Un colegio cerrado que junto a la playa había, nos servía de refugio aquel día. Prestos y ligeros todos nos acomodamos con nuestro hato colocados en un poyato existente en todo el perímetro del patio y después de atentos escuchar la serie de advertencias y recomendaciones que nos daban, todos ligeros nos comenzamos a poner nuestros bañadores, los más acostumbrados por ser residentes de alguno de los pueblos con playa, vacilando con los demás se metían en el mar con cierta soltura y confianza. Yo, antes de hacerlo quedé frente aquel gran “charco” de agua gozando aquella vista y descubriendo que ahora por línea lejana del horizonte, navegaban más barcos, alguno de ellos muy grandes y largos con dos chimeneas que en cielo bordaban con negro humo la ruta que seguían.
Las aguas mediterráneas estaban aún frías, había un poco oleaje, con mis pies metidos en el agua permanecía expectante observando a aquellos compañeros que en un alarde se metían adentro y lejos llegaban.
Una señora entrada en años paseaba despacio desplazándose con cierta dificultad por las arenas donde rompían las olas que eran de cierta fuerza. Ello me hacía meditar y dudar antes de entrar en ellas… fue cuando esa señora de negro y con pañuelo al rostro hasta mi se acercó y de forma un tanto misteriosa y como si mi madre fuera me susurró con una preciosa voz suave y cariñosa: “Chico, ten mucho cuidado hoy con las olas, hay resaca”. Me dedicó una sonrisa que dirigió hacía mi expresivo rostro de cariacontecidos gestos ante aquella dulce señora que me acababa de dar tan lindo consejo. Le di las gracias. Seguido que fue su caminar con el mismo paso con que había llegado. No dejaba de mirar a aquella misteriosa señora que con dulzura a mí me habló dejando en mi corazón un bonito consejo, que, de boca de mi madre parecía salido. Cuando volví con mis ojos de nuevo hacia aquella señora, ésta había desaparecido. Me inquietó su pérdida de la arena que lenta paseaba hacía un momento, hacia todas partes miré, preocupado y desconcertado y así me hallaba hasta que un grupo de compañeros que con cangrejos jugaban en unas cercanas piedras, me llamaron, partí hacia ellos y con ellos uní mis juegos y lo pasamos muy bien. Yo me sentía inundado de paz y una enorme tranquilidad me invadía.
Jugaba y a la vez mi mente estaba en la señora que después de hablarme desapareció. Me preocupaba si le hubiera ocurrido algo.
No volví a pensar en ello, me bañé varias veces, llené aquel maravilloso día con mis compañeros de juego. En mi espalda notaba cierta tirantez, aquella piel blanca se estaba quemando sin yo saber y nadie me dijo que se quemaba si mucho tiempo permanecía al sol. Cuando uno de mis amigos apoyó su mano en mi hombro, supe que aquello era más serio de lo que pensaba. Echándome agua fresca lo quería arreglar, ya había más igual que yo que con su espalda quemada se apartaban de todos creyendo y temiendo que les irían a tocar.
El espacio de la playa que ocupamos, a la misma altura del pueblo, era amplio y todo lo usábamos para juegos y carreras, deportes y entretenimientos varios. A nadie le molestaba ni mermamos espacio, porque nadie había en ella. Ésta se encontraba sola y sin otros visitantes. No había mucha costumbre de los españoles en la playa. Corría el final de los cincuenta y solo pensaban y se ocupaban en la reconstrucción de España.
Gran salto cuantitativo y cualitativo se ha dado en el estado del bienestar, si comparamos hoy con aquella época de atrás, de mediados del siglo pasado.
El sol, sus rayos enviaba en total verticalidad, nuestra piel enrojecida y deshidratada dolía cada vez más. Me resguarde bajo un gran eucalipto de los que en el colegio había, la sombra consoló el escozor de mi piel atirantada y deshidratada. Me comenzaba a dormir, el peso de mis párpados se empeñaba en cerrarse sobre sí y transmitir al cerebro que deseaba dormir.
EN LA PLAYA
Sonó fuerte un silbato, nos llamaron a comer. Una larga y ordenada fila se formó junto a aquel furgón que de Granada traía comida para todos, abundante y exquisita.
Una oración rezamos antes de comenzar y divertidos y contentos, jóvenes y con ganas consumimos la carga calórica que nos vinieron a traer. A la vez y en la cola la merienda nos sirvió también, empaquetada y dispuesta con manos delicadas de aquellas monjas que en cocina guisaban.
La tarde de playa, y por mi parte descubrimiento del mar, ya fue más tranquila, nos mantuvimos a la sombra bajo aquel cobijo ofrecido por los eucaliptos del patio.
El sol de vertical a oblicuos transformó sus rayos además de acercarse a la línea del horizonte lejano. Por mucho rato observé e hice cábalas, si la caída del sol sería a las aguas mediterráneas o a las crestas de las montañas que le bordeaban.
El polvo de un cercano camino nos hizo reparar que los autobuses venían, señal inequívoca que se acercaba la hora de regresar. Yo me acerqué al mar, junto a la orilla; me despojé mis sandalias e hice que las olas besaran mis pies. Su acariciante frescura me hizo espabilar y ya despierto del todo, despedí a mi nuevo amigo el mar, que me presentaron hoy por primera vez.
Me deslumbró uno de los rayos…de los rayos del sol, que al igual que yo despedía al mar, él despedía también todo lo que aquel día había dominado, hasta que mañana venga de nuevo a dar vida y cumplir su misión.
Las cábalas que hiciera ya hacen un buen rato, no acertaron en nada, por donde aquel se escondiera, porque a poco de marchar lo hacía entre tierra y mar, no acerté por ello en mi previsión, pero si fue ocasión para disfrutar enormemente con aquella, mi primera puesta de sol. En la que éste juguetón sol, jugaba con los colores… hora rojo hora dorada otrora blanco y pavoneando se reflejaba en el azul del mar, que también coqueteaba con su preciosa estampa reflejando todo aquello que vislumbraba, entrando en rivalidad con aquel que desde los cielos no le dejaba de mirar. ¡Se apagó! Un halo de morriña recorrió mi corazón y también dije yo… ¡Adiooos!.
Hubieron de llamarme. los autobuses sonaban su motor y ocupados casi todos con cariacontecidos muchachos. Se acabó la excursión. En los cómodos asientos el cansancio nos durmió, camino de Granada a donde mañana tocaba comentar lo acontecido y estudiar, para conocimientos adquirir entre griego y latín con la matemáticas y francés, literatura, geografía y la transmisión del deber que a todos se nos inculca con laboriosidad y tesón por los extraordinarios profesores, superiores y rector.
Los autobuses dan su último acelerón al final de la cuesta que nos acerca a la Gorgoracha, ya muy próximos al viejo túnel, no lo pude resistir. Me puse en pie, me volví y con mi mirada recorrí todo aquel maravilloso espacio con el mar al fondo. Mi último adiós y mi última mirada hasta volvernos a ver. Adiós, mi ya viejo amigo… ¡el mar!
Como hito de vida queda en mi mente aquel instante, aquel momento en que mi vida llenaría como inolvidable evento, la última mirada en aquel punto… ¡¡Cuando yo vi el mar!!
Ver más artículos de
Inspector jubilado Policía Local de Granada