El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (54): «Luna de verano, II»

Después de meditar unos instantes, le entró a Manuel un poco de sueño, por lo que se tumbó en aquel balate y, con la mochila bajo la cabeza, se quedó adormilado durante una buena porción de tiempo. Cuando se despabiló, se puso a andar de inmediato, pues había de proseguir su camino. Al cuarto de hora, salió de aquel espacio sombrío y encantado de choperas para caminar por otro más despejado, con una vega ubérrima que espejaba la luz del cielo. El sol estaba alto y hacía un calor pegajoso. Después de andar un rato sin dejar de dar vuelta a los pensamientos de antes, halló una acequia por la que circulaba un agua transparente. Sin dudarlo, se acercó a ella, se quitó el sombrero y se refrescó con el agua la cara y la cabeza, tras lo cual sintió un enorme alivio y se puso a andar de nuevo. A lo lejos se divisaba otra chopera, como una isla en medio de la vega. En ella descansaría otra vez y quizá comiera. El camino era muy largo; verdaderamente, había sido muy atrevido hacer lo que estaba haciendo. Por un momento dudó si no era una temeridad, pero luego se encomendó al espíritu de su padre para que lo siguiera animando por dentro. Aunque las fuerzas le fallasen, nunca dejaría de confiar en él, ya que siempre habría de acompañarlo en medio de aquellas soledades. Fue entonces, al oír el piar de unos pájaros, cuando se dijo que ellos también lo acompañaban; eran sus amigos, los mensajeros de un Dios que siempre habría de proveerlo.

Todo estaba en calma en la vega. El camino, después de discurrir entre alfalfares tupidos, se enderezó y se hizo algo más estrecho. Cuando menos lo esperaba, lo alcanzó un hombre que iba montado en una bicicleta. El hombre se paró, por lo que no hizo falta que él le hablara.

—Dios te guarde, amigo —le dijo después de haberse detenido.

—A usted también —contestó Manuel.

El hombre llevaba una gorra negra y tenía una cicatriz en la cara. Su nariz era chata y sus ojos, de un azul agrisado.

—¿Te has perdido, muchacho? —preguntó con cierta aprensión.

—No, me dirijo a casa de mi tío.

—¿Vive muy lejos tu tío?

—Ya me queda menos para encontrarlo.

—Si esa es tu meta, nunca la abandones —terminó por decirle el hombre antes de seguir la marcha.

—Muchas gracias por su consejo —se despidió Manuel.

Llegó a la chopera poco después. Era más pequeña y menos frondosa que las anteriores; los chopos no debían de tener más de cuatro años. Como había previsto Manuel, se adentró en ella para descansar y se sentó con tal fin en un caballón que servía para conducir el agua del riego. Allí no llegaba el sol; era un lugar apartado y agradable, aunque seguía haciendo un poco de calor. Se comió un nuevo trozo de queso que llevaba y un melocotón; tenía otro bocadillo liado en un papel de estraza, pero prefirió dejarlo para la noche. Tenía que ser inteligente y administrar bien las provisiones. Tardó poco en comer. Luego bebió agua y trató de buscar una posición más cómoda para tener un mejor descanso. Al final acabó tendido, con la cabeza apoyada en el caballón. La tierra estaba algo húmeda, quizá porque hubiese sido regada no hacía mucho. La fatiga que ya empezaba a sentir lo dejó dormido. Tuvo un sueño plácido, en el que se oía el canto de unos pájaros muy lejanos. Al despertar no sabía dónde se hallaba, de modo que tardó un poco en reconocer el sitio. Serían ya las tres o las cuatro de la tarde. Echó de menos entonces algún libro con el que poder entretenerse y, como no disponía de ninguno, se dedicó otra vez a meditar, a pensar sobre su futuro. Estaba seguro de que sería muy bien acogido por el tío y que lo alojaría en su casa y le daría incluso trabajo en sus tierras antes de que él se hiciera mayor y pudiera valerse por su cuenta. A lo mejor encontraría incluso muy pronto novia. En su pueblo las muchachas a las que había querido no le habían correspondido; con alguna había llegado a sufrir mucho, pues se había hecho bastantes ilusiones después de que le hubiera dado motivos para ello. Había vecinos de su edad que sí habían tenido suerte, ya que habían dado con la chica que a ellos los quería. Eran muchachos muy felices al ver que sus sueños se habían realizado, porque está claro que lo que da plenitud al ser humano es el amor: con él se llega a la cumbre y sin él uno se hunde en el abismo, del que tal vez no se sale hasta que no se presenta una nueva oportunidad, con la que se tiene ocasión de reparar lo sufrido.

