El desierto es un lugar poblado de silencios. Siempre lo había imaginado así desde que leí Terre des hommes de Antoine de Saint-Exupéry. La lectura de esta obra me había hecho imaginar cómo sería aquel espacio insomne: me atraía de un modo inevitable su inmensidad, su mar ondulante de colinas y de montículos de dorada arena. La vida debía de ser muy dura en él: yo me la figuraba llena de penalidades, de fatigas insufribles; un pastor o un mercader ambulante se habrían de sobreponer a innumerables estragos, provocados por un medio que se tornaría por momentos hostil. La sed y el cansancio serían sus principales enemigos, difíciles de derrotar si no se disponía de la fortaleza necesaria para combatirlos. Durante el día hacía un calor sofocante, pero por la noche la temperatura caía drásticamente: me costaba creer que se produjera un cambio tan brusco; aunque sabía que había unas causas concretas que lo justificaban, no acababa de entender cómo se pasaba en el mismo sitio de un calor tórrido a un frío espeluznante; casi parecía cosa de magia, propiciada por un fenómeno que desafiaba las leyes más elementales de la física.
Atraído por su misterio, me daba a imaginar cómo sería ese tránsito, ese instante maravilloso en que se realizaba aquella mudanza. Un sol grande, pletórico, enseñorearía un cielo limpio, de un azul transparente; aquel mar de colinas y de montículos se iría volviendo rojizo a medida que declinaba en el horizonte, a medida que su luz iba perdiendo fuerza. La hora parecería confusa, como si se desgajara del tiempo, de la sucesión inmediata de los minutos. El panorama que se ofrecía a los ojos dejaría de ser real para volverse misterioso: quien lo estuviese contemplando creería que se trataba de un sueño, de un espejismo más que hubiese engendrado su fantasía. Todo cobraría entonces un color nuevo: las arenas semejarían olas de sangre; el sol, a punto de ocultarse, derramaría sobre la línea del horizonte una luz cobriza; el cielo, antes claro, tomaría la forma de un telón viejo y deshilachado. En esos momentos, previos a la noche, la vida sería más plácida, hasta que ya en pleno crepúsculo las cosas empezaban a cambiar imperceptiblemente. Yo me veía entonces allí, en medio de aquel arenal inmenso, con la sensación de haberme perdido en un laberinto antiguo. Comenzaba a percibir que el calor había cedido y que el aire se tornaba fresco. En el cielo, había quedado dibujado un camino de fuego. De pronto, sin saber por qué, tenía la impresión de que había regresado a un punto de mi pasado, quizá al mismo origen de mi espíritu, al instante inicial en que fue configurado mi ser. No tenía miedo. Por raro que pareciera, me asistía la certeza de que no estaba solo.
La noche ya caía sobre el desierto, dura, implacable. Había sombras a mi alrededor. Notaba que, en efecto, hacía frío. Era necesario, por tanto, que me abrigara o que buscara un refugio para no sucumbir a él. La vida ya no era plácida, pues había adquirido ahora tensión y complejidad. La oscuridad se poblaba de misterios, de preguntas sin respuesta. La inmensidad quedaba reducida a un espacio íntimo, en el cual mis pies estaban asentados firmemente. En el cielo empezaban a parpadear estrellas, puntos luminosos que parecían componer una silenciosa sinfonía. Yo los miraba extasiado, tratando de hallar en ellos ecos de otros mundos. El frío aumentaba, arañaba mis manos y mi cara, se convertía en una sensación enojosa ante la que debía actuar inmediatamente. Una luz me guio en medio de las tinieblas, era una luz lejana hacia la que encaminé mis pasos. Me costaba andar por la arena. De nuevo tenía la certidumbre de que alguien me acompañaba, quizá mi ángel de la guarda, enviado por un Dios que siempre había sido misericordioso conmigo. El frío era un perro invisible que me mordía. Yo ya no era yo, sino un náufrago de aquel mar de negrura. La luz me guiaba, parecía emanar de un barco que estuviese allí encallado. Me dirigía hacia ella sin vacilar. Era mi salvación. No podía saber a qué distancia se encontraba, pues allí era todo engañoso.
Yo había vivido alguna vez aquella pesadilla; no había nada en la vida que no haya tenido un anticipo en algún sueño, quizá porque la vida es una réplica de algo que ya ha ocurrido. El lienzo del cielo estaba tachonado de innumerables estrellas. Me di cuenta de que entonces era indiferente la edad que tuviera: podía ser un niño de cinco años perdido en una noche de fiesta o un anciano que desvaría por la falta de memoria. Sí, yo había vivido aquello, había pasado por desiertos parecidos, por épocas en las que no había tenido otra ocupación que preguntarme quién era, con qué fuerzas contaba para vencer mis pecados. Mis pasos eran cada vez más lentos, pero tenía que llegar a mi objetivo. Faltaba muy poco ya. No muy lejos de mí se hallaba un aduar de beduinos. Me dijeron al llegar que se dirigían en peregrinación a un lugar sagrado, en el que dentro de unos días se celebraría una fiesta. Yo, aunque seguramente no profesaba su misma religión, decidí seguirlos. Me sentí hermano de ellos: nos unía una misma voluntad de salvarnos, de escapar de las afiladas garras de los fríos del desierto. Un mismo Dios nos protegía, nos animaba a seguir caminando hasta que finalmente él, cuando menos lo esperáramos, saliera a nuestro encuentro.
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