Gregorio Martín García: «En las calles de mi pueblo, 1/3»

A la sazón, en Benalúa de las Villas, era alcalde, el que durante mucho tiempo lo fue: D. Cipriano de la Torre Benítez. El pueblo en aquellos lejanos tiempos se hallaba muy falto de servicios. Se podría decir que estos no existían. Una monótona y olvidadiza gestión hacía que nadie de ello se acordara ni responsabilizara. Todo se movía por la propia inercia que de atrás nos venía. El ayuntamiento estaba allí en el lugar de la plaza que ocupaba desde hacía mucho tiempo.

Sí, tenía sus funcionarios, los estrictos y necesarios para los pocos papeles que allí se movían. Su corporación también estaba constituida: alcalde y concejales, que ni solían asistir a reuniones y plenos. Llegaban cansados de trabajar en sus campos cuando eran citados para tales menesteres. El alguacil pasaba el acta del pleno por los hogares de aquellos para que lo firmaran, al otro día del hipotético evento de gobierno del pueblo.

A pesar de aquella parsimonia, lentitud y sosiego que se gastaba la “Ilustrísima Corporación”. No tuvieron por menos que, hacer la gestiones para arreglar las calles del pueblo, en total abandono que parecían barbecho de alguno de los cerros del pueblo.

Además de que, días pasados recibieron una de las escasísimas misivas que al año recibe nuestro ayuntamiento. En ella se decía que el Gobierno de la Nación otorgaría, a fondo perdido, veinticinco mil duros, para el arreglo de calles, -ciento veinticinco mil- pesetas, (750 €), cantidad importante y fue esto lo que hizo ponerse en marcha nuestra casa consistorial para no perder la buena cantidad que se otorgaba.

Se hicieron gestiones, y en poco tiempo hubo empresa contratada para tales trabajos. Así como los materiales contratados para dar comienzo a las esperadas labores. Para lo que se hicieron por alcalde y ediles los necesarios viajes a la capital y otros pueblos, donde fueron informados al respecto y se les adjudicaron los técnicos necesarios.

No había pasado mucho tiempo. Aparecieron unas máquinas en las calles del pueblo. Aquella mañana serena, de luz rompedora traspasando la atmósfera iluminaba y hermoseaba todos los campos.

La máquina que más atrae de las existentes en calle Real, junto a la iglesia y en la Plaza. Por su curiosidad y rareza, con una sola rueda delante a modo de gran rulo de hierro y muy pesado y dos traseras iguales que, de parecidas formas y muy pesadas tenía a ambos lados.

Los niños y chavales según iban tomando la calle y sabiendo al detalle de los artículos citados de los cuales nunca habían visto uno, se arremolinaban a ellas sin dejar de observarlas y con deducciones infantiles figurarse como extrañas máquinas de guerra, o si no, ¿De qué eran aquellos rústicos y fuertes trastos que la noche había dejado sobre las calles del pueblo?

Algún personaje mayor muy avezado, y que también observaba interesado, dijo él muy complaciente: -es una “asentaora”, y continuó diciendo: -Yo vi una parecida en la carretera “pa” Grana, cerca del pantano que están haciendo y que se llama Cubillas. Poco antes de llegar a la capital.

– ¿Y para qué las han traído aquí? preguntó un jovenzuelo que apenas le empezaba a salir la barba y su cara parecía panocha rocetera. -Para arreglar las calles. Contestó uno del corro.

Los curiosos aumentaban, las opiniones proliferan, hasta que, pasado un buen rato, llegaron dos camiones con peones y herramientas, que comenzaron sus trabajos levantando piedras y tierra del terrizo que formaban, hasta entonces nuestras calles.

Se pusieron a trabajar en dos o tres puntos distintos, mientras unos se afanan en levantar el suelo de la plaza otros en calle Madrid, cerca de la Placentilla, hacían lo propio.

Maquina asentadora

Iban a pavimentar las principales calles del pueblo, con alguna ayuda del Gobierno y resto aportado por nuestro ayuntamiento. Hicieron adjudicación de dichos trabajos a una empresa de fuera del pueblo que, si bien traía algún trabajador, especialmente los entendidos en manejar las maquinarias, el resto era contratado de la mano de obra del pueblo. Pronto las calles presentaban un caótico estado, con montones de tierra, piedras traídas de cantera, hoyos de extracción de grandes piedras semienterradas que se encontraron en el centro de las vías.

Dos de estas piedras se hicieron famosas, ahora diríamos “virales”, ya que su dificultad para extraerlas presentó trabajo extra, de máquinas retroexcavadoras, así como picos, pala y azadones manejados por peones.

Uno de estos grandes riscos, se encontraba en la plaza, junto a la casa Grande, que así fue llamada por ser la de los señores condes de Benalúa, frente al ayuntamiento y lindando con la casa que después fuera escuela del Sr. Laureano.

Era tal la curiosidad de ver a las máquinas atacar aquella mole para extraerla, que junto a la maniobra siempre había cantidad de mirones de todas las edades, los cuales daban opinión ya que “todos mucho entendían” de lo que allí se hacía, por eso criticaba unos, asentían otros, había alguno que hasta se enfadaba porque no hacían lo que él pensaba; tanta era la concurrencia que el capataz hubo de poner un peón junto al corro de “peritos” para que estos dieran sus “veredictos” lejos del peligro.

Troceada hubieron de sacar la gran roca que tanta hora de distracción dio a las “fuerzas vivas” del pueblo. La segunda piedra de qué hablamos, necesitó de más técnica, ésta, sito en calle Madrid a la altura de la casa de Joseillo y de su hermana Pepa, que eran a la sazón dueños del bar que mucho tiempo estuvieron en la casa que ahora es propiedad de D. Eustaquio Carrillo.

A aquel lugar se trasladaron, maquinaria con sus conductores y auxiliares y varios peones que, con sus Palas, picos y azadones, donde no faltaban los marros. Todo fue puesto al servicio de la extracción de aquella piedra, que, por su mayor volumen y profundidad, había necesidad de emplear en ella más técnica y maña para lograr el fin de aquel lugar, apartarla ya que era obstáculo del trazado de la vía.

También fueron allí llegando, los “peritos”, críticos y mirones y todos lo que estorbaban a la faena a realizar. Tan “importante” era la presencia de estos, que sus sesudas opiniones dieron lugar a profundas discusiones con el peligro añadido de que alguna de aquellas a las manos habrían llegado si los demás mirones no mediaran para evitarlo.

[Continuará]

 

 

 

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Gregorio Martín  García

Inspector jubilado de la Policía Local de Granada y

autor del libro ‘El amanecer con humo’

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Comentarios

Una respuesta a «Gregorio Martín García: «En las calles de mi pueblo, 1/3»»

  1. Francisco Avila

    Y llegó la hora del resurgir de un pueblo aletargado en él tiempo y que mejor que trasformar las calles, bueno por llamarlas de alguna forma por lo que sé entendían por calles asfaltadas con su correspondiente alcantarillado para la llegada del agua potable, entonces los niños nos convertiamos en los arquitectos de las obras, buena narración.

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