Era amigo de mi padre, unos años mayor que él. Se dedicaba también al campo; labraba varias parcelas de terreno en la vega, donde criaba diversos productos. Era un labrador antiguo, aferrado a los hábitos de trabajo que se habían desarrollado siempre en el campo, aun cuando ya los tiempos hubieran variado mucho.
Se diría que era el último ejemplar de labriegos que habían conservado las costumbres que se habían ido transmitiendo de una generación a otra a lo largo de los siglos. Cuando ya el tractor había reemplazado a la yunta de mulas, él se resistía a emplearlo para roturar sus tierras; aducía, muy convencido, que con la yunta se araba mejor que con aquel pesado vehículo. En lugar de desplazarse a las hazas en una moto o en una furgoneta, como lo hacían ya la mayoría de agricultores, él se desplazaba a pie o montado en una vieja bicicleta, en cuya parrilla siempre llevaba una caja cargada de frutos.
Yo todavía lo recuerdo regresando con paso parsimonioso al pueblo por uno de los caminos de la vega; parecía una figura de un tiempo muy remoto, con el cuerpo doblado por las fatigas acumuladas, vestido a la usanza aldeana de otra época. Tenía la cara morena, surcada de arrugas; los ojos, de color verde, apenas se le veían, de tan pequeños y hundidos como eran; se cubría la cabeza, como todos los campesinos, con un sombrero de paja con el ala doblada hacia arriba. Llevaba sobre el hombro una azada, con la cual había estado realizando unas faenas. Una vez estaba yo con mi padre en un punto del camino, muy cerca del pueblo. Al llegar a nuestra altura, se detuvo y nos saludó con una sonrisa. Dijo, sin dejar de sonreír, que el año iba a ser bueno para la tierra porque había llovido mucho. Mi padre confirmó que tendrían buenas cosechas. Me daba cuenta, mientras conversaban los dos, de que tenía los bajos de los pantalones sucios de polvo y las suelas de las botas llenas de pegotes de barro. Mientras hablaba, se apoyaba con las dos manos en el mango de la azada después de haberla posado sobre el suelo. Mostraba un aire sereno a pesar de la fatiga. Su voz era grave, enronquecida acaso por el tabaco, al que había sido siempre muy aficionado, según había contado alguna vez mi padre. Sus frases eran cortas, intercaladas de silencios, de breves pausas durante las cuales parecía meditar. A veces clavaba la mirada en la lejanía, en una lejanía difusa de choperas y de montes grises. «Yo no echo herbicidas a las acequias; siego la hierba con una hoz, como se hacía siempre», dijo después de uno de aquellos silencios. «Los tiempos cambian y hay que adaptarse a ellos», objetó mi padre, dirigiéndose a él con gesto de amigo. «A mí me gustan los trabajos antiguos; los herbicidas acabarán siendo perjudiciales para el campo», arguyó él sin apartar la vista del horizonte. En su voz no se percibía malestar por lo que mi padre le acababa de decir, quizá porque lo había escuchado de él muchas veces. Tenía los brazos delgados, las manos anchas, con el dorso tatuado de manchas. Yo lo observaba con atención, ya que me parecía un hombre muy curioso, con un modo de entender las cosas que ya no se estilaba. Su mirada regresó de la lejanía para posarla con vaguedad en nosotros, como si volviera de un sueño en el que hubiera estado sumido. «Los trabajos de antes no son como los de hoy», insistió con su voz añeja, enredada de carraspeos. «Antes los trabajos eran más duros, más largos que ahora ―añadió volviendo a pasear la mirada por el horizonte―; uno empezaba a trabajar en los campos con las primeras luces del día y terminaba la jornada después de que el sol se ocultara. Yo me ponía a segar el trigo con los segadores que venían de otros pueblos y luego lo aventaba en la era y lo transportaba en sacos a los graneros ―siguió recordando―. Hacía mucho calor en esos días, aunque siempre soplaba algo de viento para que el trigo se aventara. Era un trabajo muy laborioso que se ha perdido con la llegada de las cosechadoras. Es increíble que una máquina pueda hacer lo que hacían varias cuadrillas de hombres en unas semanas que duraba todo aquello. »
Frasco, que así se llamaba, parecía que aún continuara viviendo en los tiempos en que era joven; los recordaba como si aún no hubieran pasado, como si él fuera todavía uno de aquellos labriegos que segaban con una hoz el trigo en la vega, bajo la sofocante atmósfera de una mañana radiante de junio.
En mi memoria así se me aparece, como un agricultor antiguo que no pertenecía a su época. Siempre se le veía en el campo trabajando a pesar de la avanzada edad que tenía; semejaba que fuera inmune al trabajo o que estuviera tan acostumbrado a él que no se le notaba el esfuerzo que hacía. Pienso que lo que lo sostenía y le daba resistencia era el amor que profesaba a la tierra, a su oficio de labrador, como en las conversaciones con otros agricultores revelaba.
