Arthur Schopenhauer: La mujer, cebo de la naturaleza (7/10)

VII. DE LA IMPOSIBLE FELICIDAD EN EL AMOR PASIONAL

Por extraño que parezca el título de este séptimo epígrafe — y esto es importante, aunque sea desolador — Schopenhauer tiene la convicción, bien fundamentada en su opinión, de que la mayoría de las veces el amante que librará a nuestra hija o hijo de tener un mentón descomunal, una inteligencia mediocre o un temperamento poco femenino/masculino, rara vez coincide con la persona que nos hará felices el resto de nuestra vida.

La búsqueda de la felicidad personal y la procreación de hijos saludables son dos proyectos que contrastan de forma radical, pero que el amor nos lleva maliciosamente a confundir durante los años que haga falta, como si se tratara de un único proyecto. No deberían sorprendernos, en consecuencia, los matrimonios entre personas aparentemente inconciliables entre sí o que, razonablemente, jamás habrían sido amigos:

Puede ocurrir […] que, a despecho de la semejanza de sentimientos, de carácter y de espíritu, a despecho de la repugnancia y hasta de la aversión que resulten, nazca y subsista, sin embargo, el amor, porque ciegue acerca de esas incompatibilidades. Si de eso resulta un enlace conyugal, el matrimonio será necesariamente muy desgraciado” (AMM, 51).

Portada de El amor, las mujeres y la muerte (Ed. Edaf)

Y es que para nuestro célibe pensador la pasión, el amor pasional, el enamoramiento, tampoco asegura la felicidad de los amantes:

El amor no sólo está en contradicción con las relaciones sociales, sino que, a menudo, también lo está con la naturaleza íntima del individuo, cuando se fija en personas que, fuera de las relaciones sexuales, serían odiadas por tu amante, menospreciadas y hasta aborrecidas. Pero la voluntad de la especie tiene tanto poder sobre el individuo, que el amante impone silencio a sus repugnancias y cierra los ojos acerca de los defectos de aquella a quien ama; pasa de ligero por todo, lo desconoce todo, y se une para siempre al objeto de su pasión. ¡Tanto es lo que le deslumbra esa ilusión que se desvanece en cuanto queda satisfecha su voluntad de la especie y que deja tras de sí para toda la vida una compañera a quien detesta!” (AMM, 75).

Y continúa Schopenhauer:

Sólo así se explica que hombres razonables y hasta distinguidos se enlacen con harpías y se casen con pérdidas y no comprendan cómo han podido hacer tal elección. He aquí por qué los antiguos representaban a Cupido con una venda en los ojos. Hasta puede suceder que un enamorado reconozca con claridad los vicios intolerables de temperamento y de carácter en su prometida, que le presagian una vida tormentosa, y hasta puede ocurrir que sufra por eso amargamente, sin tener valor para renunciar a ella” (AMM, 75-76).

Para alcanzar su fin, en contra incluso, como hemos señalado, de toda lógica aparente y egoísta, es menester que “la naturaleza embauque al individuo con alguna añagaza, en virtud de la cual vea, como un iluso, su propia ventura en lo que en realidad sólo es el bien de la especie” (AMM, 51-52). En consecuencia “el individuo se hace así esclavo inconsciente de la naturaleza en el momento en que sólo cree obedecer a sus propios deseos. Una pura quimera, al punto desvanecida, flota ante sus ojos y le hace obrar” (Idem). Siguiendo con su teoría Schopenhauer añadirá que esa habilidad, característica de la voluntad de vivir, de propagar sus fines antes que nuestra propia felicidad individual, puede apreciarse con particular claridad en la lasitud y tristeza que invaden con frecuencia a las parejas inmediatamente después de hacer el amor: “Una vez satisfecha su pasión, todo amante experimenta un especial desengaño: se asombra de que el objeto de tantos deseos apasionados no le proporcione más que un placer efímero, seguido de un rápido desencanto” (AMM, 55).

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Una vez que los amantes han conseguido lo que imaginaban pretender, el matrimonio y la fructificación de su amor, esto es: una vez satisfechas las demandas de la voluntad de vivir— y en presencia del travieso infante que se entretiene en dar patadas a un balón destrozando los muebles del salón de la casa o de la inquieta niña que maquilla con los cosméticos de mamá la cara de su muñequita preferida — quedará al descubierto el ardid, el engaño [que nos ha tendido la Naturaleza], e inevitablemente se sentirá defraudado: el desacuerdo más ruidoso, la discordia y la incompatibilidad resultarán inevitables. La pareja se separará o pasará las cenas en medio de un silencio hostil: “En efecto, como la pasión se funda en una ilusión de felicidad personal, en provecho de la especie, una vez pagado a ésta el tributo, al decrecer, la ilusión tiene que disiparse. El genio de la especie, que había tomado posesión del individuo, le abandona de nuevo a su libertad” (AMM, 77).

Ese ciego, elemental instinto de vida, manifestación de la absoluta voluntad, una vez cumplido su propósito, no se preocupa ya de la felicidad de la pareja; por eso considera Schopenhauer que los matrimonios contraídos por esa ilusión que se llama amor son, las más de las veces, desgraciados, ya que los contrayentes han sido meros instrumentos del genio de la especie que, para lograr sus fines, los engañó con quiméricas perspectivas de felicidad. Convendría, pues, no dejarse nunca llevar por la pasión y “nunca se les ocurra escoger solos, llevados por la siempre cegadora pasión. He podido constatar que tales matrimonios casi siempre acaban mal. Dejen que otras personas bienintencionadas decidan por ustedes. La mirada desprejuiciada suele dar en el blanco, y la razón es mucho mejor casamentera que la pasión desaforada” (ATM, 55-56).

