A veces hay que pasar por el duro páramo del sufrimiento, por el enojoso tremedal de la angustia y el dolor.
El ser humano es, por naturaleza, débil: no solo su cuerpo está expuesto a enfermedades y a peligros, sino que también su mente cae en abatimientos y en periodos oscuros. Quien lo ha experimentado lo sabe, comprende lo que digo.
Parece como si la vida diera un giro inesperado, como si al llegar a un punto tomara por sí misma un camino que no se había previsto. Yo lo he comprobado en distintas ocasiones, sin que en ninguna de ellas supiera las causas exactas que habían determinado tal cambio. Uno no es dueño entonces de sus pensamientos, ni es capaz de dominar las sensaciones que lo aturden. Se siente a la deriva, como un náufrago al que arrastra irremisiblemente una corriente impetuosa de agua. La impresión que se tiene es de derrota, de pérdida inapelable. El sufrimiento se agarra al alma como una fiera sañuda, la desgarra y la oprime. Son días terribles en los que se busca un consuelo imposible, en los que uno invoca al Dios en el que siempre ha creído.
Comprende entonces que lo único que da sentido a lo que le sucede es la cruz en la que murió Jesucristo: es cuando uno reconoce el verdadero valor que tiene, pues si por ella salvó al mundo, ninguno de los sufrimientos humanos carece de importancia si se une al suyo. No deja de ser un misterio: lo que salva es la cruz, el padecimiento ofrecido a Dios como medio de alcanzar la gloria prometida. Los triunfos y las fatuidades de la vida no sirven para conseguirlo: son más bien un estorbo. En medio de la oscuridad del ingrato páramo por el que en una aciaga temporada pasaba vi la luz; fueron instantes en los me sentí más calmado y más aliviado de mis penas, en los que la esperanza aleteó de nuevo en mi espíritu. Me arrepentí de lo que hubiera hecho mal y pedí a Dios con un corazón nuevo que me auxiliara. Él fue, en efecto, mi refugio en medio de la tormenta, la roca en que me apoyé para no sucumbir al vendaval que contra mí soplaba. El amor de Dios me salvaba de caer al abismo: me daba cuenta de que amando me liberaba, de que era a eso a lo había sido destinado, por lo que aún continuaba vivo. El Señor siempre concede oportunidades a quienes en él confían, a quienes se abandonan a su infinita misericordia, por lo que yo no debía desaprovechar la que entonces me brindaba, cuando lo creía todo perdido, porque para él no hay nada imposible. Tenía que sufrir para entenderlo: la felicidad terrena, basada en razones fútiles, habría sido un obstáculo para percatarme de ello.
Hacía poco tiempo que había viajado a Ávila, la vieja ciudad amurallada que está situada al pie de verdes collados, frente a un paisaje adusto de secanos y de grises roquedales. En ella se conservaba vivo el espíritu de santa Teresa; daba la impresión de que en una revuelta o al fondo de una calleja, embutida en su hábito de carmelita, se la podía ver. A mí me conmovió profundamente visitar los lugares donde había residido, visitar los templos donde ella se había iniciado en la fe.
Me impresionó saber que el mismo día de su bautizo era fundado el monasterio de la Encarnación, donde después ingresaría a la edad de veinte años. No se trataba de una mera coincidencia, pensé: Dios había guiado sus pasos desde el principio para que fuera santa, para que llevara a cabo una gran obra de reforma y de renovación. Ella había sido, según confesaba en sus escritos, una mujer de genio alegre y vivo, dado a la expansión y al diálogo con las gentes. Le costó desprenderse de aficiones que la apegaban al mundo; se consideraba mujer ruin y pecadora que una vez y otra caía en las mismas faltas, indigna de los favores y de las gracias que le dispensaba Dios. Su mayor virtud era la humildad, con la que siempre se dirigía a él para que la sacase de su ruindad y de sus bajezas. Por eso le valían mucho los ejemplos de grandes pecadores a los que Dios había perdonado y que habían sido después modelos de santidad, como san Agustín o María Magdalena.
La visita que hice al monasterio de la Encarnación fue determinante para mí. El guía, un carmelita descalzo que pasaba por causalidad por allí, leyó al comienzo las palabras con las que la santa reproducía sus sensaciones antes de franquear la puerta de la clausura: venía a decir que había sido una experiencia muy dolorosa para ella, solo superada por las mercedes con las que después Dios la compensaría por haberlo elegido a él, por haber abandonado el mundo para dedicarse a una vida austera de fe. El recorrido por las celdas y por todas las otras estancias del monasterio me llevó a imaginar las escenas que en ellas habían tenido lugar en el tiempo en que allí vivió Santa Teresa: como me había sucedido en las calles, no me costaba representármela en uno de aquellos recintos, arrodillada en un reclinatorio o inclinada sobre una pobre mesa de pino, escribiendo a la luz de una vela, con febril avidez, alguno de los capítulos de sus libros. Por obediencia a sus confesores, se daba a escribir sus reflexiones con el propósito de animar a todo el que las leyere a tener un trato más asiduo con Dios. Según ella, no se debía abandonar nunca la oración: aunque en muchos momentos no se sacara de ella ningún provecho, no había que dejar de cultivarla, pues era el único camino de que se disponía para alcanzar la perfección.
