El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (51): «La aventura de leer»

Bernabé siempre había buscado en los libros algo distinto, un conocimiento o una verdad que no podría hallar en la realidad, siempre sujeta a rígidos criterios, a conceptos consabidos. Desde que se aficionó a la lectura, hacía ya una buena porción años, siempre se había adentrado en los libros con el mismo propósito y, aunque con algunos no se realizaba, nunca había dejado de procurarlo. Con los años, además, había ido desechando objetivos, todos perentorios y pasajeros, hasta que no le quedó más deseo que aquel, un deseo que habría de reportarle grandes satisfacciones si encontraba los libros adecuados para que se cumpliera.

Bernabé había leído de todo ―novelas, cuentos, poemarios, libros de historia, ensayos…―, aunque al final acabó por decantarse por la novela, un género más abierto que le ofrecía por tanto más posibilidades. Le gustaban, especialmente, las historias que presentaban una trama más compleja, con intrincados episodios que se sucediesen de un modo azaroso, sobre todo si en ellas existía algún tipo de misterio, con personajes de un singular atractivo; era partidario de que las novelas no fueran un mero reflejo de la realidad, como muchos lectores deseaban; prefería, por el contrario, que se alejasen de ella y que recreasen un mundo propio, en el cual pudieran suceder hechos inauditos. Era eso lo que mayormente le atraía, lo que más lo animaba a internarse en las historias que narraban; no le importaba tanto el estilo como el modo de narrar, como la capacidad de invención que tuviese el autor. Leer se había convertido, de esta manera, para él en una especie de aventura, en una empresa que le debería deparar grandes emociones y que había de suscitar constantemente su interés, su ansia de encontrar algo nuevo, un secreto que lo deslumbrara, una lección oculta.

Se había trasladado, gracias a aquella afición, a tiempos antiguos, a épocas muy alejadas en las que imperaban otros principios y otras formas de pensar y de comportarse; eran tiempos y épocas que parecían inventados, ya que eran muy diferentes a los actuales, envueltos la mayoría de las veces en un aura de leyenda, en una atmósfera que era más bien propia de un cuento fantástico. Aparecían seres que tenían cualidades extraordinarias y que se movían por anhelos particulares, por sueños que por diversas circunstancias no podían realizarse; muchos de ellos eran héroes imbuidos de idealismo que terminaban derrotados, vencidos por los enemigos contra los que hubiesen combatido.

En su imaginación recreaba países remotos, lugares dotados de una belleza insólita, paisajes ásperos, desiertos en los que se sucedían montañas de arena de distintos tamaños, selvas inextricables, altas cordilleras de cornisas y picos afilados, praderas amarillas por las que cabalgaban en ligeros caballos jinetes arrebujados en largas capas, caminos estrechos que serpeaban por un terreno árido, pueblos agazapados en el ala de una colina, aldeas habitadas por viejos fantasmas, mares encrespados, islas vírgenes de playas solitarias y colinas cubiertas de una vegetación exuberante, bosques en los que sobrecogía el espeso silencio que moraba entre sus sombras.

Ninguna novela terminaba de satisfacerlo; por eso seguía leyendo con una avidez insaciable, impulsado por el deseo de encontrar algo que oscuramente en los libros venía buscando, una clave acaso, la resolución de un enigma. Era una aventura interminable, compuesta de infinidad de historias, de impredecibles anécdotas. Había personajes rodeados de un halo de misterio, con los cuales se identificaba, personajes que estaban marcados por un pasado incierto y que perseguían un ideal en un mundo que se les volvía tenebroso, contra un destino que se les tornaba cada vez más adverso y opaco. Unas veces esos personajes eran jóvenes intrépidos o avezados marinos y otras veces eran mujeres soñadoras, víctimas de alguna injusticia, de alguna situación embarazosa de la que pretendían inútilmente salir.

Bernabé no solo leía novelas de escritores de su país, sino también novelas pertenecientes a otras lenguas, a entornos diferentes, entre las que halló verdaderas maravillas, ya que el ingenio humano es inagotable. Eran estas novelas creaciones que presentaban matices distintos, modos de discurrir que nada tenían que ver con los de su tierra. Muchas de ellas le hacían pensar, reflexionar acerca de la existencia, acerca de los arcanos que hay ocultos en ella. La novela era, ciertamente, un género abierto que admitía multitud de variantes, modalidades literarias muy diversas; no solo estaba destinada a entretener o instruir sobre un determinado periodo histórico o sobre un ambiente concreto, sino que también incluía introspecciones y pensamientos de un carácter muy profundo, pasajes dotados de un aliento poético en los que se expresaban delicados sentimientos.

Aunque leía mucho, nunca había pasado por su cabeza la idea de escribir, quizá por considerarla imprudente, por el respeto que le causaba la creación propia. La lectura era su pasión, si bien todavía, después de más de cincuenta años, no había dado con el libro que satisficiera todas sus expectativas. Lo importante, se decía, era seguir buscando, continuar aventurándose en el mundo fascinante de la literatura, ya que de esa manera se evadía de la anodina realidad en la que estaba instalado. Se trataba de una búsqueda personal, de un empeño suyo, por lo que no solía hacer caso de los consejos ajenos, de las orientaciones que le apuntaban los demás. Era algo así como un reto que deseaba afrontar solo, sin ayuda de nadie, un reto que acaso nunca superara, quizá por haberlo convertido, a fuerza de idealizarlo, en una suerte de entelequia, en una quimera inalcanzable.

