X. DEL SOMETIMIENTO SOCIAL DE LA MUJER
Al considerar la posición social que ocupan las mujeres en la sociedad, Schopenhauer estima que es efecto y consecuencia de su relación con el hombre, que es quien se la otorga:
“La posición social que ocupa un hombre depende de mil consideraciones; para las mujeres, una sola circunstancia decide su posición: el hombre a quien han sabido agradar. Su única función las pone bajo un pie de igualdad mucho más marcado, y por eso tratan de crear ellas entre sí diferencias de categoría” (AMM, 95)
Puesto que sus diferencias son aparentes y pueden suprimirse con facilidad, ellas hacen más visibles los signos de pertenencia a un estatus y por eso, señala Schopenhauer, es insoportable ver con qué altanería, arrogancia y prepotencia suele dirigirse una mujer de sociedad a una mujer de clase inferior cuando no está a su servicio. Ocurre entonces, señala A. Valcárcel, que la identidad defectiva de las mujeres se soluciona por hiper-representación: “Entre las mujeres son infinitamente más grandes las diferencias de alcurnia que entre los hombres, y esas diferencias pueden con facilidad modificarse o suprimirse” (AMM, p. 95). La sociedad crea entre ellas distancias que no poseen: son idénticas y sin embargo se les concede a algunas la apariencia de la individualidad (1).

Por lo demás su encarnizada misoginia le lleva incluso a negar a las mujeres el atributo de la belleza, pues las veía como el sexo inestético (2):
“Preciso ha sido que el entendimiento del hombre se oscureciese por el amor para llamar bello a ese sexo de corta estatura, estrechos hombros, anchas caderas y piernas cortas. Toda su belleza reside en el instinto del amor que nos empuja a ellas. En vez de llamarlo bello, hubiera sido más justo llamarle “inestético” (AMM, p. 95).
Pero la naturaleza ha provisto a la mujer, aunque sólo sea por pocos años de belleza sobreabundante, fascinación y plenitud:
“En las jóvenes solteras la naturaleza parece haber querido hacer lo que en estilo dramático se llama un efecto teatral. Durante algunos años las engalana con una belleza, una gracia y una perfección extraordinarias, a expensas de todo el resto de su vida, a fin de que, durante esos rápidos años de esplendor, puedan apoderarse fuertemente de la imaginación de un hombre y arrastrarle a cargar legalmente con ellas de cualquier modo… la mayoría de las veces, después de dos o tres partos, la mujer pierde su belleza” (AMM, p. 90).
Las mujeres no saben qué son: se creen individuos destinados al amor, y ellas mismas ignoran que el propósito de la Naturaleza es que, como las hormigas, acabada la cópula, pierdan las alas. En palabras de Amelia Valcárcel, para Schopenhauer:
“El ser femenino es una estrategia de la Naturaleza, un efecto teatral mediante el cual ésta se perpetúa. Si fuéramos puramente reflexivos la cadena del ser no funcionaría, de ahí la necesidad de la argucia. La naturaleza pone algo irreflexivo y atrayente, presentado como casi humano, para frenar los caminos de la pura reflexión: las mujeres. Con el ser femenino la naturaleza sólo pretende su perpetuación. Las mujeres, que son manifestaciones inconscientes de esa potencia, tampoco buscan con todas sus acciones otra cosa. Tienen su esencialidad en trascenderse a sí mismas en otro. Son, en fin, la trampa que la Naturaleza le pone al varón para perpetuar esa cadena de sufrimientos que se llama “vida” (3).
Todo individuo varón, con la excepción de aquel que logra el ideal ascético, es, para nuestro filósofo, un seducido por la voluntad de vivir, expresada paradigmáticamente en el instinto sexual. Y como, ya lo señalábamos, la mujer es la que encarna la astucia de la especie, para propagarse a costa de los sufrimientos de los individuos, el varón schopenhaueriano es inexorablemente burlado por la mujer, la especie y la secuencia genealógica urdidas por la naturaleza para conseguir sus fines. En este registro se mueve, pues, la mujer-astucia de la especie -tan profundamente estudiada por Alicia Puleo) (4 ) — que desvía lo que el sujeto cree un fin individual — la satisfacción de la pulsión sexual en la pasión amorosa, hacia un fin general específico: la reproducción de la especie como perpetuación del mal y del dolor a través de la cadena de las generaciones.