La pasión no es buena consejera: contra las expectativas que tenía antes de casarse, una vez satisfecha no se encuentra más feliz que antes. Y después de tantos esfuerzos sublimes, heroicos e infinitos “no le queda más que una vulgar satisfacción de los sentidos”. Por eso Schopenhauer recuerda la regla general: “Cuando Teseo consigue a su Ariadna, la abandona luego. Si hubiese sido satisfecha la pasión de Petrarca por Laura “hubiera cesado su canto, como el del ave en cuanto están puestos los huevos en el nido” (AMM, 78). La esencia de todo amor romántico o de toda pasión amorosa se debe, pues, a una ilusión instintiva; cuando esta se desvanece – una vez cumplidos los propósitos del genio de la especie– ocurre que, por lo general, sobreviene la desgracia, el desinterés, la desilusión, el desamor:

Los matrimonios por amor se conciertan en interés de la especie y no en provecho del individuo. Verdad es que los individuos se imaginan que trabajan por su propia dicha; pero el verdadero fin les es extraño a ellos mismos, puesto que no es más que la procreación de un ser que sólo por ellos es posible” (AMM, 78).

Recién casados

Parece desprenderse de todo ello que en el matrimonio tiene que padecer alguien, o el individuo o el interés de la especie: “Parece, pues, que al concertarse una boda es preciso sacrificar los intereses de la especie o los del individuo. La mayoría de las veces así sucede: tan raro es ver las conveniencias y la pasión ir de la mano” (AMM, 79)226. Si bien no dejó demasiadas dudas acerca de la superior capacidad de la especie para garantizar sus intereses: Ya se sabe que son muy escasos los matrimonios felices, porque la esencia del matrimonio es tener como principal objetivo, no la generación actual, sino la generación futura” (AMM, p. 80). El sino de todo matrimonio por amor es “asegurar la felicidad de la generación venidera a expensas de la generación actual” (AMM, 78). A este propósito recuerda, seguidamente, un viejo proverbio español: “Quien se casa por amores ha de vivir con dolores” (AMM, 78). Cuando un matrimonio se concierta por interés o conveniencia, de manera calculada: por consideraciones de tipo social o económico, y no por el inconsciente empuje de la pasión o amor/instinto sexual, caso de los matrimonios concertados por los padres, en los que el instinto no interviene, las consecuencias pueden ser negativas para la especie: la inferioridad física, moral o intelectual de la prole que surge de ese acoplamiento. El instinto persigue, inconscientemente la felicidad de la especie, mientras que la razón, el cálculo, tiene en cuenta, ante todo, la felicidad de los individuos que formarán la pareja.

Pero Schopenhauer añade algo más para reforzar su desalentadora argumentación: dado que el amor tiene por fundamento un instinto dirigido a la reproducción de la especie, es lógico considerar que, en la mujer, por estar más cerca de ese instinto de la especie, su tendencia a la fidelidad es “natural”, mientras que en el hombre no lo es (o es “artificial”). El hombre puede, con facilidad, engendrar más de cien hijos en un año, si tiene otras tantas mujeres a su disposición. Su amor disminuye a partir del instante en que ha obtenido satisfacción: cualquier otra mujer tiene más atractivo que la que posee, aspira al cambio.

Una pareja contempla una puesta de sol

La mujer, por el contrario, aunque tuviese tantos varones a su disposición, no podría dar a luz más que un hijo al año, salvo en el caso de gemelos. Su fidelidad a un solo hombre es “natural” y esto se debe a que la naturaleza le impele, por instinto y sin reflexión, a conservar junto a ella a quien debe alimentar y proteger a la futura familia, necesita tener una protección estable para ella y la prole, ya que “el hombre propende por naturaleza a la inconstancia en el amor, y la mujer a la fidelidad” (AMM, 57). De todo ello se deduce, según nuestro filósofo, que “el adulterio de la mujer es mucho menos perdonable que el del hombre” (AMM, 58). En este sentido Schopenhauer insiste en que parece que la naturaleza muestra una inequívoca y misógina predilección por el sexo masculino. En efecto:

“Éste lleva la delantera en fuerza y belleza; cuando se trata de obtener satisfacción sexual, la parte masculina sólo obtiene placer, mientras que del lado femenino caen sólo lastre y desventajas […] Si el hombre quisiera aprovecharse de esta parcialidad de la naturaleza, la mujer sería la más desdichada de las criaturas; pues tendría que soportar todo el peso del cuidado de los hijos; y, dadas sus escasas fuerzas, estaría completamente perdida” (ATM, 38).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

Están implícitas en el texto. Proceden de las Antologías El amor, las mujeres y la muerte (abreviado AMM), edición de Biblioteca Edaf (traducción de Miguel Urquiola, prólogo y cronología de Dolores Castrillo), Madrid, 1993 (citamos con la abreviatura AMM, seguida de la página), y la más reciente antología de sus textos sobre la mujer: Arthur Schopenhauer, El arte de tratar a las mujeres, (traducción de Fabio Morales; introducción y notas de Franco Volpi), Alianza Editorial, Madrid, 2008 (abreviatura ATM, seguida de página).

[Nb. Para aligerar la densidad “monótona” de este epígrafe, nos hemos permitido la licencia de subrayar en negrita las ideas fundamentales en que apoya su compleja hipótesis sobre la “elección” en el amor]

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Tomás Moreno Fernández

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