El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (53): «Luna de verano, I»

Cuando se quedó solo, Manuel no dudó en marchar al pueblo donde el padre, recién fallecido, le había dicho que vivía su tío, un hermano de él al que quería mucho y al cual no veía desde hacía mucho tiempo por razones que nunca le había aclarado. Más de una vez había pensado Manuel que la culpa de la separación la había tenido Bernarda, su madrastra, una mujer de mal talante con la que nunca se había llevado bien. Había, ciertamente, cosas del pasado que él, a sus diecisiete años, no acababa de entender. Su vida no había sido fácil desde el principio: había estado jalonada de desgracias y de contratiempos, a los que inevitablemente había tenido que sobreponerse para seguir viviendo. Esto le había permitido tener un carácter fuerte y decidido, con el cual se sentía capacitado para enfrentarse a todo lo que le sobreviniese, con un arrojo que no era muy común a su edad.

Por eso, el mismo día en que enterraron a su padre, no vaciló en ir en busca de su tío y, con una mochila colgada de los hombros, llena de cuantos alimentos y bebidas le podían hacer falta, salió de su pueblo a escondidas, sin que nadie lo viera. Era ya casi de noche; en el horizonte quedaba todavía una franja sonrosada, tendida sobre los montes. Como era verano, hacía una temperatura muy agradable. Apenas hubo dejado atrás el pueblo, tomó el camino que lo conduciría a donde se hallaba su tío. Sabía que era largo y que posiblemente tardaría dos días en recorrerlo. Lo animaba el deseo de tener a su lado a alguien que lo quisiera: los amigos, con los que quizá en el futuro volviera, no le proporcionarían el afecto que el hermano de su padre podría darle. Necesitaba estar con él, sentirse amparado por sus brazos. De alguna manera, no se le ocultaba que también huía de quien tanto daño le había causado: Bernarda lo había tratado muy mal desde que era pequeño; quizá había actuado por envidia o por los celos que sentía al ver el cariño que su padre le tenía, las atenciones que le prestaba a él en lugar de dedicárselas a ella. Era una mujer egoísta y tirana a la que deseaba no ver nunca más. Para él habría sido insoportable quedarse con ella en la casa: lo habría amargado con sus continuas diatribas; además, lo más probable era que hubiese buscado a un nuevo hombre que la sustentara y que hiciera cuanto a ella se le antojase.

No le había quedado otra opción que huir. Manuel tenía un vago recuerdo de su tío Alberto: visitaba la casa de vez en cuando hasta que a partir de un día dejó de hacerlo; se acordaba de que siempre que llegaba lo primero que hacía era dirigirse a él para atusarle el pelo a modo de saludo; se acordaba también de que era muy parecido al padre: ambos eran fuertes y tenían el rostro atezado, con la frente muy despejada. Habían trabajado, además, siempre en el campo: aunque ninguno de los dos tenía fincas propias, habían labrado tierras como arrendatarios, sin que nunca les hubiera faltado el trabajo. Su vida, pues, había estado ligada a la tierra: por eso eran hombres rudos, avezados a las fatigas que comportan las faenas agrícolas. Al parecer, según le había referido el padre, Alberto con el dinero que tenía ahorrado había comprado unos pequeños terrenos cerca del pueblo donde ahora vivía: con lo que ganaba de la venta de los frutos y de lo que obtenía de diversos arriendos tenía más que suficiente para vivir. Se había casado, pero por lo que fuese no había podido tener hijos. Era lo único que sabía de él: todo lo demás se lo imaginaba Manuel; seguiría siendo fuerte y generoso en su esfuerzo, como lo había sido su padre, del cual le había quedado un gran ejemplo. Lo más seguro sería que su tío lo acogiera en su casa y que lo pusiera a trabajar con él en la labor. Para Manuel era un sueño: su padre, además, siempre le había dicho que lo más importante era ser buen trabajador, ya que con esa cualidad bastaba para llevar una vida decente.