Después de estar así un buen rato pensando, regresó al camino. Hacía todavía mucho calor, quizá más que antes, aunque él tenía que seguir andando, protegido por el sombrero.

No llevaría más de una hora andando cuando le asaltó la duda de si aquel camino lo conduciría al pueblo de su tío, de manera que no pudo evitar sentir algo de miedo: temió que se le acabaran las provisiones y que las fuerzas le fallaran, hasta el punto de que pudiese caer extenuado, sin nadie que lo auxiliara. Con cierta desesperación, sin el impulso esta vez del padre, le pidió a Dios que lo socorriera, pero Dios permanecía callado, sin mostrar ninguna señal de su existencia, así que experimentó por primera vez la angustia de verse abandonado en medio de aquellos campos en los que no parecía habitar nadie. Tuvo deseos de gritar, de desahogarse gritando. El sol caía a plomo, como si fuera su enemigo. Había matorrales secos a ambos lados del camino, de los que le llegaba un olor agrio. Las piernas, además, comenzaban a dolerle. Fueron momentos de zozobra, como los que vive un náufrago o alguien que se ha perdido en un bosque o en un desierto. Bebió un trago de agua, un trago breve, pues ya le quedaba poca cantidad de ella en la cantimplora. A lo lejos se divisaba una especie de colina, pespunteada de olivos. El paisaje empezaba, sin duda, a cambiar. Manuel creyó percibir un rumor sordo; era el del agua que corría por algún cauce. A medida que avanzaba, el rumor se hacía más nítido, hasta que descubrió que se trataba de un río. Discurría entre márgenes pobladas de juncos. Sus aguas eran de un azul acerado; la luz del sol, todavía radiante, dejaba sobre ellas un ramillete de brillos. Después de contemplarlo un instante, cruzó Manuel el río por un puente y continuó su camino. La contemplación del río, sin saber por qué, lo relajó: su angustia había menguado; ya no se sentía, en verdad, tan desalentado. Mientras andaba, se dirigió de nuevo al espíritu de su padre, al que invocó durante unos minutos con ahínco. El hecho de dirigirse a él le hizo creer que no se había ido. El campo mostraba ahora una imagen muy bella, con una luz que había perdido la intensidad de antes y que se había vuelto más suave. El terreno comenzó a tomar una ligera inclinación ascendente. El sol ya no causaba tanta molestia, por lo que podría caminar, si la resistencia de sus piernas se lo permitía, hasta que cayera la noche. Una hilera de álamos se alzaba a la vera del camino, componiendo una imagen muy grácil. Oyó el canto de unos pájaros, posados sobre sus ramas. Como otra vez los elementos de la naturaleza se confabulaban a su favor, trató de asirse a aquellas sensaciones positivas para no caer en el pesimismo de antes. A lo lejos distinguió una nube de polvo que se elevaba de la tierra. Era un rebaño de ovejas, del que percibió enseguida el tintineo sutil de las esquilas. Al frente de él, iba el pastor, cuya figura desde la distancia parecía diminuta. Lo acompañaba un perro que cerraba, dando breves carreras, el grupo. Manuel se detuvo y aguardó a que pasaran. En su pueblo también había estado habituado a ver por las calles rebaños de cabras y de ovejas; pero ya no los había. Se alegró de que en otros sitios sí los hubiera. No tenía intención de hablar con el pastor, pero fue el pastor quien quería intercambiar con él unas palabras.

—Son un poco retozonas, pero me hacen caso —dijo con cierta confianza a Manuel, refiriéndose a las ovejas. Y apenas lo hubo dicho, silbó con fuerza para que se parasen.

—Ya veo —dijo Manuel observándolas.

—Yo, con tu edad, ya andaba por estos campos con las ovejas —continuó el pastor, al que se lo veía contento.

—Debe de ser un trabajo duro —apuntó Manuel.

—A mí me gusta. Los trabajos tienen que gustar, porque si no, acaban aburriendo —replicó el pastor.

