La primera obra que leí de Gabriel Miró fue Nuestro Padre San Daniel. Tenía quince años, por lo que no pude apreciar bien entonces los valores que contenía. Con el tiempo la he leído más veces, igual que casi toda su producción. Para mí se ha convertido en un autor de culto, al que siempre tengo como referencia. Su sensibilidad, su riqueza de vocabulario, así como sus descripciones, son inigualables.
Durante la carrera, tuve que leer El humo dormido, pues se trataba de una lectura obligatoria en la asignatura de Literatura Contemporánea. Es un libro que me gusta cada vez más a medida que pasan los años. Son relatos en los que el autor evoca con emoción contenida momentos de su niñez y de su adolescencia que regresan entre el humo dormido que queda suspendido en la memoria. Leyéndolos, yo acompaño al protagonista y a su hermano por el paseo de la Reina de Alicante, bajo la vigilancia de Nuño el Viejo, un criado nacido en tierras de Jijona y que para mí resulta uno de los personajes más entrañables de la obra. Asisto con ellos al grito espeluznante que da la mujer tullida a las cinco y media de la tarde, con las manos aferradas a los barrotes de la ventana de su casa. Espero con ansia en la sala de estudios del colegio en el que está internado el protagonista con el hermano la visita del padre, que llega en el tren procedente de Alicante. Me escapo con él y varios compañeros de estudios, en el día de las visitas, por los pasillos y los claustros del colegio, hasta que salgo con ellos a un lugar abierto, en el que se encuentra la tahona y se aspira un olor tierno a leña. Allí nos encontramos con un hombre de aspecto siniestro, vestido de luto, del que huimos despavoridos. Su catadura no puede ser peor, por lo que a partir de entonces nos causa un enorme miedo acercarnos al lugar donde se nos ha aparecido. Su historia, sin embargo, es muy distinta a la que podíamos haber imaginado, como un día nos revela él mismo: nos dice que provee de harina el colegio y que procura nuestra compañía simplemente porque le recordamos a su hijo muerto. La palabra de Miró es acendrada, precisa; se ajusta a lo vivido, a lo que retiene la memoria; conmueve al lector por lo que describe, por las sensaciones que reproduce. Me veo también con su amigo Ordóñez en una ciudad vieja de la Mancha en un día de verano y voy a casa de Mauro solamente para ver el beso que le da su hermana. Quizá el relato más duro y a la vez más emotivo del libro es el de Noble, el perro de un oracionero con el que se queda una familia campesina y al que sacrifican por creer que era él el causante de las desapariciones de los conejos del corral. Los capítulos en los que el autor recrea pasajes de los Evangelios, entreverados con los recuerdos que de la Semana Santa de la infancia aún conserva, se asemejan bastante a los episodios que componen Figuras de la Pasión del Señor, una de las más grandes obras de Miró, impregnada de una religiosidad auténtica. Leyendo de nuevo estos episodios de la Semana Santa, uno tiene la impresión de que asiste a la pasión de Cristo, a las últimas enseñanzas que transmite a los discípulos, a todo el proceso de su apresamiento, ominoso juicio y cruel calvario, hasta que finalmente muere en la cruz. Con escrupulosa meticulosidad, Miró describe como nadie cada detalle de aquellos trágicos y trascendentales momentos en los que Jesús redime a la humanidad por ser obediente al Padre, quien lo había enviado para que cumpliese tal misión.
El humo dormido es, junto a Figuras de la Pasión del Señor, un libro tierno, estremecedor, muy bello.
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