El camino que había tomado Manuel discurría entre olivos, pero al bajar un recuesto se internó en una zona de maizales, que en aquella época estaban muy crecidos. A tal hora, ya en plena noche, era muy plácido pasar entre ellos, pues daba la impresión de que se atravesase entre las orillas de dos mares, de cuyas aguas llegaba un olor fresco y estimulante. Con su imaginación, Manuel se lo figuraba así: él era un caminante, un guerrero audaz que se adentraba en un territorio oscuro y desconocido, en el que parecía reinar el misterio. A veces, mientras caminaba, recordaba a su padre: dado que no había tenido la oportunidad de conocer a la madre, pues ella había muerto un año después de que él naciera, su padre había sido la persona a la que más había querido en el mundo; su pérdida, aunque prevista, le había causado un hondo dolor. El sentimiento de soledad que había experimentado no se lo deseaba a nadie; era lo peor que le podía suceder a uno. Sin embargo, después del entierro, o quizá antes, ya desde el velatorio, había sentido que el espíritu del padre seguía vivo. Era algo que no sabría explicar, ya que se trataba de una experiencia muy íntima: tenía la sensación de que aún le hablase, no con una voz audible, sino en forma de aliento profundo, como si estuviese dentro de él y lo animara a ser valiente y a no arredrarse ante nada de lo que le ocurriera. Es lo que lo había impulsado a escapar del pueblo y a encaminarse donde su padre le había dicho que vivía su tío.

Había andado más de tres horas, siempre sin apartarse del camino, hasta que consideró que le era necesario descansar y, luego de arrimarse a un árbol, se recostó contra su tronco, con la mochila entre sus piernas. Se encontraba seguro allí: no le temía al sitio ni a la noche. Aunque no tenía sueño, pensó que sería bueno dormir. Antes de cerrar los ojos, se quedó un rato contemplando el cielo. Una luna grande, de una luz inmaculada, lo señoreaba. Nunca se había fijado en la luna como aquella vez lo hacía: la verdad es que siempre le había atraído su figura, sobre todo cuando era llena, como ocurría entonces; sin embargo, nunca había reparado verdaderamente en su belleza. Quizá en la oscuridad del campo luciera de un modo distinto a como había lucido en el pueblo, cuando de niño o de adolescente la veía aparecer sobre los tejados o tras la torre de la iglesia. Ahora no solo había en ella algo que lo atraía, sino que se presentaba a sus ojos como una compañera, como una amiga que estuviera dispuesta a iluminarlo y a seguirlo para que no se sintiera solo. Realmente era muy hermosa: tenía un indecible encanto, era como un medallón colgado del encerado del cielo, el medallón de una diosa o de una antigua reina que hubiese sido rescatado de las redes del tiempo. Estaba allí animándolo, sugiriéndole que era la enviada de una divinidad invisible y protectora. Casi creía sentir su susurro, el mensaje cándido que le transmitía a través de la noche. Era un sonido oscuro que se confundía con los leves rumores que se oían a su alrededor, causados por un breve paso de la brisa o por el roce del agua con las hierbas de una acequia. La placidez que sentía contemplándola hizo que cerrara por fin los ojos y que al poco se quedara dormido. Soñó, como no podía ser de otro modo, con su padre: lo vio montado en un olivo, invitándolo a subir también a él; su cara era muy parecida a la que tenía cuando era pequeño, quizá porque estaba muy presente en su recuerdo; le indicaba con la mano, sin pronunciar una palabra, que subiera y Manuel hizo un esfuerzo y se encaramó junto a él, sobre una rama muy gruesa y rugosa que sostenía con seguridad a los dos. Fue un sueño muy corto que se enredó después con otros en los que también aparecían sus amigos. Corrían con él por campos en los que se hacía de noche, con una luna grande y redonda que se remontaba por encima de una fila de árboles. Le gustaba sentirse acompañado de ellos, igual que le pasaba en los juegos que emprendían en la infancia en la plaza del pueblo. Todo sucedió muy deprisa, hasta que el fresco de la madrugada lo despertó. Aunque estaba a gusto allí, decidió continuar su camino. Se comió, mientras lo reanudaba, un plátano que llevaba en la mochila. No notaba ya ningún cansancio.

La luna había cambiado de posición; parecía como si se hubiera querido colocar en la dirección que él había de seguir. La madrugada en el campo tampoco era como en el pueblo. El cielo no era ya tan oscuro: le pareció que tomaba un tono morado, como si en él se anunciase el nuevo día. Al pasar cerca de un cortijo, un perro ladró varias veces, alertado por su presencia, lo cual lo obligó a precipitar la marcha, pues no quería alarmar a nadie. Calculó que serían las cuatro o las cinco de la mañana. Había campesinos que se levantaban a esa hora, por lo que era raro que no se hubiese encontrado ya con ninguno. El camino, a medida que avanzaba, se tornaba más escabroso. De vez en cuando le llegaba un olor denso de hierbas, de matorrales arracimados en el borde de alguna acequia. La luz de la luna se deslizaba sobre los maizales, bañándolos en una azulada pureza. Había también hazas de alfalfa y rastrojos de un color turbio. Tenía la impresión de que el tiempo transcurría muy lento cuando advirtió que el cielo estaba cobrando una tonalidad violeta, casi lila. Sobre las sierras lejanas había aparecido un halo de color anaranjado. La proximidad del amanecer alentó a Manuel, lo animó a caminar más deprisa. A él siempre le había gustado el verano: algunas noches se había quedado hasta muy tarde con los amigos, pues en verano se habían permitido más libertades que en el resto del año; recordaba especialmente las fiestas de julio, en las que el pueblo se engalanaba con colgaduras y alumbrados de colores. Eran recuerdos agradables que cruzaban por su mente y que encendían su ánimo. Se daba cuenta con ellos de que no todas las cosas del pasado habían sido enojosas.

