencí para que lo atendiera el médico y hoy se encuentra mucho mejor, tomando su medicación y sin tener problemas con la familia ni con nadie. Esta artimaña parece que surtió efecto. ¿Tú no puedes seguir así en la calle, Manuel, sentado a la puerta y llorando todo el día? Ahora estás mucho peor que hace un mes, cuando yo te vi, necesitas que te vea un médico y que te atiendan. “No tengo a nadie, mi madre falleció, mis hermanos no quieren saber nada de mí y mis hijas tampoco. A una le paso uno ayuda de 300 euros al mes, y ya ves. Yo fui jefe administrativo en la empresa…, durante veintitantos años”, me dijo llorando como una magdalena, a la vez que parpadeaba continuamente. Vamos a ver, Manuel, cada día vas a estar peor y necesitas que alguien te ayude. Me confesó que tenía una depresión y, para el 27 de febrero, tenía una cita con el psiquiatra de Salud Mental. ¿Tú quieres que yo te acompañe a tu médico o al psiquiatra? Confía en mí. “Bueno –respondió–, pero ¿cómo vuelvo luego del hospital?”. No te preocupes –lo tranquilicé–, yo te acompañaré también a la vuelta. Bueno, Manuel, tengo que hacer unas cosas y ya vendré a verte.

Poco después, estuve hablando por teléfono con una encargada de Salud Mental y me aconsejó que llamara al 061, o que lo acompañara en autobús al hospital. Regresé a la peluquería y, después de prometerme Manuel que vendría conmigo al psiquiatra de Salud Mental, llamé al 061. Pero aquí me dijeron que solo atendían las emergencias, y no a una persona abandonada en la calle. Para no discutir, decidí coger el autobús. Pero, cuando íbamos montados, el enfermo me preguntó varias veces y mirándome con desconfianza: “Y ¿a qué vamos a Salud Mental?”. Pues, a que te atiendan, porque no te encuentras bien. “Y ¿estará el psiquiatra tal?”. Puede que tenga consulta, le dije para calmar la ansiedad que tenía. Eran preguntas de un niño indefenso y a la vez desconfiado, acostumbrado a que se burlen a diario de él. Manuel tenía la mente completamente bloqueada. Al poco, volvía a la carga de nuevo con la misma pregunta, y no sabía yo lo que pensaría la gente del autobús, viendo la escena.
El aspecto de Manuel era deprimente, el de una persona completamente abandonada y con una desorientación total. En la peluquería le tomaban el pelo a diario. ¿Por qué agrediste al peluquero?, le pregunté a bocajarro. “Porque se burlaba de mí”.

Llegamos a Salud Mental y, cuando pregunté, me dijo la empleada: “¿Usted es el que llamó a la encargada… Siéntese, que ahora lo llamamos”. Allí se quedaron mirándome, como si fuera un extraño o quizá como a un alma caritativa, mientras a mí se me saltaban las lágrimas cuando les explicaba la situación: “Yo no soy familiar de Manuel ni nada, lo conozco de haberlo visto tirado en la calle varias veces”. Tan raro debe de ser, en estos tiempos, socorrer a alguien, ayudar al necesitado y ofrecer tu mano a un enfermo desconocido… Poco después nos recibió el psiquiatra del enfermo y le fue haciendo preguntas y repasando su historial. Yo lo puse al tanto de los últimos acontecimientos y le dije que estaba completamente bloqueado, pues preguntaba mecánicamente: “¿A qué he venido aquí?”. “Usted tiene aquí una denuncia por…”, le espetó el facultativo. “Sí, pero es una denuncia falsa”. Bueno, eso yo no lo sé. Yo solo le digo lo que pone aquí. Yo me quedé sorprendido. Quizá el psiquiatra quiso hacerme ver que no todo estaba limpio en el expediente del enfermo.

Poco después le atendió la asistenta social y, de nuevo, le fue haciendo las preguntas de rigor. Quedamos que, al día siguiente, la asistenta social lo recogería a la puerta de la barbería y lo llevaría a los Servicios Sociales del barrio del enfermo, para que lo atendieran y ver lo que se podía hacer. Le di las gracias al psiquiatra y a la asistenta y, seguidamente, nos fuimos andando hasta la parada del autobús y cada cual pagó de nuevo su viaje, porque Manuel decía que no tenía suelto. Lo dejé cerca de su vivienda y me despedí de él. Manuel estaba más tranquilo y yo, aunque algo harto de la situación comprometida, también me quedé tranquilo pues había intentado sacar a un ser humano de la situación inhumana y degradante de estar sentado durante el día en un peldaño y llorando, mientras se mofaban de él.

Dos días después, lo vi de nuevo sentado a la puerta de la barbería. Lo saludé y se levantó dándome la mano. ¿Cómo estás, Manuel? Veo que hoy te ha afeitado la asistenta y estás mucho mejor. “Estoy casi igual”, me dijo poniéndome la mano encima del hombro. Tenía mucho mejor aspecto y los mocos ya no le colgaban de la nariz. “Te llamé por teléfono, pero lo tienes apagado”. Yo creo que te lo di equivocado, le respondí. Un vecino me previno que no se lo diera, “pues, va a estar llamándote todo el día”. Y tampoco no me habló bien de Manuel, “está solo y las hijas no quieren saber nada de él, porque se lo merece”. Llevaba prisa y le dije a Manuel que otro día vendría a verlo y le daría mi teléfono.

La conclusión de todo esto es que podemos ayudar al prójimo –a nuestro próximo, de ahí tiene su origen la palabra–, aún sin conocerlo y aunque no haga méritos para ello. Una persona que está hundida, deprimida, desorientada y llorando en la calle no se le debe dejar abandonada y, menos aún, hacerle bromas y mofarse de su situación. Eso es, sencillamente, ser cruel con quien está indefenso y sufriendo, hasta que un día cometa una fechoría con quienes se burlan de su estado o termine suicidándose. Haz el bien y no mires a quien.

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