El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (47): El maestro

Al contrario de otros maestros de su época, él no empleaba el castigo físico o los métodos severos para dar clase con autoridad. Recurría a formas suaves y a palabras tiernas para que los alumnos lo respetaran y aprendieran con facilidad. Tenía un don innato, una cualidad que había cultivado en sus años de docencia y que seguía dando excelentes resultados; quizá era su vocación de maestro con la que había nacido lo que lo inducía a actuar de aquel modo.

Era alto, ancho de hombros, con la mirada apacible, las manos muy grandes; casi siempre iba enfundado en un sobre todo gris con el que evitaba mancharse de tinta y de tiza la ropa que llevaba puesta. Tenía la costumbre de caminar siempre muy erguido, con pasos lentos que parecían acordados. Nunca se alteraba por nada, ni siquiera en los momentos en que en el aula había más ruido del que era aconsejable.

El aula era muy espaciosa; tenía varios balcones que daban a la calle, por lo que solía estar muy bien iluminada. En ella se reunían alumnos de diferentes edades, distribuidos por secciones: los más grandes ocupaban los primeros pupitres, en tanto que los más pequeños se sentaban en los últimos. En medio de los pupitres quedaba un pasillo ancho, por el que el maestro muchas veces caminaba examinando las tareas que se estaban haciendo.

Él no era riguroso en el cumplimiento de sus planes, ya que era frecuente que los cambiara de acuerdo con las necesidades que se le planteasen. Había jornadas, por ejemplo, en que se dedicaba por entero a realizar alguna labor que no estuviese programada; para él no suponía ninguna pérdida de tiempo salirse de un orden o de un guion establecido, pues había cosas a las que debía dar prioridad en un determinado momento. Era capaz de ponerse a hablar de algún tema de actualidad, sobre el que trataba de ofrecer una opinión ponderada de la que se pudiera extraer algún tipo de lección; cualquier asunto era válido para discurrir sobre él: una noticia local, un acontecimiento que hubiera causado un gran impacto a nivel nacional o mundial, un invento nuevo, una situación injusta que existiese en la sociedad, la pérdida de una cosecha a causa de una fuerte tormenta, un partido de fútbol, una gesta protagonizada por un atleta o por otra clase de deportista, una decisión tomada por el Gobierno… Nunca intentaba imponer sus ideas a los alumnos, sino que lo que pretendía era que ellos pensasen sobre lo ocurrido y que pudieran sacar sus propias conclusiones. Solo reprobaba las conductas que estaban en contra de los principios naturales, aquellas que atentaban contra la moral; las que se derivaban de decisiones equivocadas no eran pará él reprobables, ya que el error es propio de la condición humana.

A veces, para ilustrar mejor lo que decía, contaba alguna historia antigua que hubiera sucedido en el pueblo o relataba un cuento de su invención, uno de los muchos cuentos que tenía escritos en un cuaderno de tapas oscuras; eran historias o relatos ejemplares, pues de los sucesos que contenían siempre se extraía una enseñanza que era útil para la vida en general o para el caso del que se estuviera tratando. Usaba un vocabulario sencillo, asequible para los alumnos, aunque de vez en cuando utilizaba términos nuevos, cuyo significado era fácil de adivinar por el contexto en que eran empleados. Cuando hacía falta, se detenía en describir los ambientes o los lugares en los que se desarrollaban los hechos o se fijaba en un detalle de algún personaje, en un rasgo que lo caracterizara. Para contar parecía que recurriera a una voz distinta a la que normalmente empleaba en las clases; era una voz bien modulada, con inflexiones delicadas, con registros que se adaptaban a las diferentes formas de hablar de los personajes. Sus relatos atraían de tal modo a los alumnos que se quedaban absortos escuchándolo, atrapados completamente por las historias que en ellos les contaba. Era el arte del narrador, de un narrador oral que además se valía de gestos y de toda clase de recursos para tener fascinado a su auditorio, igual que hacían los juglares y otros difusores de poesía y de narraciones épicas que a lo largo de la historia se han sucedido.

