Arthur Schopenhauer: La mujer, cebo de la naturaleza (6/10)

VI. LA ELECCION EN EL AMOR Y LA CONCORDANCIA DE LOS SEXOS

En la metafísica del amor, ya lo hemos visto, Schopenhauer inquiere repetidamente en el porqué de la preferencia amorosa:

El primer paso hacia la existencia, el verdadero ‘punctum saliens’ de la vida, es, en realidad, el instante en que nuestros padres comienzan a amarse… Del encuentro y adhesión de sus ardientes miradas nace el primer germen del nuevo ser, germen frágil, pronto a desaparecer como todos los gérmenes. Este nuevo idilio es, en cierto modo, una idea platónica, y como todas las ideas, hacen un esfuerzo violento para conseguir manifestarse en el mundo de los fenómenos, ávidas de apoderarse de la materia favorable que la ley de causalidad les entrega como patrimonio, así también esta idea particular de una individualidad humana tiende, con violencia y ardor extremados, a realizarse en un fenómeno. Esta energía, este ímpetu, es precisamente la pasión que los futuros padres experimentan el uno por el otro” (AMM, pp. 49-50).

Ésta es, por lo tanto, una cuestión decisiva y de trascendental importancia: ¿por qué él o por qué ella y no otros cualesquiera? A Schopenhauer no le sorprende esta selectividad. No somos libres de enamorarnos de cualquiera, porque no podemos engendrar hijos sanos con cualquiera. Es la voluntad de vivir del nuevo individuo que los amantes pueden y desean engendrar, la que nos impulsa hacia aquellas personas que incrementan nuestras posibilidades de concebir una hermosa e inteligente descendencia y la que nos hace repeler a quienes limitan estas posibilidades. El amor no es sino la manifestación del descubrimiento de un co-progenitor ideal, llevado a cabo por esa fuerza:

“En el entrecruzamiento de sus miradas, preñadas de deseos, enciéndese ya una vida nueva, se anuncia un ser futuro… Aspiran a una unión verdadera, a la fusión de un solo ser. Este ser que va a engendrar será como la prolongación de su existencia y la plenitud de ella; en él continúan viviendo reunidas y fusionadas las cualidades hereditarias de los padres (AMM, p. 48). Sin sospecharlo, en los encuentros iniciales de los jóvenes, bajo el charloteo cotidiano entre un hombre y una mujer, el inconsciente de ambos decidirá si de su unión sexual podría salir un día un hijo saludable:

“Nada hay tan extraño como la seriedad profunda e inconsciente con que se observan uno a otros dos jóvenes de diferente sexo que se ven por vez primera, la mirada inquiridora y penetrante que uno a otro se dirigen, la minuciosa inspección que todas las facciones y todas las partes de sus personas respectivas tienen que afrontar. Este examen es la “meditación del genio de la especie” sobre el hijo que podrían procrear y la combinación de sus elementos constitutivos” (AMM, p. 67).

¿Y qué busca la voluntad de vivir por medio de este examen? Garantías de hijos sanos. Y como “la pasión amorosa realmente gira en torno a lo que se va a producir” – que es una tentativa constante de volver a una especie de ser humano ideal platónico- la voluntad de vivir ha de asegurar que la generación siguiente gozará de suficiente salud psíquica, moral y fisiológica como para sobrevivir en un mundo azaroso. Es por ello por lo que favorece la unión de personas de físico y características opuestos, pues sólo estas tienen más probabilidad de enamorarse y de producir algo que se acerque a un cambio del verdadero tipo, garantizando así que los hijos/as estén bien proporcionados (ni demasiado bajas ni demasiado altas, ni muy gordos ni muy delgados) y sean mentalmente equilibrados (ni excesivamente tímidas ni demasiado atrevidas, ni muy fríos ni muy emotivos etc.

Y es el instinto sexual — instinto muy determinado y complejo —– el que nos guía en la elección de la persona a quien se ama y se desea poseer, el que manifiesta el sentido y los intereses de la especie ante la voluntad. El individuo cree que ese instinto trabaja en su propio provecho, pero, en realidad, sólo trabaja para la especie, sólo se mueve por el bien de la especie. Y es que, como antes señalábamos, la atracción que hechiza mutuamente a los enamorados se debe, según Schopenhauer, a unos seres que todavía no han nacido y cuyo empuje mueve a los amantes, casi como a marionetas, dándoles la ilusión de que han sido destinados el uno para el otro. El individuo, hombre o mujer, es esclavo inconsciente de la naturaleza en el preciso momento en que sólo cree obedecer a sus propios deseos:

“La apasionada rebusca de la belleza, el precio que se le concede, la selección que en ello se pone, no conciernen, pues, al interés personal de quien elige, aun cuando así se lo figure él, sino evidentemente al interés del ser futuro, en que el que importa mantener, lo más posible íntegro y puro, el tipo de la especie” (AMM, 52-53).

Llevado a su extremo esta tesis desemboca en el “puro dislate” de llegar a afirmar, como apunta Amelia Valcárcel, que incluso “la naturaleza quiere, como estrategia, que las mujeres busquen constantemente a un varón que cargue legalmente con ellas. Esto es, parece que la naturaleza prevé la juridicidad” (1).

La filósofa Amelia Valcarcel en una fotografía de Montserrat Boix

Por otra parte, dotar a la Naturaleza de “voluntad” o “intencionalidad” no es más que puro e irracional “animismo”, proyección en la naturaleza de cualidades exclusivamente humanas. En este punto Schopenhauer anticiparía las tesis expresadas siglo y medio más tarde por Richard Dawkins en El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, (2), para quien los seres humanos somos una especie de “máquinas de supervivencia, autómatas programados a ciegas con el fin de perpetuar la existencia de los egoístas genes que albergamos en nuestras células”.

