Nazario era un hombre de aspecto estrafalario que se había afincado en el pueblo. Frisaría ya en los setenta años cuando había venido a instalarse en una casa abandonada de las afueras. Llamó la atención que un forastero de su edad hubiese escogido aquel lugar para pasar quizá sus últimos años de vida. Nadie al principio supo de dónde procedía, aunque después de algunas revelaciones que hizo se supuso que era oriundo de las montañas del norte, donde había sido, a juzgar por lo que contaba, vendedor de vinos. Sus luengas barbas y su túnica parda le conferían trazas de ermitaño, o más bien de viejo mendigo. Las gentes, siempre curiosas, no tardaron en atribuirle actos reprobables que él no había cometido: se dijo, entre otras cosas, que expiaba un grueso pecado del que estaba profundamente arrepentido.
Al cabo de unos años su figura, a pesar de su extrañeza, se hizo hasta cierto punto familiar en el pueblo, si bien siempre se le reconocía un sello propio, un modo de mirar que parecía forjado tras largos ratos de meditación en medio del desierto; en sus ojos, algo pequeños, latía el brillo de un pensamiento hondo, el prendimiento lejano de una quimera antigua. Un aura de misterio, reconocido por todos, había hecho de él un tipo respetable, del cual siempre se hubiese de esperar algún tipo de prodigio.
Como era natural, Nazario poco a poco fue tomando contacto con los vecinos del pueblo. Sus diálogos con ellos se limitaban a asuntos triviales, hasta que pasado un tiempo se hicieron más profundos y amenos. Los lugareños notaban que Nazario tenía facilidad para hablar y que ante la menor oportunidad se ponía a contar alguno de los muchos sucesos que le habían acaecido en la vida. Se dieron cuenta de que reunía una vasta experiencia y que había viajado mucho antes de asentarse junto a ellos. Aunque al comienzo lo habían tenido solo por vendedor de vinos, después entendieron que se había empleado en multitud de oficios. Realmente, parecía increíble que hubiese podido vivir tanto: su nomadismo y su afán insaciable de aventura contrastaban grandemente, por lo que observaban los vecinos, con el sedentarismo de sus últimos tiempos, durante los cuales apenas se había movido del punto al que hubiera arribado.
Casi todas las cosas que contaba eran después repetidas por alguno de los que lo habían escuchado, de manera que se fue tejiendo en torno a él una historia cada vez más compleja.
La venta de vinos le había permitido conocer a muchas personas, casi todas necesitadas de olvidar sus penas con la ingestión de tan turbador líquido. Decía, al hilo de esto, que había muchos problemas en el mundo y que, en lugar de afrontarlos, la gente tendía a huir de ellos. La bebida de alcohol era, según afirmaba, una forma de huida, quizá una de las más antiguas de cuantas los hombres habían usado para conseguirlo. Una vez contó que a uno de aquellos bebedores habituales le había ayudado con sus consejos a dejar el vicio: a pesar de que no lograba abandonarlo, pues una y otra vez recaía, él con paciencia le insistía, convencido de que la tenacidad sería más fuerte que su propensión al vino. Ganó, como era de esperar, él después de un periodo muy duro, en el que el otro no se daba por vencido.
Después fue viajante de comercio: se hizo, por mediación de un amigo, representante de una casa de complementos del atuendo femenino. El cambio fue muy grande, pues hubo de tratar con otra clase de gente. El discurso que antes tenía, basado a veces en una plática bronca, lo dejó también por otro de tonalidad suave, de inflexiones sugerentes. Los viajes, además, le sirvieron para conocer sitios nuevos y para ampliar sus conocimientos. Dijo que tenía más de treinta años cuando se dedicó a aquel oficio. En un pueblo, al ver que aún estaba soltero, quisieron casarlo. Paraba en él con bastante frecuencia y, en una de sus estancias, se dio cuenta de que la dueña de una mercería le había tendido, de forma taimada, una celada para que cayera. Un día que fue a la tienda le presentó a una garrida moza que con ella estaba. Él, que no tenía malos gustos, se vio enseguida atraído por su juventud y su belleza. Al recordar aquel episodio, decía que otro en su lugar habría cedido a sus encantos, pero que un sentido del deber lo obligó a mudar de sitio y que el tiempo acabó por enfriar sus sentimientos, de modo que cuando regresó al lugar la moza ya había tomado novio. «Hay una belleza interior que deslumbra más que la de fuera», comentaba a veces al término de aquel relato.