Estaba ya amaneciendo, aun cuando la luna todavía colgaba del cielo como un medallón envejecido; aquel halo anaranjado se volvió amarillo, hasta que el sol comenzó a apuntar tras las crestas de las sierras. El campo, después de la salida fulgurante del sol, empezó a aclararse: las hazas, cuyos contornos se veían ya más nítidos, configuraban una vega ancha que se extendía como una mar hasta el pie de unas colinas. El camino era ahora más llano y más recto; estaba flanqueado de balates y de pequeñas tapias de barro que marcaban el límite de algunas fincas. A lo lejos se divisaban numerosas choperas como barcos encallados en aquel mar tranquilo de la vega. Había comprendido Manuel, con aquellos apuntes del nuevo día, que era hora de desayunar y, tras sentarse en uno de los balates, se comió un bocadillo de jamón y bebió un poco de agua de la cantimplora que se había llevado para el viaje. A poco de estar allí, vio aparecer por el camino a un hombre montado en una mula. Era un labriego que se dirigía a sus tierras. A Manuel, como era natural, lo sorprendió aquel medio tan desusado de transporte: parecía como si se hubiese trasladado a otros tiempos, a los tiempos que muchas veces evocaba su padre, cuando no se empleaba tanta maquinaria en los campos y había que usar animales para tirar de arados y de carros. El labriego era un hombre de mediana edad, recio de cuerpo y con el rostro muy moreno; iba vestido a la usanza de cualquier aldeano, con un sombrero de paja casi calado hasta la cejas.

—Buenos días nos dé Dios —le dijo a Manuel al llegar a su altura.

Manuel creyó que se iba a parar, pero al no hacer amago de hacerlo, trató él con su respuesta que se detuviera, pues tenía ganas de charlar con alguien después de haber caminado solo tanto tiempo.

—Espero que Dios sea generoso con nosotros y que a usted y a mí se nos cumplan hoy todos nuestros deseos.

—Eso es mucho pedir —replicó el labriego, en tanto que ponía freno a su cabalgadura.

—Yo creo que si uno tiene de verdad fe en Dios, todo se lo concede —continuó Manuel, levantándose con la mochila en las manos para no parecer irrespetuoso—. Mi padre, que fue enterrado el día de ayer, a veces me lo decía. Yo, como quizá tenía poca fe, no lo veía posible; sin embargo, ahora que él ha muerto, sus palabras han vuelto a mí y sí pienso que sean ciertas. A mí Dios me ha concedido el valor que a su muerte le había pedido. Es lo que más falta me hacía, porque Dios no debe de conceder cosas superfluas: si uno, por ejemplo, le pide dinero teniendo suficiente para vivir, no creo que se lo dé. Siempre hay que pedir lo que más necesario nos sea y, si es de índole espiritual, mucho mejor.

—Para la edad que tienes, pareces demasiado maduro —se sorprendió el labriego.

—Perdí a mi madre muy pronto y luego tuve que soportar las rarezas de mi madrastra, que me tenía ojeriza —se justificó Manuel—. Ahora, con diecisiete años, acabo de perder a mi padre, que era la persona a la que más había querido en el mundo. Ha sido, como usted comprenderá, una experiencia muy dura, a la que sin embargo me he sobrepuesto gracias al valor que Dios me dio, como ya le he comentado. Quizá otro en mi lugar se habría hundido. Ahora, debido a esa fe que he recuperado, estoy seguro de que el espíritu de mi padre no ha muerto: sigue vivo en mí, porque si él me había querido tanto es imposible que me haya abandonado.

El labriego, que debía de ser padre también, se conmovió al escuchar aquello y, con semblante afectado, se quedó mirando de hito en hito al huérfano. Manuel, al ver el efecto que había causado su revelación, dedujo que era su interlocutor un hombre bueno.

—¿Adónde te diriges? —inquirió, sin salir de su sorpresa, el aldeano.

—Me dirijo al pueblo donde vive un hermano de mi padre, del que hace mucho que no sé nada —respondió Manuel, colgándose de nuevo la mochila para proseguir su viaje.