Era un hombre enjuto, no muy alto; tenía el rostro ennegrecido, la nariz larga, los ojos claros y muy vivaces. Llevaba la ropa y el sombrero cubiertos de polvo. A Manuel le parecía un personaje de otro tiempo.

—Pues a mí me gustaría trabajar en el campo, igual que mi padre —reveló el muchacho.

—Me parece muy bien que quieras hacer lo que hizo tu padre. A mí me pasó lo mismo, pues mi padre también era pastor. Es algo que se hereda. Este es un oficio con el que se está en contacto con la naturaleza. Yo no podría vivir en una ciudad, donde hay mucho ruido. Aquí, en cambio, todo es paz; se siente la palabra de Dios. Sí, yo soy religioso a mi manera. Es difícil no serlo cuando uno está rodeado de tanta belleza. La verdad es que no cambiaría esto por nada del mundo.

Manuel enmudeció; de pronto alguien le hablaba de Dios; sin esperarlo, volvía a creer en él, tenía la seguridad de que lo acompañaba.

—En la vida he andado muchos caminos —siguió diciendo el pastor en vista de que él no contestaba—. Dicen que todos los caminos conducen a alguna parte, pero eso no es cierto: hay algunos que no llevan a ningún sitio o que pueden terminar en un despeñadero. Uno tiene que saber muy bien el camino que elige.

—Yo ya he elegido el mío —replicó Manuel

El pastor sonrió y, antes de marcharse, le dio a Manuel unos caramelos que llevaba en uno de los bolsillos del pantalón.

—Son muy buenos para el viaje —le aseguró.

—Muchas gracias, me he alegrado de conocerlo —dijo Manuel.

Y con un nuevo silbido, el pastor volvió a ponerse en marcha, seguido en ordenada formación por el rebaño de ovejas y por el perro. Manuel los vio alejarse, saboreando uno de los caramelos en la boca. Por un momento le pareció irreal lo que estaba viviendo: aquel hombre rústico y desastrado semejaba proceder de un cuento. Tal posibilidad le hizo plantearse, a modo de pasatiempo, si no se trataba de visiones que Dios disponía para que no abandonase sus propósitos, para que no decayera su ánimo. Nunca había pensado que lo pudiese querer tanto: después de los desvíos o de los pecados que a lo largo de su vida había cometido, él no solo no lo había reprobado, sino que lo seguía y le presentaba los medios para que no sucumbiera.

Luego que hubo apurado el caramelo, se metió otro en la boca y echó a andar de nuevo. Ya no le quedaba ningún resto de zozobra: volvía a cobrar la confianza de antes, el valor que lo había movido a emprender aquel viaje. Parecía como si las sensaciones se sucedieran, aunque sin duda tenían más consistencia las que reconfortaban su espíritu. Quería desechar las que lo habían perturbado, las que habían dejado semillas de inquietud en él: de esas semillas habían brotado abrojos de feo aspecto, como los que hay arrancar a veces en las hazas para que no perjudiquen los sembrados; el ya creía haberlos arrancado, aunque debía estar atento para que no volviesen a nacer, porque podía ser que las raíces continuasen vivas. Para eso era quizá necesario dejar que la tierra de su alma se colmase otra vez con los buenos frutos de la fe y de la esperanza que antes la habían colmado. Había comprendido que lo peor que le podía ocurrir era ceder al desaliento, pues el desaliento engendra pesimismo y el pesimismo a su vez arrastra malos pensamientos. Le había dicho al pastor que él ya había elegido su camino: ahora no tenía más que seguirlo; sabía que ese camino lo conduciría a la meta que quería, a la meta que había deseado alcanzar cuando salió del pueblo.