Nazario no contaba los sucesos de su vida según un orden cronológico, sino que los iba refiriendo más bien de modo azaroso, dependiendo de las circunstancias en las que se hallase o de la persona que se hubiera interesado por ellos. Eran los habitantes del pueblo quienes después, en sus conversaciones, los juntaban y los ordenaban en el tiempo.
De los viajes, naturalmente, se cansó y buscó un trabajo que no lo obligara a hacer tantos desplazamientos. Se colocó en una granja, donde realizó labores muy humildes de limpieza y de reposición de pesebres. Su contacto con los animales fue otra experiencia que no olvidaría: ellos eran mansos y fieles si se les trataba bien. Había conocido durante aquella nueva etapa a muchos, pero tenía especial predilección por un perro muy grande, con el que pasaba mucho tiempo. Aunque él no lo había criado, el animal se comportaba como si lo hubiese hecho; desde que llegó a la granja, supo adaptarse a sus costumbres y sus caprichos, hasta que se convirtió en un compañero inseparable que entretenía sus ratos de ocio y que incluso velaba sus sueños cuando se quedaba dormido.
Lo que más le costó, al abandonar el trabajo en la granja, fue despedirse del perro, al que había querido más que a los demás operarios o que al mismo dueño. Durante varios años vivió del dinero que había ahorrado, hasta que llevado por la necesidad buscó nuevo empleo. Lo encontró esta vez en unos grandes almacenes, donde hizo funciones de vigilante, para lo cual tuvo que cuidar su imagen para que resultase más decente. Fue un trabajo que realizó con gran celo, pero unos robos cometidos en el negocio fueron la causa de que lo despidieran.
Empezó para él un periodo difícil, pues cuando se le acabaron los ahorros no tuvo más remedio que vivir en la calle, donde siempre hallaba refugios en los que pasar las noches. Se dedicó a pedir limosna y a hacer dibujos que luego vendía a un precio simbólico. Era esta una facultad que tenía desde pequeño y que hasta entonces no había explotado por falta de ocasiones. El azar le había brindado ahora la oportunidad de hacerlo y, con una disposición que a él mismo le sorprendía, no quiso dejar de desaprovecharla. Dibujaba, sobre todo, rostros humanos y paisajes, con una precisión y un arte que la gente no se cansaba de alabar. A decir de algunos, era un genio malogrado, aunque él no fuese el más apropiado para recordarlo. Lo cierto era que se sentía con alma de artista y que el dibujo era el medio con el que mejor podía manifestarlo. Se entregó a aquella ocupación de dibujante con verdadera pasión, hasta el punto de que en muchos momentos le hizo olvidar las punzadas del hambre que estaba padeciendo. El arte era su principal alimento, un alimento espiritual que lo ayudaba a sobrellevar las carencias físicas que tanto lo atormentaban. Llegaba a afirmar con evidente orgullo que si no hubiera sido por ello habría fallecido, consumido por su propia tristeza. Se volvió, según contaba, más sensible: la contemplación de los atardeceres y de los parajes más bellos de la ciudad donde vivía le daba fuerzas para sobrevivir, haciéndole comprender que había bienes que tenían más valor que los que deparaban las riquezas de un mundo perecedero.
