La honestidad literaria de Chirbes conforma la peculiar personalidad del autor: rabiosamente irreductible. Inscrito en la mejor tradición de nuestros narradores más insignes (Galdós, Baroja, Aldecoa…), su prosa –siempre limpia, directa, eficaz- jamás buscará alambicados efectos estéticos ni exploraciones de nuevas maneras narrativas sino la transmisión fiel de un pensamiento que se corresponde muy rigurosamente con la realidad, aunque ello le valga más de una crítica, sobre todo de aquellos que no quieren, no les conviene o no saben verla. Muy acertadamente, a mi juicio, el diario El País reproducía este pasado domingo el artículo fechado el 9-10-96 de otro grande contemporáneo, Antonio Muñoz Molina, en el que ponía las cosas en su sitio respecto a Chirbes y cuya lectura recomiendo muy encarecidamente a mis lectores.
«Enfrentarse a las obras del maestro es abismarse en un mundo, tan coincidente con la realidad que vivimos, que sacude nuestras conciencias sin el menor atisbo de conmiseración» |
Pero si estas pinceladas a vuelapluma sobre su estilo personal no fueran suficientes para sentir una profunda admiración por la obra de Chirbes, entrar en el contenido de sus textos es otra historia, tan honesta o más que su propia manera de escribir. Enfrentarse a las obras del maestro es abismarse en un mundo, tan coincidente con la realidad que vivimos, que sacude nuestras conciencias sin el menor atisbo de conmiseración. Discrepo profundamente de los que, en no pocas ocasiones, han tratado al autor como un ser antipático, hosco, malencarado. No y mil veces no. Antipáticos y deleznables son los personajes y las situaciones que se nos cuentan y que conforman, a estas alturas de la película, parte de nuestro patrimonio nacional. Deleznables son los que han hecho de esta democracia un remedo de la misma y cuya bajeza moral solo es superada por su afán de enriquecerse a toda costa. Miserables son los que a tantos y tantos nos han hecho perder la ilusión y la fe en una sociedad más justa, más humana y más culta.
Admito, no obstante, que alguien pueda llamarlo aguafiestas. Mientras el brillo cegador del dinero tenía deslumbrado a la inmensa mayoría del país, el maestro ya atisbaba que la fiesta no era tal: golfos, trincones, trepas, rufianes… chorizos de toda laya transitan por sus páginas con la naturalidad indigna de quien se siente protegido por el poder o sus aledaños. Son tan reales sus personajes y situaciones que entran a formar parte del ámbito personal y próximo del lector y ofrecen una luz que le confirma que lo que uno piensa no está tan alejado de la realidad, que las dudas sobre ciertos enriquecimientos casi espontáneos de personas, más o menos conocidas, o sus ascensos sociales son sumamente sospechosos a la luz del asalariado más modesto y honrado. Sí, Chirbes es un agufiestas que denuncia la falta de escrúpulos de todos estos tipejos que pululan a nuestro alrededor con la sonrisa blanca y el alma negra, que de la vida solo saben que todo se compra y todo se vende y que sin ninguna norma, ni ética ni moral, han convertido nuestro país en una inmensa cloaca de la que nos costará muchos años salir si es que, por fin, alguna vez se sale.
Por eso, en este domingo de agosto, de azules de mar y olas, de ocio familiar y bullicio festivo y juvenil, he sentido una inmensa tristeza al conocer la noticia de su fallecimiento. Me ha jodido el día. Se nos ha ido un grande de nuestras letras y con él un fidelísimo notario de nuestra realidad cotidiana. A sus lectores nos deja con una intensa sensación de orfandad porque ya no tendremos la posibilidad de alumbrarnos con su potente foco en las tinieblas de este pobre y maltrecho país.
Desde estas líneas me gustaría ser capaz de hacer que la gente reflexionara y, sobre todo, invitar a los lectores de este artículo a que te lean con toda la atención y cariño, que en definitiva era para ti tu mejor premio.
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