El hombre que fabricaba caramelos ¿Hubo alguna vez una fábrica de caramelos en Benalúa de las Villas? (2/3)

Angry era un sencillo personaje, muy noble y amable, de conversación amena, con pronunciación agradable y de cercana empatía. Vestía muy acorde con la profesión que ejercía: Unos sencillos pantalones sujetos por unos tirantes de goma, por encima de una blanca camisa, sobre esto una especie de guardapolvo amplio y cómodo con dos grandes bolsillos, un sombrero bombín o sombrero hongo de color negro y calzaba unas cómodas alpargatas también negras de tela, con suela de cáñamo, al cuello un pañuelo con colores y dibujos de caramelo que hacía juego con su pañuelo del bolsillo de pecho, No era muy alto y si un poco relleno, pareciera como si su figura se conjugara con su personalidad y entre ambas lograban una agradable figura de hombre del arte y que a eso dedica su vida.

-Decía, venía de un lejano pueblo, a leguas de distancia. Más allá de las serranías de Sierra Morena, en donde en sus tiempos de descanso, en su hogar, se dedicaba a hacer manualidades de verdadera artesanía que, ahora, mientras él hacía el recorrido vendiendo sus caramelos, su esposa en casa hacía lo propio con el trabajo que había dejado fabricado en sus tiempos de descanso.

-Un hijo de cinco años tenía. Continuó relatando. -De pelo rubio como el oro y de ojos limpios e iluminados al que quería enormemente. Siempre me esperaba a mi vuelta de las rutas que cada temporada hacía. Y ya hace mucho tiempo, Dios se lo llevó a su lado. En un aciago día de dolor y desesperación. Con visible tristeza continuó. -Ahora compenso mi pena vendiendo mis caramelos a todos los niños que a mí se acercan con una pequeña moneda con su infantil mirada y dulzura para compararla con la de mis caramelos.

Al mentar tal desgracia unas lágrimas asomaron a sus ojos entristecidos, rodando por sus mejillas, al suelo cayeron mojando aquella tierra a la que vino a parar, en busca de la comida para su familia y hogar.

Todo lo que el caramelero contó, lo hizo en el quicio de la gran puerta de la posada, mientras descansaba de su primera masa de caramelos que acababa de terminar. No le gustaba mucho hablar, aunque cuando lo hacía era muy amable y fue por ello por lo que ese día contó lo que de su vida guardaba en el fondo de su entristecido corazón.

Era una tarde de octubre, con cielos semi nublados con buena temperatura. Se arrepintió de haberla amargado con su triste recuerdo. Entró a la posada y se sentó junto al lugar donde tenía su hato y su género para el trabajo, se quedó algo vencido por el peso de sus párpados que se cerraban y le invitaban al sueño, pero recordó que pronto había de salir a vender sus dulces chucherías.

Mientras comenzó a prepararse para su salida, pensaba que le estaba gustando el pueblo, que le agradaban sus gentes y si todo iba bien, allí estaría una temporada hasta comprobar que ya bajaban las ventas. Entonces volvería a recomenzar la ruta de vuelta a casa, ya hacía casi mes y medio que había salido.

Montó y armó una especie de pequeño carromato con cuatro ruedas. En una de sus esquinas delanteras, la derecha, iba sujeto un raro aparato de lentes, invitaban a mirar por ellas y sobre las mismas un letrero anunciaba: “Vea el Mundo por un agujero”. Con una gorda basta para visitar New York, las cataratas del Niágara, los Pirineos y Sierra Nevada y otros muchos rincones de nuestro mundo. Todo en unos minutos.

En la izquierda su porta caramelos, con la hélice de su avioneta girando y dando vueltas y los trapos de sus dos banderas en aspa movidos por el viento. Una musiquilla le acompaña de un aparato sonoro que, en el centro de su carromato, lleva revuelto con cientos de variados caramelos.

En un santiamén, se puso en la calle y al siguiente rodeado estaba de chavales de diferentes edades, desde casi bebés a casi quintos de la quinta de “hogaño”. Todos entusiasmados con el carromato del hombre de los caramelos. Por lo bien adornado y lo bonito que lo había preparado, con la música que se dejaba oír entre tanto murmullo de niños, aquello parecía un carrusel.

Y todo ello cumplimentado con un riquísimo aroma a jarabe muy dulce de caramelo. Todo lo envolvía, todo lo llenaba y en verdad que daba gloria el poder oler ese aroma que desprende el tenderete de los caramelos que además de su aroma ofrecían bonitas visiones de aquellas figuras en que los había modelado su fabricante.

Había gallitos de linda figura y de todos los colores, unas tortugas que igual que aquellos iba sujeto con un palito de dientes a la porta caramelos. Otro tanto hacían unos caballitos y distintas frutas de todos los sabores incluidos picantes de verdes pimientos y entre todo esto y, de tramo en tramo, una bella flor de azúcar de azar que con su palito de madera iba pegado haciendo conjunto y colección de figuritas que formaban un artístico elemento de habilidad con sentimiento y gusto bien expresado en muchos colores.

Ahí viene Leonardo Adalid, apartaros, dejadle pasar que seguro viene a cobrar los arbitrios que ha de pagar nuestro amigo del carromato, Angry. Efectivamente, a eso se acercaba el alguacil del pueblo a cobrar el arbitrio por la actividad comercial que se iba a desarrollar. Pagó algo más de una peseta, le tomó filiación y cuando ya acabó de su cumplimiento oficial, le pidió al caramelero le diera a su nieto, que con él venía de su mano, un caramelo por lo que valiera…un gallito, dele un gallo. Contento se puso el nieto. – ¿Cuánto le debo al buen señor? Dijo el alguacil. -No es nada. Se lo regalo por ser Vd. y por ser el primero en adquirir uno de mis caramelos. Respondió aquel hombre.

