El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (57): Las manos de mi padre

Si me pongo a escarbar en la memoria, el primer recuerdo que tengo de mi padre, en una época en la que mi conciencia del mundo comenzaba a configurarse, es el de un hombre muy grande, ancho de hombros, con los brazos robustos.

Su figura se desdibuja en un espacio difuso, en una habitación de contornos imprecisos, pero puedo adivinar sus ojos azules en un rostro atezado en el que también distingo una frente despejada, con el ceño levemente fruncido. Desprende un olor acre que todavía no reconozco y que sin embargo no me resulta desagradable, quizá porque lo asocio ya con él. Aunque soy muy pequeño, sé que lo quiero porque él me quiere a mí. A veces me mira y se acerca a donde yo estoy, dispuesto a cogerme en brazos, pero parece que no se atreve o que asume que su papel consiste en quedarse en un segundo lugar, desde el que contempla complacido cómo otras manos me cogen y me alzan para verme mejor, para emprender conmigo una breve conversación.

Muy pronto comprendo que aquellas manos que me tomaban y me alzaban eran las de mi madre y que el hombre que me contemplaba desde una prudente distancia era mi padre. Ellos me dan cariño, me protegen y me transmiten calor y seguridad. Me siento envuelto en una ola de amor que me lleva y me mece hasta que me quedo plácidamente dormido. En el sueño siguen estando presentes ellos aunque no los veo. Cuando despierto, percibo otra vez las manos de mi madre, que me acarician y que me vuelven a tomar, esta vez con más delicadeza que antes, con más cuidado si cabe. Son manos suaves que tocan con dulzura y que dejan sobre mi piel un rastro de paz. Yo la llamo, puedo establecer con ella un diálogo.

Oigo, mientras hablo con mi madre, la voz de mi padre. Es una voz áspera, de timbre seco, a la que acompañan broncos carraspeos. No tiene un tono muy alto ni inflexiones muy acusadas; se expresa con frases breves, interrumpidas a veces por repentinos silencios. Da la impresión de que habla poco para no molestar, de que solo pretende insinuar o recordar algo que considera importante. Yo, que he aprendido a caminar desde hace tiempo, me dirijo hacia él, hacia donde aquella voz acaba de sonar. Con cierta prisa, me encamino por un pasillo ancho, entre paredes altas que están pintadas de blanco. Atravieso una cocina y salgo a un patio empedrado que tiene un jardín circundado por macizos de boje, en el que hay plantados muchos rosales. Mi padre está, en efecto, allí, hablando con un hombre al que no conozco. Cuando me ve llegar, me sonríe y deja que me arrime a él y que me cobije entre sus piernas. Mientras habla con el hombre, hace con sus dedos remolinos en mi pelo, como si quisiera jugar conmigo. De vez en cuando me mira y me vuelve a sonreír. Siento una gran confianza cuando estoy a su lado. Con timidez, me fijo en el hombre que tiene delante: es más bajo que mi padre, tiene el rostro moreno y lleva un sombrero de paja muy parecido al que usa mi padre cuando se dirige al campo. Al cabo de unos minutos me aburro y regreso junto a mi madre, que me aguarda en la cocina.

Las manos de mi padre son muy grandes: tienen las palmas anchas, endurecidas por los bordes; los dorsos están invadidos de un vello dorado, del mismo color que el que se derrama por los brazos; los dedos, muy gruesos, presentan unos nudillos un poco arrugados. Son manos fuertes, acostumbradas a empuñar azadas y escardillos, a arrancar hierbajos y a apartar terrones. A veces reposan en el filo de la mesa del comedor, emiten un chasquido con los dedos o dan una palmada en señal de reclamo o de aviso, levantan una piedra o una maceta del patio, se cierran en torno a un objeto, cogen un cigarro encendido y se lo llevan a los labios con calma. Tienen de vez en cuando arañazos o están cubiertas de polvo o de barro. Son manos que a pesar de su tosquedad acarician con ternura, con una dulzura imprevista. Yo las quiero, porque sé que no me harán daño. Hay momentos en que no me canso de mirarlas; las tengo cerca, a un palmo tan solo; reparo entonces en su relieve, en las montañas que en ellas aparecen cuando se curvan, en sus pronunciadas caídas, en los ríos de sangre que por su interior circulan. Me parece que tienen vida propia y que son capaces de ejecutar actos por sí solas. Si estuviera en un apuro, tengo la seguridad de que me sacarían de él, de que me transportarían a un mundo en el que no me acechara ningún peligro. Reconozco su tacto; puedo distinguir los olores de los que están impregnadas: cuando se hallan limpias de tierra y de nicotina, huelen a cáscara de naranja o a jugo de sandía, a manzanilla o a romero.

Mi padre se levanta muy temprano, a las cinco de la mañana, quizá antes. Es un gran madrugador; siempre lo ha sido, según le gusta recordar a él. Yo a veces, cuando tengo el sueño más ligero, me despierto y lo oigo bajar con cautela las escaleras. Lo primero que hace es prepararse un café, que se toma en la cocina. Si aún no me he vuelto a dormir, puedo percibir el olor a café: es un aroma denso y oscuro, un aroma que me envuelve y que penetra en mis pensamientos. Por lo general, mi padre se queda en la cocina hasta que amanece, hasta que una luz blanquecina se insinúa tras las ventanas que dan al patio. Es entonces cuando se dirige a la cuadra del corral, donde se aloja un mulo viejo, en un tiempo en el que la nueva maquinaria ha venido a reemplazar a los animales en las labores que se realizan en el campo. Mi padre aún lo conserva a pesar de que ya no es de ninguna utilidad para él; lo conserva en agradecimiento a los servicios que en el pasado le ha prestado, al afecto que por ellos le sigue teniendo. Es un mulo pardo, con los ojos de azabache, los ijares hundidos, las patas algo torcidas. Algunas mañanas mi padre lo deja trotar por el corral: el mulo, al sentirse libre, fuera de aquel sucio recinto en el que ha estado encerrado por la noche, da varias vueltas con un trotecillo desacompasado hasta que finalmente se cansa y vuelve junto a mi padre, que se ha quedado mirándolo a la entrada de la cuadra. Yo a veces he observado la escena desde la ventana de mi cuarto, a la que me he asomado al oír ruidos en el corral. Mi padre, luego de encerrar otra vez al mulo, toma un frugal desayuno y se encamina a la vega en la bicicleta, en cuya parrilla lleva una espuerta de cuero, atada con unas sogas a los hierros.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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Comentarios

Una respuesta a «El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (57): Las manos de mi padre»

  1. Blas González Jiménez

    Me ha gustado mucho. Como siempre, me recuerda en parte al mío, a quien adoraba

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