En este aspecto de su explicación acerca de la elección, entre los sexos, es conveniente dedicar unos simples apuntes a su teoría sobre la neutralización y la concordancia de los sexos, en la que Schopenhauer nos ofrece una explicación algo más plausible a la hora de predecir las denominadas sendas de la atracción. Para que se dé una atracción o inclinación apasionada, un amor apasionado, se necesita de una condición que, según Schopenhauer, sólo podemos expresar por una metáfora química: la neutralización: “las dos personas deben neutralizarse una a otra, como un ácido y un álcali forman una sal neutra” (AMM, p. 64). Así lo expresa el filósofo: “Y como no hay dos seres semejantes en absoluto, cada hombre debe buscar en cierta mujer las cualidades que mejor corresponden a sus cualidades propias, siempre desde el punto de vista de los hijos por nacer” (AMM, p. 50). “Cada cual se esfuerza por neutralizar, por medio de la otra persona, sus debilidades, sus imperfecciones y todos los extravíos del tipo normal, por temor a que se perpetúen en el hijo futuro o de que se exageren y lleguen a ser deformidades (AMM, p. 65).

Nadie hay perfecto, completo. Toda constitución sexual es incompleta, la imperfección varía según los individuos:

“Por eso cada individuo encuentra su complemento natural en cierto individuo del otro sexo que representa la fracción indispensable para el tipo completo, que lo concluye y neutraliza sus defectos y produce un tipo cabal de la humanidad en el nuevo individuo que debe nacer […] Para la neutralización de dos individualidades una por otra, es preciso que el determinado grado de sexualidad en cierto hombre corresponda exactamente al grado de sexualidad en cierta mujer, a fin de que esas dos disposiciones parciales se compensen la una a la otra con exactitud” (AMM, pp. 64-65).

Así el hombre más viril buscará a la mujer más femenina y viceversa; cuando más débil es un hombre, desde el punto de vista de su fuerza corporal, más buscará mujeres físicamente fuertes o atléticas. “Hasta en las diversas partes del cuerpo busca cada cual un correctivo a sus defectos, a sus desviaciones, con tanto mayor cuidado cuanto más importante sea la parte” (AMM, p. 66). Los individuos de nariz chata se sentirán atraídos por las de nariz aguileña, las mujeres de baja estatura se enamorarán de los hombres altos, pero rara vez los hombres altos de las mujeres altas, ante el inconsciente temor de engendrar gigantes. Los hombres femeninos a los que no les gusta el ejercicio físico se verán a menudo lanzados hacia las mujeres masculinas, de pelo corto, que destacan en el cultivo de deportes. Es decir, cada uno: Buscará sobre todo las cualidades que le faltan, o a veces las imperfecciones opuestas a las suyas propias, y que le parecerán bellezas. De ahí proviene, por ejemplo, el que las mujeronas gusten a los hombrecillos y que los rubios amen a las morenas” (AMM, p. 53). Lo mismo sucede con respecto al temperamento o a las cualidades psíquicas: “el hombre brutal, robusto y romo de entendimiento; ella dulce, impresionable, aguda en el pensar, instruida, llena de buen gusto, etc.” (AMM, p. 62).

Debido a que esta elección, en la que no interviene el intelecto o consciencia, sino la voluntad — esto es el instinto, lo inconsciente — no siempre es acertada o adecuada, no es probable que nosotros poseamos el equilibrio ideal. Presumiblemente, nuestros padres cometieron errores durante su cortejo. Lo típico es que hayamos salido demasiado altos, demasiado bajos; que nuestra nariz sea grande, nuestra barbilla pequeña, muy varoniles o poco masculinos. Si se permitiera que semejantes desequilibrios persistiesen, o aún se agravasen, la especie humana se iría a pique con sus rarezas:

“La miserable constitución física, moral o intelectual de la mayor parte de los hombres proviene sin duda, en gran manera, de que por lo general se conciertan matrimonios, no por pura elección o simpatía, sino por toda clase de consideraciones exteriores y conforme a circunstancias accidentales” (AMM, p. 79).

Por consiguiente, el genio de la especie, en que se manifiesta la voluntad de vivir, debe empujarnos hacia aquellos que, en virtud de sus imperfecciones, son capaces de neutralizar las nuestras (la combinación de una nariz grande con una chata promete una nariz perfecta) y ayudarnos así a restablecer el equilibrio físico y psíquico en la generación verdadera. Pero ello no es fácil: “Cuanto más raro es este hallazgo, más raro es también el amor verdaderamente apasionado” (AMM, p. 50). Schopenhauer extiende su atención a otros aspectos que, en su opinión, influyen y guían nuestra elección y determinan la atracción que sentimos hacia un individuo del otro sexo: la edad, sus medidas, la belleza del rostro, los rasgos faciales (ojos, boca, nariz etc.) ofreciendo una serie de recomendaciones para lograr la alquimia indispensable la adecuada “neutralización mutua”, “como los ácidos y las bases en una sal” (ATM, 52-56).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Amelia Valcárcel, La memoria colectiva y los retos del feminismo”, en “Los desafíos del feminismo ante el siglo XXI, Amelia Valcárcel, María Dolors Renau, Rosalía Romero (eds.), Instituto Andaluz de la Mujer, Sevilla, 2000, pp. 31-33.

2) Richard Dawkins, El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta, Salvat, Barcelona, 1985.

Tomás Moreno Fernández

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