El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (65): La visita de María a su prima Isabel

Al enterarse de que su prima Isabel estaba ya en el sexto mes de su embarazo, María quiso ir a visitarla. Aunque el trayecto era largo, aprovechó que unos parientes de Nazaret se dirigían a tierras de Judá para hacerlo. Era tal su alborozo en aquellos días que necesitaba compartirlo con Isabel, a quien no veía desde hacía tiempo. El viaje se hizo muy duro por la aspereza de los caminos, muchos de ellos pedregosos, entre torcales abruptos y paredones de sierras huesudas, de crestas que se hundían en el azul luminoso del cielo. Fueron varias jornadas agotadoras. María, por el estado en que se hallaba, iba subida en una acémila, de la que iba tirando uno de sus parientes. Las ganas que tenía de encontrarse con la prima mitigaban a veces su fatiga. El país de Judea no era como el de Galilea, donde había más pastos y más blandura de terrenos mullidos de cultivo. A ella las dificultades no la habían asustado: en la vida todo costaba un esfuerzo conseguirlo; si no era así, las cosas carecían de mérito. Se consideraba una viajera avezada al rigor de los caminos, a las sendas tortuosas que se adherían a las costras de las laderas rocosas.

Cuando entró en la casa de Zacarías, el marido de Isabel, se dijo que había merecido la pena la distancia recorrida. Sin duda, nada se valora hasta que no se logra, hasta que no se llega al punto que se hubiera deseado. Impulsada por los deseos que la movían, saludó a Isabel con una efusividad inaudita, tratando de comunicarle también con gestos de las manos lo que pretendía decirle. La criatura que albergaba la prima, al escuchar la voz de María, dio un salto brusco, como si respondiese con él al anuncio que le traía. Isabel al momento lo interpretó como una señal de júbilo y, de modo repentino, se inundó del Espíritu Santo, que la indujo a declarar: «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo se oyó, brincó el hijo que llevo dentro. Eres bienaventurada por haber creído, porque lo que te ha dicho el Señor habrá de cumplirse.» María entonces, sin poderse contener, entonó con voz entusiasta un himno, configurado con versículos y frases que ella había pronunciado más de una vez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Yahvé, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me habrán de felicitar todas las generaciones, ya que el Poderoso ha realizado obras maravillosas en mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como había prometido a nuestros padres, a favor de Abraham y su descendencia.»

Después de proclamar aquello María, las dos primas se abrazaron. Estuvieron durante un tiempo abrazadas, estremecidas por la emoción. La unión las hacía sentirse aún más dichosas, como si hubieran alcanzado con ella un momento de plenitud, un instante supremo de gloria. Verdaderamente, era maravilloso lo que Yahvé, con su poder, había hecho. María recordaba que el ángel le había dicho que para él no había nada imposible. Ahora lo comprobaba: Isabel, en efecto, iba a tener un hijo, el cual sería grande también, pues su concepción había sido un milagro del Altísimo.

Tras el abrazo, Isabel le dijo a María que se quedara con ella en la casa unos días y María aceptó sin dudar su propuesta. De ese modo estarían las dos juntas y podrían seguir celebrando de consuno lo que les había sucedido. Además, Isabel, de edad avanzada, podría necesitar sus servicios: era, en realidad, un deber que se quedase y que la atendiera.

El esposo, Zacarías, no estaba en la casa entonces. Cuando lo tuvo ante sí, María se sorprendió, pues no podía hablar. Zacarías, por señas, manifestó el agrado que le producía la visita y después de que Isabel le informara de que se quedaría con ellos se alegró aún más. Al parecer, según le contó después la prima, había tenido una visión extraordinaria, tras la que había quedado en aquel estado de mudez. El hecho ocurrió cuando Zacarías, que oficiaba de sacerdote, entró en el santuario del Señor para ofrecer el incienso mientras el pueblo esperaba fuera rezando. Algunos de los presentes le habían contado a Isabel que se extrañaban porque tardaba en hacer la ofrenda más de lo ordinario; luego, al ver que aparecía y que algo le impedía hablar, entendieron enseguida que un hecho sobrenatural le debía de haber sucedido dentro. Zacarías, poco a poco, le había ido revelando a Isabel por gestos que un ángel se le había aparecido en el santuario y que le había anunciado que ella, a pesar de su edad avanzada, concebiría un hijo, el cual tendría una misión muy importante que cumplir. Por haber dudado de sus palabras, el ángel le dijo que se quedaría mudo hasta que lo que le había anunciado hiciera realidad.

Apenas observaba María cambios en ellos: el aspecto que presentaban casi no difería del que ella recordaba; parecía como si el tiempo no causara ya tanto desgaste en sus cuerpos. Isabel, a pesar de las arrugas que surcaban su rostro, seguía conservando cierto donaire: el fulgor de sus ojos negros le confería una belleza y una jovialidad que no se apagaban con los años, como si fuesen atributos que la hubiesen de caracterizar siempre, quizá porque lo que los animaba y mantenía era el fuego de amor que dentro de ella ardía.

Zacarías, por su parte, continuaba pareciendo un hombre gallardo, aun cuando sus cabellos estuviesen ya encanecidos y su piel se hubiese arrugado también bastante. La mudez que le impedía hablar había hecho que se mostrase más expresivo con las manos y que sus ojos, de un tono verdoso, se mostrasen más vivos que antes. Casi parecía que hubiese rejuvenecido a causa de los deseos que lo movían a comunicar lo que no podía decir con palabras.

María se quedó con ellos tres meses, durante los cuales no dejó de prestar los servicios que en la casa consideraba necesarios. Su estancia sirvió para que Zacarías e Isabel comprendieran que el Señor había querido que estuviera alojada con ellos la mujer a la que había elegido para ser la madre del Redentor del mundo.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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