El sol declinaba ya en el horizonte; por los campos empezaba a derramarse una luz vieja, una luz anaranjada de recinto antiguo. Él había admirado mucho los atardeceres en su pueblo: muchas veces se quedaba mirándolos cuando estaba con los amigos, sobre todo si se hallaba con ellos en un lugar despejado, desde el que el panorama fuese más bello. El que tenía ahora ante sus ojos era de un naranja intenso; nunca lo había contemplado de ese tono, quizá porque los colores cambian según los lugares en los que uno se encuentra. Igual que le había sucedido en las choperas, se creyó en aquellos momentos muy cerca del cielo. Lo que él sentía en su alma debía de ser muy parecido a lo que se siente en el otro mundo, donde no hay miedos ni inquietudes que puedan turbar el estado de los que a él llegan. Al poco aquella luz naranja perdió intensidad para volverse de un rosa suave cuando el sol ya se ocultaba tras los montes. La hora se llenó de magia. El paisaje, coronado por un halo de cuento, se tiñó de lila. El camino, ahora algo tortuoso, iba siendo borrado por una penumbra tenue que difuminaba los perfiles y los contornos. Manuel sintió deseos de rezar, de dirigir sus pensamientos a Dios. Una emoción desconocida iba cuajando dentro de él: era la emoción de quien admira y se arroba y se reconoce en deuda con el Autor de todo lo creado. Nunca la había experimentado. La vida quizá lo había hecho demasiado esquivo para que la experimentara. Ahora la desgracia lo había ablandado y lo había vuelto más sensible. Se daba cuenta de que era otro, de que en poco tiempo había cambiado. Su madurez era más bien de signo espiritual. Sentía un desasosiego dulce, un afán desmesurado por alcanzar lo que todavía no estaba a su alcance. La noche, mientras tanto, iba cayendo y el camino se llenaba de sombras. A veces Manuel oía un alborozo confuso de pájaros. Siguió andando unos minutos más, hasta que ya su visión comenzaba a ser muy escasa. Consideró entonces que era bueno descansar y buscó acomodo entre unos matorrales, muy cerca ya de la colina pespunteada de olivos que había divisado antes. Pensaba estar allí unas horas. La noche de verano a la intemperie era fresca y aquellos matorrales, aunque estaban secos, podían protegerlo un poco. Lo primero que hizo fue sentarse y comerse el otro bocadillo que había reservado para la noche.

Aunque el pan estaba duro, lo pudo tragar bien, acompañándose de algunos sorbos de agua. Cuando concluyó, se comió de postre una naranja. Ya solo le quedaban en la mochila dos melocotones. Con ellos tendría que subsistir, pues también el agua de la cantimplora se había agotado. Si el camino era más largo de lo que había creído, podría tener verdaderos problemas para soportarlo, aunque por el momento no quería pensar demasiado en ello, pues le ocasionaba una inquietud que no era en aquellos instantes necesaria. Lo importante era entonces reponer las fuerzas que había gastado en el viaje. Notaba que se había hecho algunas rozaduras en los pies, pero tampoco quiso mirárselas. La luz todavía no se había perdido en el horizonte: permanecía una línea malva. El cielo era de un azul ceniciento; en él parpadeaban ya las primeras estrellas. No se oía nada; cuando miraba hacia arriba, sobrecogía a Manuel el silencio del firmamento, quizá el mismo silencio que existió en el origen del mundo. Ante tanta inmensidad, no pudo por menos que dirigirse de nuevo a Dios. A pesar de su grandeza, volvía a sentirse cerca de él: lo infinito se aproximaba a lo pequeño merced a un insondable misterio. Era realmente difícil de entender: un Dios todopoderoso se comunicaba con una criatura ínfima y miserable, llena de defectos. Lo había demostrado, según recordó Manuel, encarnándose en Jesús, el cual no solo compartió las bajezas y las humillaciones de los seres humanos, sino que murió por ellos en una cruz. Con él ya estaba todo salvado: aquella diferencia abismal que separaba a Dios de la humanidad había sido ya vencida. Era, sin duda, el amor lo que había movido a Dios a realizar aquella maravillosa obra, a culminar su gran proyecto. A Manuel, por mucho que lo pensara, le resultaba algo inexplicable, quizá porque el amor, cuando es verdadero, no conoce límites.

A poco de estar allí, vio que aparecía la luna. Igual que la noche anterior, era grande, rotunda, de una belleza salvaje. Su luz, clara, azulada, se desparramaba por los campos, envolviéndolos en un suave velo. Su presencia lo acompañaba: estaba allí, suspendida sobre un cielo pardo, como un ser melancólico que viviera bajo los efectos de un embrujo. Durante un rato, antes de dormirse, estuvo Manuel contemplándola: también, de tanto mirarla, se veía inmerso en el mismo embrujo. Era una luna plácida de verano que le parecía distinta a otras que había observado, quizá porque entre él y ella se había establecido una secreta relación que no podía expresarse con palabras, sino con deseos hondos y con miradas de extática admiración.

