Tenía don Antonio más de sesenta años. Por su escuela habían pasado varias generaciones de lugareños, a los que había instruido con los vastos saberes que atesoraba. La sala en la que daba clase contaba ya con unas condiciones propicias para desempeñar su oficio, para que los discípulos se sintieran cómodos y pudieran afanarse en sus tareas. Él, ciertamente, estaba orgulloso de los logros obtenidos, de los avances que había observado en sus pupilos, a pesar de que la mayoría de ellos abandonaban la escuela pronto para emplearse en trabajos del campo. Su vida no había sido fácil, pues había tenido que superar la muerte de la esposa y de varios hijos, fallecidos por causas diversas, dos de ellos a una edad muy temprana. Si se mantenía activo, con ganas de seguir trabajando y de prestar un servicio a la sociedad, era por la fe en Jesucristo que todavía conservaba y que no dejaba de alimentar con la práctica diaria del sacramento de la eucaristía y con frecuentes oraciones. Desde que llegó al pueblo, hacía ya bastante tiempo, había intervenido en muchos asuntos y solucionado no pocos problemas; su actuación se había hecho indispensable en diversos ámbitos debido a su perspicacia y a su diligencia, de las que seguía dando muestras.
Don Antonio había tenido muchos alumnos, cada uno de unas características distintas. Prácticamente se acordaba de todos, pues tenía buena memoria y la mayoría de ellos continuaban viviendo en el pueblo. Lo que no esperaba era que cuando le faltaba poco para dejar la docencia habría de encontrarse con su mejor alumno, no solo por su extraordinaria inteligencia, sino también por la actitud y las buenas maneras que manifestaba. Se llamaba Pedro, igual que uno de sus hijos. Era pequeño, muy delgado, de ojos siempre avivados por una gentil sonrisa. Pertenecía a una familia muy conocida que estaba emparentada desde antiguo con la de su esposa. Al principio llegó a pensar que podía ser algo retraído, ya que se sentaba el último y permanecía a menudo callado, pero muy pronto se percató de que tenía unas cualidades excepcionales y de que aprendía con gran rapidez, con una facilidad que nunca había observado en ningún otro niño. Advirtió que retenía todo lo que él explicase o refiriese en las clases, sin que olvidara ningún detalle, cosa que no había sido habitual en los alumnos, dados a olvidar por lo general lo que no les interesaba. Siempre lo veía atento, con sus ojos sonrientes fijos en él.
Era solo una prueba de las grandes capacidades que tenía, una prueba que iría siendo refrendada por otras muchas que a don Antonio no le pasaban desapercibidas, como era el primor con el que al poco de estar en la escuela escribía, con una letra de trazo muy bello, tal como a él le gustaba que tuvieran sus pupilos. También leía con fluidez y adecuada entonación, con voz firme y segura.
A estos adelantos se sumaba la comprensión de muchas lecciones, algunas de ellas inaccesibles para sus compañeros. En los comentarios que a veces hacía después de las lecciones comprobaba don Antonio que las había entendido muy bien y que incluso era capaz de sacar conclusiones propias, todas muy oportunas para aplicarlas después en los momentos en que conviniese. Se diría que nada se le escapaba a su poder de observación y de análisis y que todo lo que se le explicase habría de dar en él abundante fruto, por lo que don Antonio se sentía realizado al haber encontrado a alguien del que podía estar seguro de que sabría aprovecharse de las enseñanzas que él le impartiese.
