El plurinacionalismo ha sido siempre y en todas partes una bomba de relojería. No hay país plurinacional que no se haya ido al garete
La lección histórica permanente que cabe extraer de la batalla del bosque de Teutoburgo (que se libró en septiembre del año 9 d. C. y en la cual diversas tribus germánicas infligieron a las armas romanas una de sus derrotas más humillantes y dolorosas), ahora que estoy teniendo un conocimiento más en detalle de la misma por diversas vías, creo que es la siguiente: cuando, en el marco de un conflicto, se contraponen, a nivel de dirección estratégica, de una parte, la estulticia y la ineptitud y, de otra, la capacidad y la inteligencia, están asegurados para sus correspondientes facciones, de modo respectivo, el desastre total y el triunfo más absoluto.
Esta enseñanza resulta aplicable no sólo a los conflictos bélicos, sino también a otro tipo de contiendas como las políticas, por ejemplo, la que mantienen, en el ámbito doméstico, desde los inicios del actual régimen democrático –para no remontarnos todavía más en el pasado- el denominado “bloque constitucionalista” (que defiende la integridad territorial de España) y el bando nacionalista (que pretende, en última instancia, la independencia de sus “zonas de interés” rompiendo, de esta manera, la unidad de nuestra patria). Lamentablemente – y digo tal porque me adhiero fervientemente al primero de ambos-, aquí los “Varo” han sido las sucesivas generaciones de incompetentes políticos “españolistas”, por así designarlos, mientras que los “Arminio” han venido representados por las diversas oleadas de taimados dirigentes separatistas, embozados o no. La prueba de ello radica en que, si pidiéramos a cualquier analista imparcial y objetivo que juzgara la presente situación en ese sentido, no le quedaría otro remedio que concluir que aquella se acomoda mucho más a los planes de los nacionalistas que a los de sus antagonistas.
A lo expresado en la última aseveración ha contribuido no poco que ese bloque en cuestión, de un tiempo a esta parte, se ha resquebrajado habida cuenta de que uno de los dos grandes partidos que sustentaban el llamado “Régimen de 1978”, el que se situaba antaño en el espectro ideológico del centroizquierda, está abandonando progresivamente, en este como en otros aspectos, los postulados de aquel. Ciertamente, en el tema que nos ocupa, donde nuestra vigente Constitución hace referencia en su artículo 2 a la “Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, dicho partido prefiere hablar ahora de la “España plurinacional” -devenida recientemente en el concepto más descafeinado de “España multinivel”- olvidando, de este modo, la siguiente advertencia del historiador, economista y, sobre todo, sabio Gabriel Tortella: “El plurinacionalismo ha sido siempre y en todas partes una bomba de relojería. No hay país plurinacional que no se haya ido al garete. Plurinacional era la Unión Soviética y ya sabemos en lo que quedó. Plurinacional era el Imperio Austrohúngaro y mira cómo sucumbió. Plurinacional era la Yugoslavia de Tito y ya sabemos lo que pasó. Pero lo peor es que esta plurinacionalidad siempre se ha disuelto con violencia. No hay ningún ejemplo que haya tenido efectos positivos”.
Evidentemente, no habríamos desembocado ni por asomo en este estado de cosas si, desde un principio, los líderes constitucionalistas –en una demostración de sagacidad y de falta de complejos de las que, por desgracia, han carecido crónicamente- hubieran acordado dos simples pero muy efectivas medidas: una, destinar, en nuestra Carta Magna, las funciones secundarias a las Comunidades Autónomas y reservar, con carácter exclusivo e intransferible, las funciones primarias (sanidad, seguridad, servicios penitenciarios, educación –materia que tan decisiva se ha mostrado para el auge de la deriva particularista que padecemos-,etc.) al Ejecutivo Central; dos, el diseño de un sistema electoral que impidiera a las fuerzas nacionalistas ejercer influencia alguna en la gobernabilidad del conjunto de nuestro país.
Una alternativa interesante relativa a este último punto la ha propuesto el jurista Pablo Abejas Juárez en un artículo suyo de lectura obligatoria para todo ciudadano responsable, a saber, “El anómalo sistema electoral español”: “Asignar 50 diputados extras al partido más votado en las elecciones generales. Este es el actual sistema griego y se puede conseguir mediante la modificación de los artículos 162 y 163 de la Loreg. Esto se puede hacer aumentando a 400 el número de diputados, o bien disminuyendo a 300 los diputados elegidos por el actual método y los otros 50 se asignarían al partido que haya obtenido mayor número de votos a nivel nacional. Este reparto de los 50 diputados extras podría ser cuestionado por su falta de proporcionalidad. Con los restantes 300 diputados permitiría a todos los partidos regionalistas los mismos diputados, como hasta ahora, pero en la mayoría de los casos no condicionarían al Gobierno de la nación”. Si no me fallan los cálculos, la implementación de un procedimiento así en los últimos comicios hubiera arrojado, tras los mismos, un gobierno de coalición, respaldado por una sólida mayoría parlamentaria, de tendencia no precisamente “progresista”. Además, este autor finaliza el citado artículo con estas premonitorias palabras: “No hay ninguna ley más importante ni más urgente que esta, ni géneros ni memorias ni fiscalidad ni inmigración ni nada. O cambiamos esto o la muerte de la nación está garantizada en unos pocos años”.
En fin, va para cerca de tres décadas que un colega mío de Historia me comentara que un hecho ampliamente constatado por su disciplina era, concretamente, que una minoría convencida, perseverante, organizada y bien guiada terminaba por imponerse a una mayoría desprovista de semejantes virtudes. Pues en esas, justamente, estamos.
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JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ PALACIOS
profesor de Filosofía y Vocal por Granada
de la Asociación Andaluza de Filosofía (AAFi)