En el vasto campo de las metodologías activas, la Pedagogía Colaborativa ha sido una de las más influyentes en las últimas décadas. Plantea una transformación profunda del rol del docente, del sentido de los contenidos y del espacio de aula.
La Pedagogía Andariega, por su parte, irrumpe en este mismo horizonte con un giro didáctico y radical: lleva la colaboración al terreno del individuo que sale a la calle a la búsqueda de respuestas, de experiencias vividas en primera persona, del vínculo con el propio territorio y de la escucha compartida con el vecindario. Y todo, ¡en movimiento!
La Pedagogía Colaborativa promueve entornos de aprendizaje donde los individuos no se limitan a recibir información, sino que la construyen colectivamente, dialogando, explorando, haciéndose preguntas y buscando las respuestas en los demás. La Andariega toma esta idea y la saca a pasear: el aula se expande al sendero, al taller, a la plaza, al campo vecino, al horno de un artesano…
A partir de ahora la colaboración no es solo una técnica didáctica, sino una forma de estar en el mundo: decidiendo la ruta entre todos, cargando las mochilas, adaptando el paso al más lento, deteniéndose a mirar, incluso, lo que no estaba previsto.
Mientras que la Pedagogía Colaborativa propone romper la jerarquía tradicional entre maestro y estudiante, la Andariega da un paso más: el docente se convierte en un acompañante, un observador, un mediador entre el que sabe y el que quiere saber, un caminante que forma parte del grupo, no su centro.
No dirige desde la autoridad, sino desde la disponibilidad. Comparte saberes, sí, pero también dudas, afectos y cansancios. Se deja transformar por lo que sucede, sensible siempre a las demandas de la sociedad.
Este cambio de posición favorece una confianza profunda, en la que todos los miembros del grupo se sienten parte activa del proceso. El conocimiento no circula bajo la égida de la línea recta de los libros de texto, lecciones magistrales o el tutorial de internet, sino en red, en espiral y a veces en zigzag.
La Pedagogía Colaborativa reconoce que no hay una única forma válida de aprender. La Andariega lo vive en carne propia: al caminar, los sentidos se activan, la palabra se suelta, la memoria corporal emerge.
Se valoran los saberes populares, los oficios, las historias del lugar. El barro, el canto, el mapa, la anécdota del abuelo, el gesto técnico de una vecina artesana: todo puede ser objeto de estudio y aprendizaje. La escuela se convierte así en una coreografía plural de experiencias vecinales.

En ambas pedagogías, el aprendizaje nace de un deseo compartido: de resolver una necesidad, responder a una pregunta o crear algo para otros.
En la Andariega, estos proyectos emergen del entorno: investigar una acequia, reconstruir la historia del barrio, montar una exposición con piezas hechas en arcilla, o preparar una ruta guiada por niños para visitantes.
La planificación es abierta, y se transforma con lo que se va encontrando. Como en los mejores procesos colaborativos, el itinerario no está totalmente definido al principio: se construye paso a paso.
La Ética del cuidado es esencial en toda pedagogía colaborativa. La Andariega la hace palpable en cada gesto: esperar al que se detiene, atender al que tropieza, cantar para aligerar la fatiga, modificar el plan si alguien necesita otra cosa.
No se trata solo de aprender juntos, sino en recrearnos en la experiencia del gusto por aprender.Ambas pedagogías cuestionan la evaluación como juicio y promueven espacios de reflexión colectiva.
Caminar juntos, detenernos a mirar, preguntar en común a quienes nos rodean, crear desde lo que se toca y se siente… Todo eso es aprender. Y es, sobre todo, colaborar en la construcción de una escuela más humana, más proactiva y más viva.