Otra de las cualidades que no tardó en desarrollar Pedro fue su habilidad para el dibujo: sin que nadie se lo hubiera enseñado, se dio a dibujar a lápiz en una lámina objetos y lugares que tenía delante; era verdaderamente inaudito que un niño de su edad pudiese reproducir con la exactitud con que lo hacía los lugares y objetos de la realidad que a él más atrajesen; dibujaba la calle en la que estaba situada la escuela, la torre de la iglesia, los árboles en invierno despojados de hojas…
Don Antonio solía contar historias, muchas inventadas por él. Era una práctica que había llevado a cabo desde siempre, desde que había empezado a ejercer como maestro de primeras letras, con la cual procuraba también transmitir algún tipo de enseñanza a los alumnos, al tiempo que los entretenía. Algunas historias las volvía a referir al ver que habían gustado mucho, añadiéndoles siempre algún elemento nuevo. Una de ellas era la de un niño que vivía en una casa de las montañas con sus abuelos maternos después de que los padres hubieran muerto en la guerra. El abuelo cultivaba, cerca de la casa, un huerto pequeño y criaba animales. La infancia que pasó el niño, con un nombre diferente en cada versión, fue muy saludable, si bien muchas veces echaba de menos a los padres, ya que era un vacío que no podía llenar de ninguna manera, una herida muy honda que tal vez no se curaría nunca. Con el abuelo aprendió muy pronto a manejar las herramientas del campo y a cuidar los animales que se alojaban en una cuadra, surtiéndolos de comida y de agua y tratando de limpiar el suelo cuando estaba cubierto de excrementos.
Como no podía ir a la escuela, pues la más cercana se hallaba a más de tres leguas de distancia, aprendió a leer y escribir y a operar con números gracias a las enseñanzas que le proporcionaba el abuelo en los ratos libres. El niño creció y se hizo fuerte, a la vez que su mente maduraba y acrecentaba sus capacidades con las instrucciones que no dejaba de darle el abuelo, cuya cultura era muy grande merced a los libros que había leído cuando era joven, en unos años en que estuvo sirviendo en la capital de la provincia a unos señores. A causa de la clase de vida que tenía, aquel niño se convirtió en un gran amante de la naturaleza; por momentos era feliz en medio de los prados y de los bosques, a los que llevaba a pastar un pequeño rebaño de cabras; en primavera y en verano, que era cuando todo en la naturaleza se mostraba más bello, disfrutaba enormemente con los paseos que daba por los montes cercanos. Como disponía de una imaginación muy rica, luego se daba a describir lo que había visto e incluso a veces componía algún relato, basado en las impresiones que había tenido a lo largo del paseo. Los abuelos, por supuesto, estaban muy orgullosos del nieto, al que deseaban enviar a la capital para que estudiase y cursase una carrera; aunque les costara separarse de él por un tiempo, no querían que se quedase siempre a vivir en las montañas; deseaban que fuese un hombre respetable y que ejerciese un oficio digno, un empleo que estuviese bien considerado en la sociedad de entonces. Sin embargo, el nieto, de un modo contumaz, se resistía a cumplir sus deseos; cada vez que se los planteaban, él decía que no iba a trasladarse a ningún otro sitio, pues era allí, en medio de los riscos y de los pinos, donde prefería estar. Los abuelos, como no podía ser de otra forma, no se oponían a su decisión, ya que por encima de todo lo que pretendían era que fuera feliz, aun a costa de renunciar a lo que estimaban más conveniente para él. Debido a la lejanía del lugar, el protagonista de la historia apenas tenía trato con otras personas que no fuesen sus abuelos, a quienes quería cada vez más. El contacto con la naturaleza, en lugar de convertirlo, en un salvaje, lo hizo más sabio. Vivió, como él pretendía, allí, cuidando de los abuelos cuando se pusieron enfermos y no podían caminar. Los libros que había en la casa, leídos una y otra vez, le sirvieron para renovar su formación y para distraerse, imaginando de diversas maneras las historias que en ellos se referían. El recuerdo de los padres volvía con frecuencia a su memoria, aunque ya no los echaba de menos como antes, ya que sabía que estaban con él.
Un día, después de narrar aquel cuento, a don Antonio se le ocurrió preguntar a los alumnos qué deseaban ser de mayores. Los más espontáneos fueron quienes más pronto hablaron, declarando cuál era su deseo, si bien por momentos se atropellaban, arrebatándose la palabra unos a otros, de modo que don Antonio se vio obligado a establecer un orden para que hablasen. Tres de ellos coincidieron en que de mayores querían ser abogados, ya que era una profesión que reportaba mucho prestigio, según la juzgaban desde su mentalidad de niños provincianos; otros dijeron que les gustaría ejercer de médicos, pues así realizarían un gran servicio y podrían incluso salvar vidas, y algunos, más modestos, dijeron que se conformaban con trabajar en el campo, como sus padres hacían.