Eva Figes, por su parte, considera que el amor, las mujeres, y el matrimonio no eran para Schopenhauer sino cebos o trampas tendidas al hombre por la naturaleza, y que, de otro modo, podría vivir su vida infeliz y sin sentido en sosegada contemplación y serena meditación. Y comenta al respecto que en esta apreciación despectiva de lo femenino se puede reconocer la rabieta de este filósofo contra la atracción hacia las mujeres, de la que él no quedó inmune en absoluto (5). Convencido de que los filósofos no debían casarse, tuvo fe personalmente en este convencimiento, pero seguramente experimentó hacia las mujeres una atracción-repulsión de la que sus escritos misóginos, como reiteradamente hemos comprobado, nos dan amplio testimonio. Afirma que las mujeres carecen de todo gusto, sensibilidad y de inteligencia para la música, la poesía y las artes plásticas. Suscribe la opinión de Rousseau de que ellas no aman ningún arte, siendo su actitud en cualquier espectáculo artístico –concierto, ópera o comedia- pura afectación, y cuando parecen mostrar interés en los mismos no es sino “fingimiento… coquetería y pura monada” (AMM, 96). Nunca han creado una sola obra de arte realmente grande y original, ni ninguna obra de valor permanente, carecen de genio artístico. Excepciones ocasionales aparte (6), para Schopenhauer: “tomadas en conjunto las mujeres son y serán las nulidades más cabales e incurables” (AMM, 97).
Cuando terminamos de leer el ensayo Sobre las mujeres, de Parerga y Paralipomena, que hemos ido exponiendo y comentando, tomamos conciencia de los prejuicios misóginos e incluso ginefóbicos de los que parte y de las falacias en las que habitualmente incurre el discurso del viejo filósofo misógino, en su afán por denostar y agredir a las mujeres. Como acertadamente ha señalado Wanda Tommasi un procedimiento típico de la argumentación de Schopenhauer consiste, por ejemplo, en atribuir a la naturaleza o esencia femenina los elementos que son en realidad fruto del dominio sexista. El filósofo destaca, así, que mientras que el “hombre tiene una relación directa con las cosas, es decir, se mide con la realidad, la mujer sólo puede ejercer un dominio indirecto, a través del hombre”. Esto es verdad, pero no es imputable a la diferencia femenina, sino a la condición de la mujer tal como está configurada históricamente. La imposibilidad de tener acceso a los objetos sociales de deseo si no es a través del hombre, es fruto del dominio sexista, un dominio que Schopenhauer quiere perpetuar contra toda reivindicación femenina:
“El hombre se esfuerza en todo por dominar directamente, ya por la inteligencia, ya por la fuerza; la mujer, por el contrario, siempre y en todas partes, está reducida a una dominación en absoluto indirecta, es decir, no tiene poder sino por medio del hombre; sólo él ejerce una influencia inmediata” (AMM, 96)

El infierno de la condición femenina emerge aquí en toda su terrible realidad; el propio carácter de la mujer se altera, de modo que queda en primer plano su capacidad de “manipular al hombre” y su aptitud para el disimulo, la astucia, la mendacidad y el arte de fingir. Estos últimos rasgos no serían, según Schopenhauer, fruto del dominio sexista, sino que son características propias de la naturaleza femenina:
“La naturaleza las obliga a depender más de la astucia que de la fuerza, precisamente por ser más débiles; de ahí su sagacidad instintiva y su inclinación incorregible a mentir […] De dicho error básico y sus secuelas se derivan, empero, la falsedad, la deslealtad, la traición, la ingratitud” (ATM, p. 48 […] “La mujer, al igual que el calamar en su tinta, se esconde tras el disimulo y nada en la mentira” (ATM, 49).
El mismo tipo de argumentación, que toma la causa por el efecto, se emplea a propósito de la necesidad de tutela de la mujer. “Fruto del dominio sexista, por el cual la mujer se mantiene bajo tutela, la necesidad de tener a alguien en quien apoyarse tiende a representarse también en ella en condiciones de libertad” (Ibid, 159). De lo cual deduce Schopenhauer que la mujer, por su naturaleza, está destinada a la obediencia:
“Es evidente que, por naturaleza, la mujer esté destinada a obedecer, y prueba de ello que la que está colocada en ese estado de independencia absoluta, contrario a su naturaleza, se enreda en seguida, no importa con qué hombre, por quien se deja dirigir y dominar, porque necesita un amo. Si es joven, toma un amante; si es vieja, un confesor” (AMM, 102).

