Jesús ayuda a los pobres y cura a los enfermos

El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (8): La espera

Se había enterado Judas de que por tierras de Betsaida había de pasar el Rabbi Jesús. Todo el mundo hablaba de él: era el Mesías anunciado; a los ciegos les devolvía la vista y a los mudos les hacía hablar, había curado a paralíticos y liberado a los que estaban poseídos por espíritus inmundos; ningún mal se le resistía, a sus discípulos les decía que si tenían fe moverían montañas. Lo seguían multitudes, seducidas por su mensaje de amor y de liberación; había realizado, según contaban, grandes prodigios, como la multiplicación de los panes y los peces o la sanación de diez leprosos. Decían los que lo habían escuchado que hablaba con una autoridad insólita y que su mirada, cuando se posaba en el interlocutor, tenía un gran poder de atracción. Judas lo deseaba conocer: por las condiciones en que había vivido, sentía también necesidad de que se obrase en él un milagro. No podía desaprovechar la oportunidad que se le presentaba; según referían algunos, estaba a punto de pasar por tierras de Betsaida, muy cerca de donde él vivía. Era posible que lo hiciera a la mañana siguiente, o quizá antes, aquella misma tarde.

Él era muy pequeño cuando Josef, un rico hacendado, lo acogió entre su servidumbre. Con tres años se había quedado huérfano y después de haber estado un tiempo con unos parientes pasó a servir a Josef. No había tenido, sin embargo, vida de esclavo; su amo, apiadado de él, lo había tratado bien. Era, además, de la misma edad de uno de sus hijos, Simón, con el que había compartido muchos momentos; casi lo consideraba, en realidad, como a un hermano. Lo único que lo apartaba de los privilegios que disfrutaban sus señores era el trabajo, de cuyas obligaciones no le era lícito librarse.

Trabajaba en las tierras de Josef como uno más de sus jornaleros: desde que tenía once años lo había hecho; estaba ya acostumbrado a soportar las duras faenas agrícolas. Había días en que salía con la yunta de bueyes muy temprano y no regresaba hasta que las sombras de la noche no sepultaban los campos. Aquel terreno era muy fértil: se asomaba al mar de Tiberíades, cuya lámina azul parecía una réplica del cielo de Galilea. Había lugares, ciertamente, de una gran belleza: en los pocos ratos de ocio, a él le gustaba mucho contemplarlos; tenía la impresión, en las tardes de estío, de que eran los más bellos del mundo, cuando el mar aparecía al fondo coronado por las brasas del ocaso. Le gustaba pasear cuando no tenía nada que hacer; a veces lo había acompañado Simón. Simón era bueno; en sus conversaciones, le había revelado sus propósitos de seguir al Rabbi, como habían hecho otros hombres de aquellos contornos. Lo retenían sus deberes de hijo, de los que nunca había logrado desentenderse. Ahora, cuando pasara por allí el Rabbi, todo podía suceder: si el encuentro entre él y su joven amo se producía, cualquier cosa era posible. Una mirada o una palabra suya bastarían para convencerlo. Judas confiaba en que así fuese, porque si eso llegaba a ocurrir, su propia vida también cambiaría: movido por la misma suerte, él no dudaría entonces en secundar a Simón. Era algo que en el fondo deseaba con toda su alma, lo esperaba con todo el corazón. Aquella misma tarde o quizá a la mañana siguiente Jesús pasaría con su grupo de discípulos y se encontraría con ellos por el camino; según contaban, era muy difícil resistirse a su llamada: si existía buena voluntad por parte de los llamados, el seguimiento era inmediato. El Rabbi no se fijaba en la prestancia o en otros atributos personales, por los que se rigen normalmente las relaciones humanas: elegía más bien a la gente sencilla, a los desheredados de la tierra; como algunas veces había dicho, su mensaje no estaba dirigido a los sabios o a los entendidos del mundo. Judas no podía considerarse desafortunado, pues no pasaba demasiadas fatigas. Sin embargo, tenía un defecto que lo había marcado desde pequeño y que no había conseguido corregir: se trataba de una especie de tartamudez que le impedía expresarse bien; su voz se trababa una y otra vez, sin que pudiera pronunciar nada de un modo fluido; en muchas ocasiones su mensaje se embrollaba hasta tal punto que resultaba ininteligible: Cuanto más nervioso se ponía mayor era su trabazón; el interlocutor se desesperaba o se daba a reír. Aquello lo había limitado mucho, no le había permitido comunicarse con normalidad: se había visto por ello como un ser inútil, como un ser que no reunía las condiciones suficientes para relacionarse con los demás. Aquella dificultad para hablar se hizo más acuciante en la mocedad, cuando más necesidad tenía de entablar contacto con las personas que más le interesaban. El problema parecía que aumentase a medida que él más se afanaba en solucionarlo. Era como una maldición, de la que no sabía cómo escapar. Su impotencia era a veces comparable a la del sordomudo o a la del que estaba incapacitado para andar. Cada vez que oía hablar de los milagros que realizaba el Rabbi, soñaba con que él también fuese curado del mal que lo atenazaba: debía tener fe para que sucediese, para que lo que tanto deseaba se hiciera realidad. Mucha gente lo decía: lo importante era confiar, dejarse ayudar por él. Cualquier duda lo alejaría de esa posibilidad. Su curación dependía de la fe con que acudiese a su encuentro, con que se aproximase a él. Podía ocurrir aquella misma tarde, quizá dentro de poco. Apremiaría a Simón para acercarse al camino por donde había de pasar Jesús. No estaba lejos de las tierras de Josef. Por diferentes motivos, los dos necesitaban acudir. Simón tenía ya su vida más o menos resuelta; sin embargo, había algo que le impedía ser feliz, quizá no estaba a gusto consigo mismo, no concordaban sus deseos con su manera de vivir. Verdaderamente, no había hombre ni mujer que se considerasen perfectos: cada cual tenía sus frustraciones o sus miedos; los bienes terrenos, por mucho que se quisiera preservarlos, no duraban siempre; para alcanzar la dicha que el Rabbi proponía, hacía falta desprenderse de ellos, era necesario depositar toda la confianza en los tesoros del cielo, en aquello que nunca perece. Quizá era esa la revolución que predicaba Jesús: no se trataba de un cambio de estado o de registro, sino de una transformación interior, la transformación del espíritu, del ser que se siente llamado a fundirse con un ser superior que lo ama y que lo protege.