Un día de primavera que me dirigía yo a pie a una de las hazas de mi padre, me adelantó con la bicicleta. Antes de hacerlo, había tocado varias veces el timbre del manillar para avisarme del adelantamiento. Pedaleaba con lentitud, al ritmo que le permitían las piernas. La bicicleta era de hierro, muy pesada, con los guardabarros muy sucios; en la parrilla llevaba, atada con una cuerda, una caja vacía de madera. Iba con el cuerpo inclinado hacia adelante, pendiente de los numerosos baches y relejes que había en el camino. Unos instantes después, me lo volví a encontrar; estaba en un terreno colindante con el de mi padre, charlando con su dueño. Había dejado la bicicleta bajo un arbusto, apoyada contra el tronco. Al percatarse de mi presencia, me hizo una señal para que me acercara. Quería saber si a mí me gustaba el campo. Es raro ver a un chaval de tu edad en la vega, añadió, mirando al otro campesino para que atendiera a mi respuesta. Mi padre siempre dice que el trabajo en el campo es muy duro, pero a mí me gusta venir de vez en cuando a las hazas, respondí con la confianza que me inspiraba su figura. Es lo mejor que puedes hacer, niño, replicó él, mirándome ahora a mí con ojos agradecidos.
Frasco era viudo desde hacía muchos años. Vivía solo en una caserón viejo que estaba situado casi a las afueras del pueblo, muy próximo a la zona que habían ocupado antiguamente las eras, en las que tanto había trabajado casi desde que era niño. La única hija que tenía estaba casada y residía con su marido y sus dos vástagos en otro pueblo de la vega. En el corral de la casa tenía Frasco gallinas y algunos perros con los que salía a veces de paseo, además de innumerables gatos que pululaban por los tejados y que venían a comer a un recipiente que él les ponía en un rincón del patio con los desperdicios de la comida. Frasco, según decían los vecinos, comía en realidad poco; por las noches solo se alimentaba de un pan migado en una taza de leche, al que añadía después unos tragos del mosto que un amigo le proporcionaba de su propia bodega.
Era un hombre de costumbres fijas, si bien las había ido modificando algo con el paso del tiempo, pues cada vez se levantaba más temprano, mucho antes de que rayara la primera luz del día. Dormía, como más de una vez había referido, pocas horas, cuatro o cinco acaso, durante las cuales tenía un sueño placentero, porque en él era frecuente que apareciesen escenas de un pasado muy lejano, con personas a las que había tratado entonces y que habían tenido una gran relevancia en su vida. Contaba, cuando rememoraba aquellos sueños, que al despertar creía que continuaban vivas y que se iban a hacer presentes en la alcoba donde dormía.
Frasco no le tenía miedo ya a nada. Decía que había visto tantas cosas malas que a ninguna nueva había de temer. Confiaba en Dios, que lo perdonaba todo, aunque él por costumbre inveterada no iba a misa. Su conciencia estaba limpia, ya que los males que había hecho los había reparado con creces. Era, ante todo, un hombre que había cumplido con su deber y que había procurado ayudar a quien le hubiera pedido un favor, pues siempre se había puesto en el lugar del otro, especialmente del más necesitado. Si en ocasiones no había actuado con generosidad, no había sido por egoísmo, sino por la necesidad que tenía de mirar por el bien de su familia, a la que no debía abandonar.
En realidad, la vida de Frasco había estado centrada en el campo, en los pedazos de tierra que cultivaba en la vega y que habría de heredar, cuando él muriera, su hija. Algunos días se quedaba hasta muy tarde realizando alguna labor; no le importaba que se le hiciera de noche, pues él conocía palmo a palmo la vega. En aquel espacio ancho y tan rico era feliz; en los ratos en que descansaba o en que no tenía nada que hacer, se sentaba en un balate para contemplar el hermoso panorama que a sus ojos se ofrecía; era como un mosaico enorme en el que se combinaban teselas de distintos tamaños y colores, festoneado en la distancia por el listón de las choperas. Para Frasco, era como un paraíso, como un lugar virgen en el que podía sentirse dichoso, libre de peligros y de inquietudes. De un modo un tanto embrollado, él trataba de expresar lo que allí experimentaba a sus amigos, a los campesinos con los que convivía a diario.
Murió solo, en su casa, en una noche de invierno muy oscura en la que corría un viento huracanado. Por mucho que se indagara, no se supo exactamente cuál había sido la causa de su muerte. Se fue sin hacer ruido, sin molestar a ningún vecino, con la paz de quien sabe que tiene su conciencia limpia de culpas. Ha quedado en la memoria de todos, no obstante, su recuerdo, el recuerdo de un hombre que estaba apegado a las tradiciones de su tierra.






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