—¿Qué pueblo es ese? —quiso saber el labriego.

—Es el pueblo en el que termina este camino.

—Todavía te queda un buen trecho.

—Si todo va bien, mañana a esta hora estaré cerca de él.

—Que ese Dios en el que tanto crees te acompañe —se despidió el hombre, al tiempo que daba un suave golpe con la mano a la mula para continuar cabalgando.

Lo vio alejarse Manuel antes de ponerse a andar. Iba muy erguido sobre la cabalgadura, mirando a un lado y a otro del camino para comprobar el estado de las tierras. Había algo en su figura que le recordaba a su padre, quizá porque todos los campesinos tienen algún tipo de parecido.

Después de haber repuesto fuerzas, no le fue difícil reanudar la marcha. Le quedaba todavía un largo trecho, como le había dicho aquel hombre. Había de tener paciencia: es una cualidad que distingue al caminante, a cualquiera que emprende una aventura. La mañana era azul, radiante; un sol de oro lucía ya en el cielo. La vega se mostraba espléndida, con cuadros de labor pletóricos de frutos. Había también rubios rastrojos, entreverados con algunos terrenos llecos. El recuerdo del padre volvía una y otra vez a su mente: evocaba sobre todo escenas de sus últimos días de vida; realmente había sido muy penosa su enfermedad, aunque muy pocas veces se quejaba. Su entereza, sin duda, le servía de ejemplo; él ahora había de imitarlo, tenía que ser fuerte y arrostrar con decisión todos los inconvenientes, todos los obstáculos que se le presentasen. Había de hacerlo por el padre, porque estaba seguro de que así cumpliría con su deseo. Se sentía orgulloso de él, de las cualidades que había demostrado tener. Advertía de nuevo su fuerza, el empuje de su espíritu. Al recordarlo, no pudo por menos de pedirle a Dios que no le faltase nunca la fe: con ella podría incluso mover montañas, como se dice en los Evangelios.

Después de más de una hora de marcha, reparó en que no se había acordado de echar en la mochila algo con que proteger la cabeza. Recordó que su padre, como buen labriego, siempre llevaba un sombrero de paja, muy parecido al del hombre con el que se había encontrado. Era consciente, llegado a aquel punto de sus pensamientos, de que no podía estar demasiado tiempo expuesto al sol, por lo que debía buscar las sombras y descansar cuando fuese preciso. La bebida, por supuesto, también era importante, ya que en verano había de estar bien hidratado, aunque con el agua que portaba en la cantimplora pensaba que tendría suficiente, sobre todo si la sabía administrar. Con todo, esperaba encontrar alguna fuente o algún pozo donde reponerla; en todos los campos los había, quizá a la vera de un cortijo. También era posible que diese con aldeanos que lo socorrieran, como ya había dado con aquel campesino, al cual si le hubiera pedido algo estaba convencido de que no se lo habría negado.

Tuvo la suerte de que el camino lo conducía a aquella zona de choperas que antes había divisado en la lejanía. En ellas seguramente encontraría rincones donde no diera el sol. Tal visión sirvió también para animarlo: volvió a darse cuenta de que Dios no lo iba a desamparar, pues siempre le presentaría medios para seguir adelante. Estaría ya a menos de un cuarto de legua de las choperas, así que no tardaría, según sus cálculos, más de quince minutos en llegar a ellas. Todavía no hacía excesivo calor; de vez en cuando soplaba incluso un airecillo suave que recorría los sembrados y que era para él como una bendición. Aunque no veía a nadie, sabía que no estaba solo: lo acompañaba el espíritu de su padre; lo seguía Dios. Si bien lo miraba, no dejaba de resultar extraño: ahora que no tenía con él a su padre, se sentía más acompañado que nunca; en cambio, antes de que se muriera, sobre todo cuando era pequeño, había pasado por momentos en que la soledad lo abrumaba. La vida, en fin, daba muchas vueltas y a veces deparaba sorpresas muy beneficiosas, con las que uno no hubiera contado nunca. Quizá estaba demasiado maduro, como había observado el labriego: pensó que eran las experiencias más dolorosas las que hacían madurar más pronto, las que disponen al alma para no sucumbir ante ninguna adversidad. Parecía como si el dolor tuviese un efecto contrario al que se cree, como si en lugar de ablandar o de romper fortaleciera a quien lo siente.

Antes de llegar a las choperas, se encontró con un nuevo campesino, que se afanaba en segar con una hoz la hierba que había crecido en una acequia. Como la otra vez, no tardó en trabar diálogo.