Cuando regresé del viaje, me puse a leer el libro de su vida, que ya había leído hacía más de diez años. Lo leí, evidentemente, con otro ánimo. Quizá sea la obra de la santa más sabrosa, la que escribe con un estilo más llano y espontáneo. En ella revelaba sus intenciones, las verdaderas razones que la habían llevado a escribirlo. Yo recordaba algunos pasajes, pero había otros que casi había olvidado y que me parecieron muy conmovedores. A modo de confesión, santa Teresa escrudiñaba cada rincón de sus emociones, hasta un extremo que se me antojaba casi impensable, pues no eludía culpas ni ingratitudes de un alma que en ningún momento dejaba de considerar pecadora. Me llamó la atención la serie de dificultades que tuvo que vencer para lograr su propósito. La enfermedad tan grave en que cayó la apartó por un tiempo de lo que ella quería: si hubiera tomado aquello como una señal, habría dado en creer que no era aquel el camino que Dios le había destinado; pero en lugar de ceder a esa creencia, lo vio como un medio que él precisamente le facilitaba para que no confiara en ella misma, para que recibiera de él la fuerza que le hacía falta en una ocasión tan complicada. Según ella, su recuperación fue un milagro que le hizo san José, del que siempre había sido muy devota. Decía, a cuento de ello, que no comprendía cómo la gente no tenía más fe en san José, del que ella había recibido tantos favores.
Su milagrosa curación le sirvió, sin duda, de acicate, pues a partir de entonces ya no cejó en su empeño de profundizar más en su relación con Dios. Poco a poco iría descubriendo, con el auxilio de sus confesores, que cuanto más oraba más agraciada y feliz se sentía. Primero era, como bien contaba, gracias a su esfuerzo, a su voluntad de superarse y de estar cada vez más cerca de quien tanto la quería. Comparaba tal estado con el del que saca de un pozo el agua que ha de regar su tierra, Se trataba de una primera etapa con la que el alma ya se preparaba y se predisponía para avanzar en sus designios. Esa agua, que era la gracia del Espíritu, se recibía por distintos medios, hasta que por fin era proporcionada de forma generosa desde el cielo, a modo de una abundante lluvia que calaba y que hacía crecer los frutos.
Santa Teresa no tenía remilgos para escribir: se expresaba en un tono coloquial, propio de una carta o de un diario, quizá respondiendo a la máxima renacentista, acuñada por Juan de Valdés, de escribir como se habla. Tal vez era eso lo que más atraía de ella, el hecho de emplear un estilo tan sencillo para referirse a fenómenos tan profundos, a experiencias que escapaban a los alcances de la razón. Sus ocurrencias y sus comparaciones resultaban muy elocuentes: con ellas daba a entender los encuentros que había tenido con Dios.
Leyéndola, yo sentía ardientes deseos de imitarla: después de haberme desasido de gran parte de lo que me había atado a la tierra, no me importaba emprender el vuelo que ella emprendió. Incluso a veces se refería a arrobamientos y levitaciones, en los que el cuerpo participaba de la levedad del alma, del estado de éxtasis y de la laxitud en la que ella quedaba suspendida. Los sentidos se anulaban para dar paso a una quietud indefinida, a un deleite que no parecía tener término. Sin duda, santa Teresa había pasado por todos aquellos peldaños que la conducían hacia el cielo, donde Dios la estaba aguardando desde el principio de los tiempos.
Me hubiera gustado conocerla. No me extrañaba que hubiera arrastrado a otras monjas en su empresa, que las hubiera persuadido de cuál era la principal misión que podían realizar en el mundo. De vez en cuando me daba a imaginar cómo sería su voz y, en momentos de hondo recogimiento, creía escucharla, una voz recia de mujer castellana, curtida por las privaciones y por el ardor de sus amores. Estaría exenta de temblores y de melindres de beata: no sería una voz dulce ni apagada, sino más bien briosa, cargada de fuerza y de contundencia. Una voz nacida del silencio de sus oraciones, de la oscuridad de una celda en la que la soledad se siente poblada de misterios y de canciones. Posiblemente me hablaría con la sencillez con que se expresaba en sus escritos. Yo sería su confidente por unos minutos, como lo habían sido los capellanes y los doctos padres con los que se confesaba: me hablaría con la misma seguridad con que se dirigía a ellos; me animaría a seguirla, convencida de que no hay mayor bien para un cristiano que buscar la amistad de quien sabe que tanto lo quiere.
