El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (5): Belleza del campo

Siempre me ha gustado pasear al atardecer por el campo. Ayer, como estaba aburrido en la casa, retomé esta costumbre antigua. En el mes de mayo, el campo además está repleto de gracia, de una belleza exuberante que no se encuentra en otras épocas del año. Salí del pueblo a una hora tardía, en la que un sol declinante derramaba su luz última por el paisaje. La vega aparecía ante mis ojos ancha, pletórica de frutos, cercada de colinas y de montes azules; predominaban los trazos verdes, en los que podían distinguirse distintas tonalidades; la más oscura de estas tonalidades era la de las choperas, arracimadas en la distancia como embarcaciones silenciosas. Tomé, como era habitual en otro tiempo, un viejo camino de tierra que discurría entre orillas alfombradas de sencida hierba, moteadas de amapolas y de margaritas. A un lado y a otro se sucedían las hazas, delimitadas por estrechos linderos o por abruptos balates de acequias. Era un cuadro pintoresco el que se me ofrecía, digno de ser reproducido en un lienzo. Podían distinguirse también herbazales viciosos, terrenos llecos, moreras, membrillos, higueras silvestres, alguna que otra caseta de labor con el techo medio hundido. Olía a tierra, a limo, a herrenales espesos. Corría de vez en cuando una ligera brisa, casi imperceptible. Se oía la voz rota del agua que circulaba por acequias y azarbes, el tintineo lejano de las esquilas de un rebaño de ovejas, que pastaban en un ribazo del río. Reinaba por momentos un silencio hondo, cuajado de presagios antiguos; la serenidad era entonces absoluta. El alma del viajero se calmaba, henchida de la quietud que hallaba en el entorno. Yo me acordé de otros atardeceres de primavera en los que también había paseado por el campo, de atardeceres plácidos de la juventud en los que buscaba en la naturaleza la calma que necesitaba mi espíritu, quebrantado por amores imposibles, por esperanzas incumplidas. Me veía paseando por el mismo camino en dirección a las choperas, tratando de hallar en la vega un remedio para mis males, para los anhelos insatisfechos que se pudrían en mi corazón. Igual que entonces, ayer volví a sentirme en comunión con la naturaleza, con aquellos campos feraces por los que tendía la vista.

Al llegar a cierto punto, decidí darme la vuelta, pues ya era muy tarde. El sol se había ocultado tras los montes del poniente, dejando sobre ellos un rastro de luz anaranjada, un resplandor que poco a poco iba tomando un tono rosáceo, casi malva. Todo se había vuelto sombrío en la vega: los contornos empezaban a parecer difusos; el mismo camino de antes, por el que regresaba al pueblo, se difuminaba a lo lejos, convertido en una línea blanquecina que acababa casi perdiéndose entre las parcelas de la labranza. La vega se había transformado en un territorio de ensueño, en un lugar de leyenda; había algo misterioso en ella, un secreto que no terminaba de revelarse. Era el mismo misterio que yo había intuido otras veces, en un pasado que se me antojaba muy próximo, aun cuando hubieran transcurrido ya muchos años. La belleza del campo a esa hora sugestionaba la mente, la inducía a creer en la presencia de un espíritu oculto, en la presencia de un ser extraordinario que velaba y que acompañaba al caminante; era una sensación que había tenido en ese pasado que evocaba y que se reproducía en mí en aquellos momentos, propiciada por el halo de magia que envolvía el paisaje. Me sentía feliz, reconfortado por lo que estaba experimentando, por la multitud de recuerdos que volvían a mi mente, confundidos en uno solo, en un mismo recuerdo que los resumiera a todos; no importaba la edad que tuviera: yo era el viajero impresionado por lo que estaba viendo, por el campo misterioso que me rodeaba, velado ya por la penumbra del crepúsculo. Los contornos de las hazas se habían borrado; la vega aparecía circundada de colinas y montes de zafiro, de los que emergía el murallón de la sierra, con sus cumbres todavía manchadas de nieve. El pueblo, al fondo, era una mancha pardusca de tejados, de la que prorrumpía el mástil de la torre de la iglesia; a su espalda, se alzaban cerros pedregosos de color ceniciento sobre un mar de olivos. Era como un sueño lo que estaba viviendo, un sueño que sucediese en un tiempo impreciso, en una edad indefinida que escapaba a las coordenadas de la historia; una impresión de irrealidad me dominaba, como si yo mismo me hubiera convertido en el personaje de ese sueño, en un ser de ficción que regresaba al pueblo de donde había partido como si volviese de un fabuloso viaje, con el alma curada del dolor que antes la había afligido. El encuentro con la belleza, sin duda, sana, es un bálsamo para el espíritu; basta un paseo por el campo en el mes de mayo a una hora avanzada de la tarde para sentirlo.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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