Una vez, en la frontera ya casi de la vejez, Bernabé creyó que había encontrado por fin en una novela lo que buscaba. Era una obra compuesta en el siglo anterior por un autor casi desconocido, por un escritor que apenas era nombrado en los manuales de literatura. En ella se contaba una historia de la época, protagonizada por un joven de aspecto huidizo que se vería envuelto en infinidad de problemas. El joven vivía en una ciudad muy populosa, en un barrio pobre. Su ilusión era ser artista, aunque al principio no sabía a qué sección del arte quería dedicarse. Era el modo que tenía de escapar del ambiente de miseria en el que se había criado. Aunque era tímido, tenía un espíritu soñador que le hacía concebir temerarias empresas. Pasó por una etapa de búsqueda, en la que se relacionó con artistas de diferentes campos, con músicos capaces de componer sublimes conciertos, con pintores provistos de unas facultades para pintar verdaderamente asombrosas, con escultores y arquitectos que sorprendían por su derroche de originalidad, con poetas y novelistas que soñaban con escribir obras geniales. Él sentía diversas inclinaciones, hasta que después de varios ensayos se decantó por la literatura, ya que poseía ciertas dotes para escribir. Su decisión lo llevó a leer los libros que aquellos novelistas y poetas con los que había tratado le fueron aconsejando, libros que eran verdaderos hitos en la historia literaria, pertenecientes a distintos géneros.

Estaba aún en un tiempo de formación, por lo que se tomó la lectura como una actividad necesaria, imprescindible para el ejercicio de la escritura. Leyó con fruición, a un ritmo cada vez mayor, hasta que a partir de cierto día emprendió su labor como literato, primero con poemas y relatos sencillos y poco después con narraciones más largas, con historias que poco a poco iba ampliando, a medida que se incrementaba su capacidad de escritor. Sus textos fueron muy bien estimados en los medios en los que se desenvolvía, de modo que sus logros llegaron pronto al conocimiento de un editor, el cual no dudó en editar su primera novela. Se trataba de una historia fantástica, ambientada en un país imaginario; en ella aparecían seres fabulosos que se enfrentaban a otros seres que tenían intención de invadir su territorio, movidos por el deseo de apropiarse de las fuentes de riqueza que en él se hallaban. En el fondo, no era otra cosa que la lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, representadas en la novela por criaturas fantásticas. El joven demostraba que tenía una gran imaginación y que era capaz de discernir lo que en cada momento resultaba más conveniente para mantener el interés de la trama; usaba, además, un vocabulario amplio, muy rico en matices y en sugerencias, lo cual era señal de que sus lecturas habían dado un excelente fruto. Eso probaba que la literatura era su vocación, a la cual debía entregarse.

Aprovechó las ganancias obtenidas con la edición de la obra para darse a viajar por distintos lugares, pues consideraba que para un escritor es muy importante la experiencia que se adquiere en otros sitios. La novela que Bernabé había descubierto adquiría a partir de entonces el carácter de una literatura de viajes, muy cultivada a lo largo del tiempo. Los episodios se iban desarrollando, cargados de viveza y de tensión, hasta que finalmente el protagonista decidió instalarse en una ciudad que lo atrapó por su belleza, donde tenía pensado escribir su segunda novela, muy diferente de la anterior, pues sería de signo realista. Tardó solo tres meses en concluirla, pues escribía a impulsos de una inspiración desbocada. Cuando ya la tuvo escrita y corregida, se la envió al editor, quien después de haberla leído y valorado decidió publicarla, ya que contenía muchos valores. Como había ocurrido con la primera, tuvo un enorme éxito de crítica y de ventas aquella segunda novela.

El joven escritor vivía ya rodeado de ciertas comodidades que contrastaban grandemente con las condiciones de miseria y abandono en las que había vivido durante su infancia y adolescencia. Aún se hallaba soltero, pues no había encontrado a la mujer con la que siempre había soñado. Tenía veintisiete años cuando decidió volver al lugar en el que había nacido a pesar de la sordidez y de los numerosos conflictos que en él había; lo movía el impulso de regresar a los orígenes, al barrio miserable del que había partido y en el que aún vivían sus padres, ya muy mayores. Precisamente cuando se hallaba en la cima de su carrera de escritor había sentido aquella llamada imperiosa, aquel deseo súbito de estar de nuevo en el humilde rincón en el que había venido al mundo. El protagonista había querido huir de allí, pero cuando había alcanzado la gloria como artista había deseado retornar, lo cual fue tomado por muchos como una locura, como una resolución incomprensible.

Satisfecho de la lectura de aquella insólita novela, Bernabé dio por terminada su búsqueda, por lo que a partir de ella determinó leer con menos apremio, con la tranquilidad de haber encontrado ya lo que había buscado ansiosamente en la literatura, especialmente en el género novelístico, al que había sido tan afecto.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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Comentarios

2 respuestas a «El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (51): «La aventura de leer»»

  1. Blas González Jiménez

    Un poco autobiográfico, Pedro? 😃

    1. Pedro Ruiz-Cabello Fernández

      Casi todo es autobiográfico, Blas, por lo menos en mis relatos. Muchas gracias por el comentario

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