—¿Usted cree que hará mucho calor hoy? —le preguntó a modo de saludo en cuanto se hubo acercado a él.

—Será un día muy caluroso —contestó el campesino casi sin mirarlo, como si se resistiese a dejar el trabajo.

—A mí me quedan muchas horas de camino y no sé lo que podré aguantar sin sombrero —reveló Manuel—. Ha sido un error no traerlo. Quizá cuando apriete el calor deba resguardarme en la sombra, porque me podría dar una insolación si no lo hiciera.

El campesino, que era alto y moreno, llevaba, como el otro, un sombrero de paja que le protegía la cabeza. Sin dejar la hoz con la que venía trabajando, miró a Manuel con cierta curiosidad a los ojos.

—Eres muy joven para andar solo por este camino —le dijo.

—Tengo diecisiete años y le puedo asegurar que no le temo a nada —replicó Manuel, contento por la atención que le prestaba el campesino.

—Eres, por lo que veo, muy valiente.

—Antes no lo era, pero a partir de una desgracia que me ha ocurrido me he dado cuenta de que sí lo soy. La desgracia me ha hecho duro.

—Si dices que se te ha olvidado el sombrero y que te quedan muchas horas de camino, yo te puedo dejar el mío —le ofreció aquel labriego, al tiempo que se quitaba el sombrero y se lo tendía para que lo tomara.

Manuel dudó en cogerlo, pero al final lo hizo.

—Que Dios se lo pague; es usted muy generoso —le dijo con algo de apuro.

Y con el sombrero puesto, Manuel retomó la marcha, no sin antes despedirse con efusivas muestras de afecto de su benefactor.

A partir de aquel suceso, ya no le cabía ninguna duda de que Dios estaba con él: se había valido de aquel sencillo agricultor para solucionarle el problema que tenía. Ahora podría caminar con más seguridad, si bien era cierto que debía ser precavido y tomar ciertas preocupaciones para que no le diera ninguna insolación. Cuando llegó a las choperas, comprobó que por un tiempo no le habría de hacer falta el sombrero, pues el camino, al internarse en ellas, discurría entre sombras, con una frescura que resultaba muy agradable a aquella hora del día; solo estaba moteado por algunas manchas de sol, dejadas por algunos rayos que se filtraban como delgadas espadas de oro entre las hojas de los chopos. Reinaba un profundo silencio, solo interrumpido de vez en cuando por el crujido de la madera o por el canto jubiloso de algunos pájaros. A Manuel le pareció un lugar encantado: en su imaginación se le presentaba poblado de criaturas extrañas, procedentes de otros mundos; tenía la impresión de que en cualquier momento se le podría aparecer alguna de ellas. Él no había leído mucho, pero sabía que habían existido en esos mundos elfos y ninfas y unicornios de bella estampa. Aquello, realmente, invitaba a la ensoñación y al rezo. Se sintió más cerca que nunca del cielo: casi podía asegurar que percibía el aliento de Dios, de un Dios que lo seguía y que ahora le ofrecía un anticipo de su reino. Para disfrutar más de aquel sitio, decidió hacer un descanso y, viendo que había un pequeño balate, se sentó en él. Notó, después de haber tomado asiento, que tenía un poco de hambre y se comió un plátano y un trozo de queso. Pensó que era necesario realizar algunas pausas para reponer fuerzas y aclarar las ideas. No todo consistía en caminar: también había que detenerse para meditar y para tomar decisiones sobre lo que se hubiese de hacer.

Era bueno adentrarse en uno mismo, descubrir los secretos que hay en el interior, quizá las voces que no se hubiesen querido escuchar nunca. Ahora todo, de pronto, se le aparecía nuevo a Manuel. Se dijo que a partir de entonces una de las cosas que haría a menudo era meditar, adentrarse en su conciencia. De esa manera, además, corregiría sus defectos y encontraría el modo de ser cada vez mejor. Comprendió que uno de los primeros sentimientos que habría de superar era el de la animadversión que tenía hacia su madrastra: debía hacer un esfuerzo para perdonarla, para considerarla como una víctima de sus propias miserias. Quizá ella no era mala del todo, ya que posiblemente hubiera estado condicionada por las vivencias de un pasado tormentoso. Era la primera vez que lo pensaba: siempre la había juzgado de un determinado modo, según el comportamiento que había tenido con él. Nadie era dueño de sus actos completamente: siempre había algún tipo de condicionante al que no era fácil sustraerse si no se disponía de los medios necesarios para combatirlo. Él debía luchar contra aquel sentimiento, ahora que disponía de los medios que su fe y su razón le estaban proporcionando.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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