Pedro, por su parte, no intervendría hasta el final. Con gesto sonriente parecía reflexionar, como si no lo tuviera demasiado claro, y después de unos instantes de aparente cavilación, reveló a qué deseaba dedicarse cuando fuese mayor: «Yo quiero ser maestro como usted, don Antonio», se le oyó decir con voz pausada, como en él era habitual.
La revelación de Pedro no pudo ser más satisfactoria para don Antonio, pues vio recompensado con creces su trabajo. Se sintió de veras orgulloso de que el alumno más capacitado al que había dado clase lo prefiriese a él, lo tuviese como ejemplo. Era la comprobación de que lo que se ejecuta con amor, por seguimiento de una vocación, tiene siempre un feliz resultado, aun a costa de muchos sacrificios. Don Antonio no sabía qué habría de ser en el futuro Pedro, pues aún era pronto para saberlo, pero sí tenía seguridad de que habría de ocupar un puesto relevante en la sociedad si contaba con posibilidades de seguir estudiando, lo cual no resultaba fácil entonces. Para lograrlo, habría de ir cumpliendo etapas en un camino que se le haría muy largo y que estaría lleno de dificultades, así que sería necesario que no desfalleciese y que porfiase en su deseo, llevado por una fuerza interior que le sirviera siempre de sostén y de aliento. Era lo que le había ocurrido a él desde que salió de su pueblo y se alistó en el ejército en defensa de la patria y de unos principios en los cuales creía; durante la guerra combatió en diversos frentes y fue herido varias veces, sin que en ningún momento se abatiera, porque lo animaba su espíritu patriótico; la guerra estaba en contra de la fe que profesaba, pero no había tenido más remedio que intervenir en ella; tal experiencia lo llevó a madurar y a sobreponerse a los contratiempos que se le iban presentando, a cual más enojoso, hasta que después de que finalizara el conflicto bélico decidió afincarse en algún lugar donde pudiera trabajar de maestro; como en su pueblo de origen ya no le quedaban apenas familiares, eligió establecerse en otro, cercano a la ciudad donde había determinado dejar las armas. Se iniciaría así para él un nuevo periodo, durante el cual podría cumplir el sueño que desde hacía años había albergado, a pesar de que no estaría exento tampoco de trabas y de inconvenientes, de sufrimientos y dolores que comporta la vulnerabilidad del ser humano. Después de recordar todo lo que a él le había sucedido, deseaba que fuese el destino de Pedro más favorable que el suyo y que en el caso de que también le deparara contrariedades supiera solventarlas del mejor modo posible.
Él, mientras tanto, seguía atendiendo las necesidades de la parroquia con el mismo espíritu servicial de siempre a pesar de las limitaciones que ya padecía, derivadas de su edad avanzada. En la vega, tenía varios terrenos, de cuya labranza estaba pendiente; uno de sus hijos, el menor, era quien se encargaba de las labores que requerían los cultivos. De vez en cuando, los visitaba porque le gustaba ver la tierra, la evolución de los frutos. La vega continuaba siendo uno de sus lugares preferidos de recreo, donde su alma descansaba de los trabajos y gozaba de la serenidad que allí había; le gustaba, como siempre, hablar con los labradores y con los peones, cambiar con ellos impresiones acerca de asuntos relacionados con las faenas agrícolas. Nada se le escapaba a don Antonio; si había algún problema en la vega, lo detectaba enseguida, basándose en los conocimientos que ya tenía y, si había de intervenir con el fin de solucionarlo, no dudaba en hacerlo. Se preocupaba por el estado de los caminos, muchas veces embarrados a causa de las lluvias, por la limpieza de las acequias y de los ramales, por el establecimiento de unas normas rigurosas de riego.
En el pueblo, procuraba también llegar a acuerdos, evitar litigios. Era dado a interesarse por el estado de los enfermos, sobre todo si tenían algún vínculo con la familia; atendía a los pobres, muy numerosos todavía a pesar de los avances que se habían producido. Siempre que podía, ayudaba, aportaba algo de consuelo. Era normal que por todas sus actividades siguiera siendo objeto de admiración y de respeto, aun cuando se le tuviera todavía por un hombre de ideas antiguas, aferrado a unas convicciones que muchos no compartían.






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