De cómo, para que una cosa aburrida nos resulte atractiva, es preciso alejarnos y cambiar el punto de vista.
La actividad de hoy ha resultado magnífica, Molinera. Magnífica por lo fructífera e inusual.
Aunque por el pueblo al que hemos acudido pasa el ferrocarril, los niños estaban tan acostumbrados a ver transitar los trenes que, casi, ni les llamaban la atención.
Digo “inusual” porque, a veces, ante la rutina de las cosas, es preciso pararnos a contemplarlas con un nuevo enfoque. Un punto de vista que nos permita aprender y disfrutar de ellas al mismo tiempo.
Y nada mejor que lo que hemos hecho: ir caminando por un carril que, con el río de por medio, corre paralelo al propio río y a la vía del tren. Ha sido necesario, sin embargo, caminar durante una hora para llegar a tomar asiento en un emplazamiento inmejorable: un montículo, situado justo enfrente de un viaducto que, salvando una amplia y profunda torrentera, permitía que por encima suyo cruzaran los trenes sin dificultad alguna y total visibilidad.
Recrearse viendo pasar trenes es una gozada. Para ti, Molinera, no, porque no eres sensible a lo que de bucólico tiene ver un tren en marcha. Pero para los niños y jóvenes, sí. ¿Por qué crees, si no, que cuando los ven alzan inconscientemente su manita o su manaza para decirles adiós? Precisamente porque representan la esencia misma de sus sueños: la del deseo de viajar, aventurarse y descubrir. Algo similar a lo que les sucede en el ámbito del aprendizaje con nuestra Pedagogía Andariega.
Pero el objetivo en este caso no eran ni las nostalgias y ni las recreaciones fantasiosas a que dan lugar los trenes circulando por esos carriles paralelos que parecen juntarse en el infinito… No. Hoy la cosa iba de un asunto más prosaico, como el de tratar de que a partir del ensayo-error los muchachos se aproximaran a ley física que rige el cálculo de la velocidad, en función de los parámetros espacio-tiempo (y viceversa).
De momento, han adquirido nociones en torno al movimiento y sus circunstancias, pues no en vano nuestra didáctica se basa en un caminar constante. Lo que buscábamos hoy era que, a partir de observaciones y cálculos elementales concluir en la relación existente entre lo que se recorre, el tiempo que se invierte y el concepto velocidad (el “a tantos kilómetros por hora” que manejan ellos de continuo cuando porfían sobre sus bicicletas o la potencia del coche de su padre). En definitiva: no se trataba de darles la fórmula mágica de “velocidad es igual a espacio partido por tiempo”, sino de que ellos mismos elaboraran sus propias cávalas y averiguaciones.
Previamente, y con el fin de que la contabilidad de nuestros datos fuese más provechosa, hemos acudido al Jefe de Estación para que nos informara del horario de los mismos. “A las diez, sube el mercancías, procedente de Algeciras –nos ha ido diciendo-. A las diez y cuarto baja el de viajeros, procedente de Ronda; a las diez y cuarenta y cinco baja también el Alvia que, por la vía del Ave, viene de Madrid; a las once y treinta y nueve sube otro mercancías y a las doce y cuarto baja el cercanías que, procedente de Sevilla, enlaza con el Ferry que llega a Tánger, vía marítima.”
Una vez llegados al sitio, nos hemos puesto de acuerdo en el tramo de vía a tener en cuenta. El espacio equivalente a un kilómetro: más o menos el trecho visible entre el final de una línea de eucaliptos que allí hay, el propio viaducto y unos alcornoques de que sobresalen por encima del resto. Hemos sacado los móviles y los hemos puesto en modo cronómetro. En la “hoja de registros” de nuestras Tablet hemos creado una serie algorítmica de Excel, donde dejar constancia del tipo de tren, de si subía o bajaba, del tiempo que echaba cada uno de ellos en recorrer dicho trayecto con el fin de tratar de averiguar, como hemos dicho, la velocidad que desarrollaban; es decir, cuántos kilómetros recorrerían de seguir constantes durante una hora.
Mientras esperábamos a que fueran pasando los sucesivos convoyes, la actividad a llevar a cabo era la de dibujar y colorear la estructura del viaducto y el paisaje de los alrededores; comerse el bocadillo y jugar, quedando dos vigilantes para ir avisando de las llegadas de los distintos convoyes.
No te voy a aburrir a ti, Molinera, con el análisis de las conclusiones llevadas a cabo por los chavales. De sobra sé de tu desafección por estos temas científicos, empeñada como andas en pastar e ir pegando bocados a diestro y siniestro.
No. Efectivamente no han llegado, de momento, a deducir la famosa fórmula que a nosotros nos obligaban a aprendernos de memoria para, una vez ante un problema ficticio, ir sustituyendo las letras por su valor. Nuestra metodología es más lenta, pero a la larga, más eficaz sin duda alguna.
Te resumiré que han constatado fehacientemente y por sí mismos algo que Einstein descubrió, no ya con la edad de estos muchachos, la de trece años, sino con veintiséis. A saber: la relatividad de las velocidades, en función de las circunstancias universales. Es decir, en nuestro caso, de las variables que nos obligaban a tener en cuenta si los trenes eran de mercancías o de pasajeros; si llevaban muchas o pocas unidades, si subían o bajaban, si eran de media o larga distancia, o si llevaban mucha o poca bulla.
En fin, y ahora llevando a los alumnos al terreno metafísico (que no solo de pan vive el hombre…) hemos venido hablando durante la vuelta de esas veces en que lanzamos opiniones a la ligera sobre fulanita o menganito, sin tener en cuenta las mil circunstancias en que se desenvuelve cada uno.
Un día, como dije, para disfrutar, para calcular, para dibujar, para reflexionar y para compartir. Un día fantástico en el que la nostalgia y los sueños han venido de la mano de unos trenecitos que iban y venían a su destino. Unos trenes que salvaban las dificultades de su recorrido vital a base de poner ahínco en ello, alegría en el resoplar y, por encima de todo, de hacerlo en movimiento: caminando… ¡Caminando y aprendiendo con la vista puesta en el infinito de la didáctica ferroviaria, Molinera!
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