Aquellos cuentos tenían grandes efectos benéficos en sus oyentes, ya que estimulaba su imaginación y los animaba a ser también ellos inventores de historias, como de hecho ocurrió con más de uno que se decidió a escribir en su cuaderno relatos muy parecidos a los que el maestro en las clases narraba.

Cuando observaba, después de dos o tres horas de trabajo ininterrumpido, que la mayoría de los alumnos daban señales de fatiga, resolvía conceder un tiempo indefinido de descanso, que los alumnos aprovechaban para jugar en el patio o para salir incluso a la calle si él lo permitía.

No solo cuidaba de que sus pupilos no estuviesen cansados, sino que también procuraba que no se aburriesen o que no diesen por tediosas las labores que les encomendaba. Consideraba que estos eran males contra los que había de combatir para que la enseñanza fuera fructífera, ya que el aburrimiento o la falta de ánimo podían convertirse con el tiempo en obstáculos insalvables. Sus pupilos debían estar contentos y motivados, dispuestos siempre a aprender cosas nuevas.

Si un alumno mostraba un comportamiento inadecuado en clase, él no se lo reprochaba ni le imponía ningún tipo de castigo, sino que hablaba por lo común con el alumno, tratando de averiguar cuál era el motivo de que se hubiera comportado de aquella manera, porque para el maestro todo obedecía a un motivo, aun cuando tuviese que ver con algo que no estaba relacionado con la escuela, con algo ocurrido en la familia o en la calle.

En ningún momento manifestaba privanza con nadie, ya que pretendía tratar a todos del mismo modo. Era enemigo de hacer clasificaciones entre sus alumnos, pues estaba convencido de que podían ser causa de envanecimientos y descréditos innecesarios. En su escuela, como había declarado más de una vez, ningún alumno era superior a otro; la superioridad, según él, no se medía por los logros cosechados, sino por la voluntad y el esfuerzo.

Una de las recomendaciones que más daba a los alumnos en el transcurso de las clases era que siempre se mostrasen sonrientes, incluso cuando se enfrentasen a algún contratiempo o cuando tuviesen sobrados motivos para estar tristes. Si sonreían, ya tenían mucho ganado, puesto que la sonrisa era un arma con la que se podía vencer en muchas batallas, con la que se podían doblegar muchas voluntades. Solía decir, por eso, que no quería ver rostros tristes en su aula; aunque no tuviera ganas, uno debía esforzarse siempre por sonreír.

También animaba a dialogar, a escuchar las razones del otro. El diálogo une, entabla relaciones permanentes, lima asperezas. Quedarse al margen es malo, ya que los seres humanos han sido creados para comunicarse, para formar sociedades. Los valores o los dones que uno haya recibido debe compartirlos con los demás, porque de ese modo los multiplica, los convierte en valores o dones de los que otros pueden servirse.

El mayor pecado, solía decir, es el egoísmo. Los enfrentamientos, las guerras que en el mundo se han producido, tienen su raíz en él, pues el egoísmo genera envidia, crea odios que acaban siendo males insuperables. El antídoto más eficaz que contra él existe es el amor: si uno ama al prójimo como a sí mismo le deseará lo mejor, vivirá siempre en paz, en armonía con todos los que lo rodean.

Uno de los dones con los que él había sido agraciado era el del canto. Por las tardes, que era cuando cundía el cansancio, se ponía a veces a cantar. Cantaba principalmente canciones tradicionales, seleccionadas de un rico repertorio que él conocía. Los alumnos, igual que ocurría con los relatos, permanecían embelesados escuchándolo; eran momentos de verdadero gozo para ellos, durante los cuales descansaban de los trabajos realizados. Algunas de las canciones, de tanto repetirlas el maestro, eran ya conocidas de ellos, de modo que cuando empezaba a entonarlas se ponían muchos a secundarlo.

Él pretendía, ante todo, que en su escuela el aprendizaje fuera algo agradable, cosa que conseguía con creces con la forma de enseñar que tenía. Las lecciones que en sus clases impartía eran, verdaderamente, difíciles de olvidar.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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