Mi padre siempre me decía que fuera honrado. A lo largo del tiempo he comprobado que la honradez es una virtud de valientes, de quienes tienen la gallardía de seguir los dictados de su conciencia. Es una cualidad con la que se nace y que tal vez se hereda, pues se halla en lo más profundo de la persona, en las hondonadas del espíritu. Brota del interior, como una llamada que no se puede eludir, como un impulso que obliga a actuar de una determinada manera, de acuerdo con los principios por los que se rige la conciencia. Solo quien es osado está capacitado para responder a esa llamada, para no temerle a sus consecuencias; la valentía es necesaria para que la honradez se manifieste, para que se realice en acciones concretas. Mi padre, a pesar de los disgustos y de los desplantes sufridos, no se arrepentía de haber sido honrado, de haber cumplido con el deber que en cada caso le correspondía. Por eso me aconsejaba con insistencia que también lo fuese, aun cuando me acarrease problemas, causados por el modo en que está organizado el mundo, en el que priman la falsedad y el sentido práctico.
Creo que he seguido su consejo, no por haber querido guardar su memoria, sino porque he nacido con su misma condición. Es algo que, ciertamente, no se puede evitar, una inclinación a la que una y otra vez se acaba cediendo, como he comprobado a lo largo de la vida. Son muchas las anécdotas que podría contar, las ocasiones en las que ha aflorado la gracia que llevo dentro, la virtud que he heredado de mi padre. Algunos de esos casos eran realmente inocuos o no revestían apenas importancia, pero otros sí eran decisivos, pues de ellos dependía mi propia reputación o la felicidad de otras personas, con las cuales me relacionaba. En el curso de la existencia se presentan numerosas oportunidades en las que uno tiene que tomar la determinación que juzga más oportuna, a riesgo incluso de equivocarse, pues no todo lo que se decide puede ser acertado.
Referiré uno de los casos que a mí me resultaron más costosos. Yo tenía veintitrés años; aunque acababa de licenciarme en Filología Hispánica, atravesaba por un periodo de crisis personal, provocada por una serie de conflictos internos que venía arrastrando y que no había sabido afrontar a tiempo. El origen de aquella crisis era un estado de inseguridad que me mantenía siempre indeciso, sin planes de futuro. Eso había hecho que me volviera melancólico, con fuerte tendencia a la depresión.
A pesar de esa problemática, había dado en enamorarme, cosa que se debe considerar natural en la juventud, a una edad en la que con mucha facilidad irrumpen los sentimientos. El amor que yo sentía, imprevisto, casi casual, se me reveló desde el principio como un modo de escapar a los problemas, pues gracias a la ilusión que en mí despertaba la vida se me ofrecía como un paraíso conquistable.
La persona a la que yo tomé inopinadamente afecto era una vecina del pueblo, a la que hasta entonces solo la conocía de vista, ya que era unos años menor que yo. Se llamaba Encarnación, aunque era conocida como Encarnita. Estaba cursando entonces la carrera de Bellas Artes, pues se le había dado muy bien siempre el dibujo. Era de carácter reservado, por lo que parecía algo tímida. Aunque no hablaba mucho, la sonrisa que a veces iluminaba su rostro denotaba que debía tener un espíritu sensible y bondadoso, con tendencia a expandirse. Era alta, de aspecto algo desgarbado, con los ojos muy grandes de color negro. Un día que había ido a la casa de unos tíos míos se encontraba a la sazón allí, ya que les había llevado unos dulces de la madre, con la que guardaban una gran relación. Mi tía, aprovechando la coincidencia, no dudó en presentármela. Hablamos en el portal de la casa brevemente acerca de los estudios y de las aficiones que teníamos. Encarnita me pareció una chica agradable, más agradable de lo que yo siempre había creído. Posiblemente la impresión que ella tuvo de mí fue semejante, ya que a partir de entonces procuraba hablar conmigo cada vez que me veía por la calle.
El interés que había suscitado en ella debió de influir en mí, pues yo también comencé a sentirme interesado por ella. Lo que había permanecido aplazado, arrumbado por un tiempo, se hacía realidad de nuevo y mi corazón empezó a hervir otra vez de un sentimiento amable, de un afecto tierno hacia otra persona. Encarnita, además, me escuchaba siempre con suma atención, con unos ojos complacidos que a mí me causaban un gran efecto, pues me veía atendido por ella, por una mujer que había debido de ver en mi personalidad aspectos que le gustaban, distintos de los que hubiese visto en otros hombres. El amor encendió nuevamente mi pecho, colmándolo de una ternura indecible; era una fuerza que me levantaba del estado de abatimiento en el que me había encontrado y que me hacía concebir inusitadas esperanzas, porque el amor levanta y obra milagros en el alma que lo experimenta. Me vi por unos días muy animado, con ansias de emprender nuevos caminos, de conquistar definitivamente la voluntad de Encarnita. Sabía ya por muchas señales que me quería, lo cual era motivo de que yo también la quisiese a ella cada vez más, de que soñase incluso con que ese amor que había prendido en mí se realizase.
Cada encuentro que teníamos nos unía más, hasta el punto de que resultaba ya evidente la atracción que el uno por el otro sentíamos. La crisis personal por la que estaba pasando parecía ya superada, así que me hallaba también por esta causa muy contento. Ante mí se me presentaba por momentos un futuro muy halagüeño; me consideraba capaz de continuar los estudios y de lograr con ellos lo que me propusiese; uno de mis proyectos había sido siempre, desde que empecé la carrera de letras, ejercer como profesor de instituto o incluso de universidad, en el caso que se me facilitasen las oportunidades para conseguirlo. Con ardoroso entusiasmo, retomé durante varios días el estudio, movido por el amor de Encarnita, por el deseo de hacerla feliz siempre. Apenas quedaban en mi memoria restos de los nubarrones que la habían cubierto, de las sombras que la habían invadido; el viento del amor, impetuoso, se los había llevado, dejando solo jirones desperdigados, retazos sueltos que aún permanecían adheridos a las débiles paredes de un recuerdo. Yo me vi libre, audaz, dispuesto a acometer grandes empresas, a iniciar con Encarnita un noviazgo que se me antojaba muy prometedor; sin embargo, bastó un instante de duda, un momento de desconcierto, ocasionado quizá por uno de esos jirones de temor que no se habían disipado, para que mi mente volviera a cubrirse casi de pronto por los antiguos nubarrones, para que nada de lo que había proyectado lo considerase ya posible, de modo que en un acceso de honradez decidí volver sobre mis pasos ante la posibilidad de que yo no estuviese en condiciones de procurar la felicidad de Encarnita, como había sido mi deseo.
Lo primero que hice, para que ella se percatara del cambio de actitud, fue no salir a la calle con el fin de evitar nuevos encuentros. Obedecía otra vez a un impulso interior, pues la conciencia no me permitía que engañara a Encarnita, haciéndola creer que era un tipo extraordinario, con el cual podría ser feliz el resto de sus días. Ella lo debió de entender, pues al cabo del tiempo se comportó conmigo con cierta frialdad, con un distanciamiento que parecía premeditado, como si hubiera dejado de quererme, como si hubiera intuido acaso el estado de ánimo en el que yo me hallaba.
Es un caso extremo que prueba el exceso de responsabilidad que a uno lo asalta cuando es honrado, cuando ha nacido con una cualidad que condicionará su comportamiento mientras viva.






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