Perras gordas

Fueron bastantes los que ya compraron y probaron de lo que se vendía por una gorda, -diez céntimos de peseta, dinero de entonces. Y 0 ‘00059 €, dinero de ahora-. Nadie se acordaba del aparato por el que podrán ver “el Mundo por un agujero”. Igual precio tenía una sección de fotografías vistas a través de aquel aparato que un caballito u otra figura de caramelo artesano hecho a mano en el clavo.

Más de una hora llevaba vendiendo en la parte de carretera de la calle Granada, junto a la posada. No avanzaba ni falta que hacía ya que allí estaba vendiendo la suficiente mercancía, no era necesario usar de su pregón.

Aquel niño que lloraba a su madre para que le diera una “gorda”. Y no se la daba. No, porque no quería, era porque no la tenía. A su padre habría de esperar que llegara en la tarde con el jornal del día, para poder contar con el dinero necesario para hacerle la compra a su hijo.

Pero Angry, el hombre de los caramelos, que era todo corazón, al chico vio cómo lloraba, alzando su mano tomó del expositor un rico caramelo en forma de picante de pimiento. Llamó al infante para que se acercara a recogerlo. Paró de llorar al instante, pero del suelo donde se encontraba sentado con la pataleta, no se levantaba. Angry con el picante cogido entre sus dedos y con la mano levantada, se acercó y ofreció al infante el caramelo que quería y por el que lloraba.

La figurita con el palito frente a sí tenía casi tocándole sus labios. Tímido y extrañado levantó su manita y cogió con su mano aquello que tanto anhelaba a la vez que regalaba una tierna sonrisa tan dulce y rica como el caramelo que le daban. Fue tomarlo en su mano y de puro sentimiento y agradecimiento pueril, no pudo aguantar tanta emoción y de nuevo comenzó a llorar, pero ahora de gozosa y agradecida alegría por lo que conseguía.

Cuando entregó nuestro buen hombre el caramelo al hijo, se incorporó y descubrió que la madre también lloraba por la misma razón y sentimientos que lo hacía ahora el hijo. Solo puedo decir: -Gracias, gracias por haber hecho feliz a mi hijo. El hombre no dijo nada y satisfecho volvió a su carromato.

Hizo recorrido por una gran parte del pueblo, siguió por la Cuesta de la Culica, se adentra en la calle Madrid y tan solo le dio tiempo a llegar hasta la Placetilla, donde comprobó que ya era tarde además de que la mercancía le escaseaba.

La vuelta fue algo más rápida. Estaba contento con su primera tarde de ventas, había vendido más de lo esperado y ahora debería emplearse a fondo en fabricar más golosinas, le quedaban pocas de las preparadas esta mañana.

Hecha caja quedó asombrada, había vendido ciento veintitrés piezas a 0 ’10 pesetas -una gorda-, eran doce pesetas con treinta céntimos. Buena venta, me gusta este pueblo y me gustan sus gentes. Aprovecharé bien el tiempo.

Elaboración caramelos artesanos

En unos minutos estaba preparando una nueva mezcla para caramelos, ésta más grande

que la anterior. En el trabajo también vendía, hasta allí se acercaban a comprar sus figuritas pinchadas en un palito, no sabía por qué, pero lo más vendido era el gallito y el picante de pimientos verdes de caramelo. Esto le animó y algo más cantidad de componentes y jarabes añadió a esa masa que ya trabajaba en la mesa del mármol, sus incondicionales le acompañaban en un círculo alrededor de la mesa.

Como viera que iba a tener mucho trabajo y estaría falto de tiempo, se le ocurrió contratar un ayudante que le prestará sus servicios. El del tufo rubio echado a la cara, Paco, el hijo del carretero de la Venta Andas, fue en el que se fijó nuestro hombre. Lo vio despabilado, atento a lo que hacía, formal y serio en sus modales.

Pesetas, duros y cinco duros

La propuesta, le supo a gloria a Paco, que, con sus doce años, lo único que se le ocurrió al responder al promotor del trabajo, después de un ¡sí! grande, dijo: -Yo lo único que le voy a cobrar es que me deje comer todos los caramelos que yo quiera mientras trabajo. Respondió aquel: – No, Paco, primero tú vas y pides permiso a tus padres y si te lo dan trabajarás conmigo, te pagaré algo y te enseñaré el oficio, ¿Vale Paco?… -Vale. Le contestó, a la par que salía corriendo hacia su casa a solicitar el permiso que le había pedido “el empresario”. Al poco bajaba el chaval de su casa acompañado por una señora que supuso Angry, era su madre. Hablaron poco, porque de poco se trataba el negocio. Y acordaron un buen trato con el único encargo de la señora madre de Paco que, enseñara a su hijo en el bonito oficio que él tenía.

Un saludo a la madre y ya estaba Paco ofreciéndose para el trabajo: -Dígame, buen hombre, ¿Qué hago? -Por lo pronto, mete esos botes que ahí hay apartados y dentro del lebrillo ve lavándolos, terminada la masa te pondré en el clavo, es cuestión de maña y algo de trabajo, pero nada difícil.

Un consumado maestro parecía Paco, “El caramelero”, le decían sus amigos. En el clavo lo hacía un tanto bien y a pesar de sudar por su monótono y repetido trabajo en sus movimientos, el chaval se portaba y de la masa sacaba sus cambios y colores que ésta daba con el movimiento de estirones en el clavo.

[Continuará]

Gregorio Martín García

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