La lectura del libro de su vida fue para mí muy reconfortante: comprendí que mis sufrimientos tenían un sentido si los unía a los de Cristo. El verdadero camino no se halla en el mundo, sino que parte del interior de cada uno: es, en efecto, en el alma donde tiene su origen, donde se inicia el viaje que lleva al encuentro con el Dios de la vida. Es un descubrimiento: cualquier descubrimiento deslumbra y exalta a quien lo realiza. En medio de las tinieblas una luz brilla, una luz que es distinta a cuantas se han visto antes, porque no irradia de un astro o de un artificio, sino de un Ser que es el centro de todo. La verdad es que no hay palabras para describirla: cualquier intento de hacerlo sería insuficiente. Es una experiencia que sobrecoge, el hallazgo de una realidad que escapa al entendimiento.
No sé por qué escribo esto, quizá porque es una costumbre de la que no puedo prescindir, la de escribir todo lo que para mí ha tenido un especial significado. Responde, evidentemente, a una necesidad interior. No me considero, a pesar de ello, escritor, pues no es un oficio que me reporta ningún beneficio de orden material o económico. Quien escribe para obtener dinero o fama es un impostor, alguien que convierte la literatura en un ejercicio venal. No es fácil emplearse en algo por el mero placer que se recibe de hacerlo; lo que es verdaderamente valioso no necesita ninguna recompensa. Es lo que yo siempre he pensado, por más que a veces también me haya tentado la posibilidad de que lo que escribo tenga un precio. La escritura es un bien que me gustaría compartir con otros: nadie que posee el don de escribir debe ser egoísta; está en deuda con el prójimo, que es quien apreciará lo que de forma generosa le entrega. Es probable, con todo, que esta especie de reflexión no llegue a nadie, no cuente con ningún receptor.
Las cosas son así de inciertas, pues el destino es siempre impredecible. Lo importante es cumplir con lo que la conciencia dicta; las consecuencias forman parte de un futuro que no puede ser dominado. La vida es una suma de instantes, de los cuales el presente no es más que la culminación de los que lo han precedido. Lo que vivo ahora, con sus sombras y sus fulgores, es el resultado de lo que he vivido, de lo que a lo largo de los años he sufrido o gozado en diferentes momentos. He cometido numerosos errores; quizá quien no los comete no es humano. No dudo de que muchos de ellos han sido evitables, aunque también es verdad que uno se da cuenta de esto cuando ya es tarde, cuando no se puede enderezar lo que se había torcido. Lo único que ya se debe hacer es pedir perdón por los daños o por los males que se hayan causado. Pedir perdón es siempre una acción saludable: no solo sirve para reconciliarse con los demás, sino también con uno mismo. Si pudiera, no haría otra cosa en lo que me resta de vida.
Hay experiencias o circunstancias que son determinantes para una persona y que cambian para siempre el curso de su existencia. Para mí lo ha sido, sin duda, esta etapa por la que aún estoy pasando: hasta entonces me sustentaba en ciertas seguridades, en ilusiones que me hacían soñar con el futuro; sin embargo, a partir de mi abatimiento todo me pareció precario, me sentí débil y vulnerable. Como si un viento furibundo se las hubiera llevado, desaparecieron mis ilusiones. No he tenido más remedio que reconocerlo: ante esta situación, es inútil que me engañe, creyendo que voy a vivir como antes. La sinceridad es un valor que ahora aprecio bastante: debido a que soy sincero, he podido analizar mi estado y pedir ayuda a Dios para superarlo.
Quizá este sea el relato de un fracaso. Mi historia, jalonada de episodios de diversa índole, ha desembocado en un final triste, en un desenlace doloroso. El protagonista que yo era ha caído en una suerte de desgracia, de la que no sé si podrá levantarse. Es probable que a partir de ahora, con su recuperación, se inicie una segunda parte, la cual sería completamente distinta de la primera. Hay algunas señales que tal vez la anuncian; esa luz que a veces entreveo quizá me alumbre un nuevo camino.
Es lo que espero; el ser humano no debería cansarse de esperar. Si me he sobrepuesto ya a tantas adversidades, bien puedo aguardar que se produzca un cambio, quizá cuando menos lo piense. Es posible que suceda pronto o que tarde más tiempo del que yo desearía. La historia de la que he sido protagonista concluiría para dar paso a otra diferente, en la cual tal vez ya no ocurra nada desafortunado.






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