Quienes más admiraban a Nazario en el pueblo eran los niños. Muchas veces lo seguían para que les contase historias, las cuales diferían mucho de las que les refería a los mayores. A ellos no les narraba anécdotas que le hubiesen ocurrido, sino sucesos fantásticos que improvisaba de un modo asombroso, algunos de ellos basados en cuentos o en consejas que alguna vez había leído. En estos relatos, contados por él como si fuesen verídicos, aparecían héroes que tenían que enfrentarse a monstruos o a malvadas criaturas. Los doblegaban con astucia, inventando estrategias con las que acababan sorprendiéndolos. Algunos incluso caían prisioneros o estaban a punto de morir, pero en un último momento, cuando ya se temía lo peor, eran salvados por un ser sobrenatural que acudía en su rescate. Siempre triunfaba el bien sobre el mal, la humildad sobre la soberbia. Para dar verosimilitud a las historias, Nazario situaba los hechos en territorios conocidos o se incluía él mismo en el relato, diciendo que había sido testigo de aquello que se disponía a contar. Los niños lo tenían por un héroe: era el hombre que había sobrevivido a todas aquellas batallas que se desarrollaban en las narraciones; estaba dotado, según su imaginación, de unos poderes extraordinarios que lo hacían invulnerable a los ataques del mal, a la cólera de aquellas criaturas infernales que tanto les habían impresionado. Alguno, llevado por su entusiasmo, creía incluso que era inmortal: aducía que debía de tener más de doscientos años y que si aún no había muerto era porque estaba provisto de un don especial que le permitía seguir viviendo. Los demás, lejos de rechazar aquella teoría, la admitían como una posibilidad que a ellos no se les había ocurrido.
Tenía más de sesenta años cuando Nazario se trasladó a una aldea de las montañas, muy cerca de donde había nacido. Buscaba el silencio de las cumbres, harto del bullicio y del desorden de las grandes ciudades. Cambió el dibujo por otros menesteres, todos relacionados con el cultivo de la tierra y con el cuidado del ganado. Eran trabajos que había realizado de niño y a los que no tardó en acostumbrarse de nuevo. Según él, los seres humanos necesitaban regresar a sus orígenes, sin los cuales era imposible que tuvieran conciencia de las misiones que habían de cumplir en el mundo.
Nunca precisó Nazario cuánto tiempo estuvo viviendo en aquella aldea. Quizá no le interesaba concretarlo: prefería acaso que sus interlocutores lo dedujeran, porque no todo se había de explicitar en los relatos. Decía, cuando alguien se obstinaba en saber más sobre aquella etapa, que su vida volvió a experimentar un cambio muy grande: lejos de la maraña de voces y de gritos en la que había estado atrapado, se dio cuenta de que el silencio de las cumbres hacía un bien inmenso a su alma. En él estaba contenido el lenguaje de la naturaleza, con sus secretos y sus insondables misterios. Con ella, con la naturaleza, se comunicaba su alma de forma constante, igual que durante la infancia lo hacía en las noches del verano. Quienes escuchaban a Nazario creían estar percibiendo también aquel silencio, a través del cual la naturaleza se expresaba. Quizá era Dios, desde lo más profundo de sus corazones, quien les estaba hablando, un Dios del que tal vez Nazario fuese uno de sus más entusiastas mensajeros.
Un día de invierno se le echó en falta en el pueblo. Se achacó en principio su ausencia a algún tipo de dolencia, pero al ver que se prolongaba durante más tiempo empezó a cundir la preocupación, hasta que al cabo de una semana unos vecinos, enviados por el alcalde, decidieron entrar en la casa donde residía. No lo hallaron en ella: todo hacía indicar que se había marchado. Ninguna señal delataba que hubiese vivido allí; más bien parecía como si no hubiese querido dejar ningún rastro de su presencia. Había desaparecido del mismo modo misterioso como llegó. Nadie se atrevió a aventurar un motivo. Quizá fuese su misión seguir llevando sus historias a otros lugares, en los que también habrían de causar impresión.






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