Capítulo X I Del sosegado otoño, “ahoyar” el pajar, rastrojeras, fiestas…
La calle marcaba las huellas de acémilas, ganado, personas y ruedas de carro por la cantidad de restos de paja que sobre ella había. Todo ello debido al acarreo, transporte y suministro de pajas de las recientes mieses trilladas, ahoyadas en recónditos pajares, por perdidos personajes que, entre las tirantes del tejado y sus telarañas, se empeñaban, semiahogados, con empujes y pisotones, meter cinco donde sólo cabían tres.
“¡Achucha “niño” y ahoya bien por allá, que queda hueco y más paja tenemos de guardar!”
Una verdadera vorágine de faena.
Los ahoyadores de dentro “maltratados” por los de fuera que, bielda en mano, grandes paladas de polvorienta y tamosa paja lanzaban sobre aquellos que, estoicos, aguantaban tan desigual “pelea”.
Han de pedir “tiempo” a la manera y usanza de un entrenador de baloncesto. En este caso, para sacar por la piquera, su cabeza aturdida, llena de sudor y tamo y respirar compungido grandes bocanadas de aire fresco.
Estas postreras faenas eran realizadas terminado ya el verano, no referido éste a la natural estación, sino, en Benalúa, al tiempo que se tardaba en efectuar todas las recolecciones de cereales y legumbres, pasando por la era, la trilla,la siega y el arranque y engavillado de todos los sembrados, terminando con el acopio de pajas para alimento de animales domesticos, así como para las lumbres y pavas de los abrigados rincones.
Era tal la cantidad de alimento que para los animales se guardaba, que las calles de Benalúa una gruesa alfombra de paja las cubrían, y duraba todo el tiempo en que aquella se transportaba.
En mulos con angarillas con varios herpiles atados, en sacos y en cualquier otro medio que para ello sirviera, siendo la solución total, el que tenía un carro y transportaba, con una gran red de tal forma dispuesta, un gran volumen.
Septiembre haría su entrada en breves días, terminaba el mes de agosto y ya se acercaban las fiestas que, de forma indirecta y sin proponer, las anunciaba Arturo; aquel hombre que muchos años viniera de pueblo cercano a la ciudad en su bicicleta (que después cambió por motillo) vendía tablas, allí decíamos “piedras de lavar”, que él pregonaba diciendo: “Vamos mujeres a las piedras de la vi y de la va”.
Hoy, como en muchos años anteriores, en vísperas de fiesta, transportaba un raro aparato, con una larga goma que en el final del palo una boquilla expulsaba con regular presión la cal que, con una manual bomba que tenía, expulsaba contra la pared, logrando el color blanco que distingue los pueblos de Andalucía
A los chavales que, esperanzados, contábamos los días que faltaban para las fiestas, la aparición del blanqueador Arturo nos daba cierto aliento, eso nos servía de aviso, ya que significaba que escasos días faltaban para las fiestas de San Sebastián.
El tal Arturo era hombre de gorra a los ojos echada, colilla en la boca, chaqueta vieja y emblanquecida a juego con los pantalones de la misma “marca” y estilo, con zapatos de tal capa de cal tapados, que imposible era adivinar qué material los formaban.
El tipo era tranquilo, y trataba con diligencia con las mujeres las pesetas que les cobraría por blanquear su fachada y esa tapia pegada que a ella había. ¡Por nada se enfadaba!, si alguna le regateaba, al final él cobraba lo que en principio pedía.
Y en verdad que el pueblo quedaba, blanco y reluciente, y se notaba que a esta villa se acercaba algún acontecimiento. Unos días pasados de las pinturas de fachadas llegaban los encargados de la verbena que habían ganado la puja que el ayuntamiento organizaba.
Hacían en la plaza, acopio del material necesario para instalar vallas, toldos y maderos que, por unos días, darían forma a aquel lugar de baile y divertido ocio, Juan Pedro, el del bar que en la plaza estaba, y donde muchos años ofreció sus servicios.
Y le echaba una mano el cachondo “Tonterías”. ¡y no!, no se enfada por su apodo que, en este caso incluso fue rebautizado por su padre Manolillo.
Y ¿por qué será que yo ahora su nombre de pila no recuerdo? pues por el mismo motivo en el pueblo, como yo, mucha gente lo desconocía. Todo “quisque” lo nombraba, lo recordaba y llamaba, con su apelativo paternal de: “El Tonterías” ¿Por qué sería? Me digo yo… si el hombre tonto no era, lo que sí ejercía con acierto y categoría era la profesión de maestro albañil.
Pues por varios años fueron ellos, los encargados o adjudicatarios, para explotar la verbena que desde tiempos pretéritos, se montaba en el centro del pueblo, donde se ubica la plaza.
¿Por qué a mí y a todos mis amigos, nos gustaba tanto ver hacer esta faena?. Es que ya olíamos a pólvora, oíamos los ruidos de trompetas, casi escuchábamos los cohetes que en las fiestas disparaban.
Alguno de nosotros, con tan tremendos estampidos, pasábamos malos ratos, pues nos era difícil aguantar tan estrepitoso ruido y hasta el silbido del cohete, al subir, temía, esperando con susto que tras el silbido el estampido venía.
La verbena y su montaje avanzaban. Unos toldos aceituneros de lona y algo manchados (consecuencia de su trabajo de retener aceituna) un año intentaron poner para que sombra dieran a sus clientes, en las horas de mediodía.
¿Qué fallaría en ello que después de muchos sudores e ímprobo trabajo, los mantos se cayeron, todo lo revolvieron, lo hundieron, lo deformaron y algo destrozaron. ¡Un caos se formó! Menos mal que “Tonterías”, con su cachondeo inherente, le dió por reír a mandíbula batiente para quitarle hierro al asunto… Pero haciendo de la cara, cruz, su socio adjudicatario, Juan Pedro, que enfrente tenía, en cólera entró y muy poco faltó para que cortara en seco de un sopapo, la risa de su socio.
Era la verbena el centro de animación de las Fiestas Mayores del pueblo. Mientras su montaje duraba ya, para algunos, aquello fiesta era. Reuniendo junto a los montadores una “hartá” de mirones que seguían las faenas, e igual alababan que criticaban lo que los trabajadores hacían. En los corros surgía la conversación, nacían grandes temas de opinión.






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