Prejuicios, falacias argumentales, opiniones racionalmente infundadas, fobias y miedos inconscientes hacia la mujer, complejos o traumas insuperados por el varón, constituyen, pues, la urdimbre sobre la que se traman este tipo de alegatos antifemeninos, todos ellos presentes en nuestro imaginario social y cultural –en nuestros más venerados mitos de origen– desde que existen las sociedades patriarcales, y que han servido para fabricar, en las distintas fases de su desarrollo, relatos y construcciones ideológicas opresoras, deshumanizadoras y esclavizadoras de las mujeres: desde el mito de Pandora o de Eva –— introductoras del mal en el mundo —hasta manuales de inquisidores tan sanguinarios y atroces como el Malleus Maleficarum, de los dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, libelos pseudocientíficos tan delirantes como Sobre la inferioridad fisiológico mental de las mujeres de Paul Julius Moebius, libros tan infamantes para la condición femenina como Sexo y carácter de Weininger o este mismo ensayo, Sobre las mujeres, de Schopenhauer.
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Amelia Valcárcel, Misoginia Romántica, en Alicia H. Puleo (coord.), La filosofía contemporánea desde una perspectiva no androcéntrica, p. 18.
2) Celia Amorós, Tiempo de feminismo, op. cit., p.236. Celia Amorós comenta: “Es más, cuando esta desmitificación se produce, la mujer aparece como el sexo inestético y se le hace abandonar la esfera del “pulchrum”, que Kant reservaba al “bello sexo” argumentando que una tal adscripción lo inhabilita para obtener carta de ciudadanía en las esferas del “bonum” y del “verum” […]. Somos bellas y deseables, pues, cuando nos hace tales el deseo masculino, no el juicio el gusto desinteresado” (p. 236).
3) Amelia Valcárcel, La política de las mujeres, op. cit. p 33.
4) Alicia Puleo: Dialéctica de la sexualidad. Género y sexo en la filosofía contemporánea, Madrid, Cátedra, col. Feminismos, 1992.
5) Eva Figes, Actitudes Patriarcales: Las mujeres en la sociedad, op. cit., pp. 131-133. En efecto, la vida amorosa de Schopenhauer fue plural y tortuosa: en 1813 mantiene con la actriz Karoline Jagemann una pasión no correspondida; en Dresde, unos años más tarde tuvo al parecer una hija ilegítima con una joven camarera; en su periplo italiano entre el otoño de 1818 y 1819 quedó prendado de una dama veneciana, Teresa Fuga, enamorada del poeta inglés Byron lo que contrarió al celoso filósofo; en Florencia la tuberculosis de una joven aristócrata inglesa de la que se enamoró, le disuadió de continuar su relación; instalado en Berlín, en 1821 mantuvo, durante diez años, una relación con Carolina Richter Medon, de diecinueve años, cantante del Teatro Nacional y mujer de vida alegre, con la que incluso acarició la idea de casarse. Finalmente, en 1859, convertido ya en un anciano rijoso, aunque algo menos misógino, entabló amistad con la joven escultora Elisabeth Ney, descendiente del mariscal de Napoleón, que le parecía “indescriptiblemente encantadora”. La obra de Fernando Savater evoca precisamente esta relación mientras la joven artista esculpía el busto del ya famoso filósofo.
6) Al parecer, al final de su vida, según se desprende de sus “Gespräche” (ed. por Arthur Hübscher, Stuttgart, 1971, p. 376, citado en Franco Volpi en su Introducción a Arthur Schopenhauer. El Arte de tratar a las mujeres, op. cit, pp. 26-27) en una especie de retractación tardía le confiesa a una amiga de Malwida von Meysenbug, que ha logrado alcanzar un juicio más favorable sobre la mujer: “Aún no he pronunciado mi última palabra sobre las mujeres. Estoy convencido de que cuando una mujer logra separarse del montón o, mejor dicho, elevarse por encima de éste, crece de manera ininterrumpida, incluso más que el hombre, a quien la edad impone un límite, mientras que la mujer sigue desarrollándose indefinidamente”.
ÍNDICE
I. LA FORMACIÓN DE UN FILÓSOFO MISÁNTROPO Y PESIMISTA
II. SCHOPENHAUER: PERSONALIDAD Y PROYECCIÓN HISTÓRICA
III. LAS MUJERES EN LA VIDA DE SCHOPENHAUER
IV. METAFÍSICA DEL AMOR EN SCHOPENHAUER
V. El AMOR AL SERVICIO DE LA VOLUNTAD DE VIVIR
VI. LA ELECCION EN EL AMOR Y LA CONCORDANCIA DE LOS SEXOS
VII. DE LA IMPOSIBLE FELICIDAD EN EL AMOR PASIONAL
VIII. El SEXO Y LA MUJER O LA ASTUCIA DE LA NATURALEZA