Soñó aquella noche que caminaba por un campo erizado de cardos y que llegaba a la orilla de un lago, en cuyas aguas se espejaba la luz macilenta de una luna enamorada. Fue un sueño que se enredó con otros no menos extraños, hasta que un ruido que se produjo cerca de él lo despertó. Al principio se alarmó, pues pensó que era un hombre que pretendía hacerle daño; pero luego, cuando observó mejor a su alrededor, se dio cuenta de que el que lo había provocado era un perro de pocos meses, que había encontrado refugio a su lado. Era blanco, con la cabeza negra; lo miraba con ojos implorantes. Él le acarició el lomo y, en vista del cariño con que era acogido, el animal se fue quedando dormido. Pensó Manuel que tal vez lo habían abandonado o que había escapado de un lugar y no había sabido volver. Corría, en ese sentido, una suerte parecida a la suya: iba en busca de alguien que lo que quisiera y con el que se pudiera quedar. Él, por supuesto, no iba a dejarlo allí; se lo llevaría consigo y de ese modo ya no caminaría solo. Un animal también podía ser un compañero con el que uno trababa lazos de afecto. Se acordó de que en su infancia no había podido tener ninguno: aunque se lo había pedido encarecidamente a su padre, su madrastra siempre se había opuesto; decía, con gesto de desprecio, que no quería animales porque ensuciaban mucho la casa. Fue un sueño que tuvo durante mucho tiempo, pues él veía que sus amigos tenían perros y que disfrutaban mucho jugando con ellos.

Manuel no podía dejar de sentir cierta envidia. Soñaba con ser dueño de uno y con que el perro lo obedeciera y lo acompañase también a él a todos los sitios adonde fuese; pero después de varias negativas hubo de renunciar a tenerlo. Se sorprendía, por eso, de que ahora, cuando menos lo esperaba, aquel viejo deseo se cumpliese. Quizá era Dios el que había actuado de nuevo, haciendo que el perro se encaminara al lugar en el que él había decidido pasar la noche. Debido a que era aún muy temprano, Manuel prefirió esperar un rato y, como estaba claro que se quedaría con el animal, se puso a buscarle nombre. Quería que fuese original y que respondiese de alguna manera a las circunstancias en que lo había encontrado. Ninguno de los que habían tenido los perros de los amigos lo convencía; había de ser distinto, un nombre que estuviera cargado de un significado especial. No era fácil la operación, por lo que durante muchos minutos estuvo pensándolo. Algunos nombres le parecían muy largos; otros, en cambio, los desechaba por demasiado simples. No hacía falta que ya existiera en el vocabulario; podía ser inventado, una palabra que él creara para nombrar a un ser con el que había de convivir mucho tiempo. Al final decidió esperar, pues cayó en la cuenta de que no había averiguado el sexo.

Cuando se despertó el animal, lo primero que hizo fue eso: después de acariciarle la cabeza y de comprobar que era muy manso, le alzó con cuidado el rabo y vio que era hembra. Aquello lo desconcertó al principio, pues había barajado más bien nombres del sexo contrario. La perra tenía el pelo blanco, con algunas manchas negras en la cabeza. Por un golpe de intuición, la llamó al momento Luna, el nombre del astro que todavía lucía en el cielo. La verdad era que le sentaba bien; tenía el aspecto de ser noble y dócil, con una mirada cautelosa, quizá porque se había visto abandonada y había tenido que superar momentos muy duros.

Antes de partir, Manuel sacó los melocotones que llevaba en la mochila y al ver que Luna lo miraba con atención, decidió compartirlos con ella: cada vez que daba un mordisco, partía un trozo para la perra; se sorprendía de que le gustase el melocotón y de que incluso se relamiera después de haber digerido cada uno de los pedazos. Pensó que debía de haber pasado hambre; estaba, de hecho, demasiado delgada. Tendría que aguantar, igual que él, sin comer lo que les restaba de camino, a no ser que Dios, que no abandonaba a sus criaturas, les proporcionase alimentos.