Hacía una tarde espléndida de primavera. Judas, en compañía de Simón, se acercó por fin al camino por el que dentro de poco podía pasar Jesús. Gamaliel, un amigo de los dos, les había dicho que lo había visto con sus discípulos salir de Corozaín. Había mucha gente esperándolo. Los campos, alrededor, rebosaban de frutos. A ambos lados del camino había albarradas y tapias de barro, tras las que asomaba la cabellera hirsuta de higueras y de granados. El sol, alto, hinchado, derramaba como una fruta madura su zumo de luz sobre el paisaje. Judas tenía la certeza de que el encuentro con el Rabbi cambiaría su vida: aunque no obrara el milagro de curarlo, estaba seguro de que a partir de entonces él no sería el mismo; se convertiría en un hombre nuevo, liberado de sus complejos y de sus mezquindades. Se habían contado muchas cosas de Jesús: Jesús era el Mesías, el santo de Dios. Muy cerca de él vio a lisiados y a mendigos; la mayoría de los que se habían apostado para esperar al Rabbi eran pobres o personas de condición humilde. Todos callaron cuando por una curva del camino aparecieron las siluetas de unos hombres. Eran diez o doce, quizá más. Llevaban túnicas, ajustadas a la cintura con cíngulos. Parecían, a simple vista, vagabundos. Tenían la tez morena, la barba desbordante. El que iba delante, destacándose del resto, saludaba con la mano a la gente. Era, según se podía inferir enseguida, Jesús. Su figura, alta, donosa, se recortaba sobre el cielo anaranjado de la tarde. Andaba despacio, a un ritmo que semejaba ya acordado. A veces se detenía un instante para decir unas palabras a alguien. Judas estaba nervioso. La expectación era muy grande, Muchos lo aclamaban, le hacían gestos para que se aproximase. Tenía el pelo largo, la frente muy despejada. En su semblante había nobleza, quizá acentuada por el brote de una sonrisa. Judas creyó que su vida se comprimía, que estaba contenida en un solo momento. Su alma estaba llagada, macerada por los dolores que a lo largo de los años había padecido. Con ansiedad, aguardó el paso del Rabbi. Quiso también llamarlo, como hacía la multitud. Estaba ya muy cerca. Su túnica aleteaba de vez en cuando, movida por una ráfaga de aire. Simón, a su lado, comenzó a mover los brazos. Él lo imitó. Jesús parecía más joven de lo que era. Sus ojos castaños eran de un mirar tranquilo, reposado. De pronto, sin que nada lo anunciara, se posaron en los suyos. Judas se dio cuenta entonces de que nadie lo había mirado igual. Era verdad todo lo que se decía de Jesús; lo supo enseguida. Su corazón no lo engañaba. Lo mismo que les había pasado a sus discípulos, sintió deseos imperiosos de caminar tras él.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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Comentarios

Una respuesta a «El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (8): La espera»

  1. Jose SALOBREÑA GARCIA

    Pocos escribidores en estos días y lugares de la piel de toro tienen la sensibilidad, el conocimiento y el oficio de este gran Pedro Ruiz Cabello..

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