Aunque era todavía de noche, echaron a andar los dos. Serían las cinco de la madrugada. El camino discurría por la falda de la colina que estaba poblada de olivos; a veces se retorcía entre cercas de piedras y empalizadas de desportillada madera. La colina era más grande de lo que parecía. Tras ella surgió un terreno ancho y fragoso, delimitado al fondo por una montaña de color de plata. A aquella hora semejaba todo encantado; se diría que era el paisaje de un sueño. De vez en cuando se oían rumores inciertos. Manuel estimó que hacía más fresco que la madrugada anterior, tal vez porque el lugar era un poco más alto. La luna era una flor ajada en el cielo de la mañana. Manuel y la perra caminaron hasta que empezó a hacerse de día. Una luz intensa de calabaza había despuntado a lo lejos y con ella todo se mostró mucho más claro. Lo que tenían delante era una especie de valle, compuesto de cuadros de viñas y de bancales de olivos. El sendero descendió para remontar el curso de un arroyuelo. Luna se alejó de su nuevo dueño para saciar su sed en la corriente. Manuel pensó en hacer lo mismo, pero prefirió dejarlo para más adelante. Al pie de la montaña que se alzaba al fondo se divisaba un pueblo. Desde lejos semejaba pequeño. Sus casas, de tejados rojizos, se arracimaban en torno a la torre de la iglesia. Manuel no tuvo dudas, al verlo, de que en él vivía su tío., por lo que estaba ya muy cerca de su meta. De pronto comprendió que todo lo andado había tenido su recompensa. No importaba que ya no le quedasen provisiones. Resistiría con facilidad la hora aproximada que le restaba de camino. Luna volvió junto a él; iba pegada a sus talones, aunque de vez en cuando se le adelantaba para emprender una breve carrera; parecía como si al notar que el ánimo lo tenía más elevado se le hubiera subido también el suyo. El sendero ascendía ligeramente; estaba flanqueado de chopos y de cañaverales que crecían a la orilla del arroyuelo.

Aquella zona era bien diferente a la de su pueblo; daba la impresión de que hubiese llegado a otro país. La luz del sol también era distinta. Manuel aceleró el paso después de comprobar que habían desaparecido las molestias de los pies y que no se encontraba cansado. Se acordó, mientras caminaba, de su padre; sentía otra vez su aliento y casi creía oír su voz. En los últimos momentos, cuando agonizaba, quería que él no se separara de su lado; lo miraba con ojos desencajados, sin apenas fijeza. Su padre había sido un hombre muy bueno; el único error que había cometido en su vida era haberse casado de segundas con Bernarda. Era un error que lo había pagado caro. Se acordó también de que se había prometido que cambiaría y que haría todo lo posible por perdonar a Bernarda. Era lo que Dios le había pedido en una de sus meditaciones. La perra saltaba delante de él. El pueblo estaba cada vez más cerca; era capaz de distinguir sus huertas y sus corrales, cercados de albarradas y de muros de ladrillos. Lo separaban de él unos doscientos metros, quizá menos. Estaba enclavado en la margen contraria, por lo que habría de llegar a él a través de algún puente. Lo halló pronto; era un puente antiguo, construido con piedras. Al salir de él casi se topó con la primera calle, quizá la que conducía al centro de la localidad. A la entrada había un hombre. Sin dudarlo, Manuel se acercó a él.

—Busco a un señor que se llama Alberto —le dijo—; no es de aquí, llegó a este pueblo hace unos quince años. Yo soy Manuel, su sobrino.

El hombre se mostró al principio nervioso y luego abrió mucho los ojos para mirarlo.

—Tu tío Alberto salió ayer por la tarde en tu busca —le informó—. Alguien le había dado la noticia de que tu padre había muerto. Dijo que tenía que tratar asuntos de la herencia, pero que lo más importante era que tú te vinieras a vivir con él aquí.

Manuel pensó que tal vez había pasado por el camino cuando él estaba dormido, aunque también era posible que hubiese tomado otra dirección.

—Cuando llegue al pueblo, le dirán que he desaparecido —dijo—. Allí nadie me vio salir. Posiblemente algunos vecinos le den noticias falsas, porque la gente es muy dada a inventar cosas. Sin embargo, yo sé que mi tío no se creerá a nadie y que pensará que me he marchado porque no quería vivir más allí. Lo más seguro es que vuelva, convencido de que he venido a buscarlo: una voz interior, tal vez la fuerza de la sangre, le dirá que ha sido así. Me quedaré, por consiguiente, aquí esperándolo.

La perra daba vueltas en torno de él, como si hubiese sido capaz de entender sus palabras.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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